Ni el anhelo vital de
inmortalidad humana halla confirmación racional, ni tampoco la razón nos da
aliciente y consuelo de vida y verdadera finalidad a ésta. Mas he aquí que en
el fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el
escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos. Y va a ser
de este abrazo, un abrazo trágico, es decir, entrañadamente amoroso, de donde
va a brotar manantial de vida seria y terrible. El escepticismo, la
incertidumbre, última posición a la que llega la razón ejerciendo su análisis
sobre sí misma, sobre su propia validez, es el fundamento sobre el que la
desesperación del sentimiento vital ha de fundar su esperanza.
La fe en la inmortalidad
es racional. Y, sin embargo, fe, vida y razón se necesitan mutuamente. Tienen
que apoyarse uno en otro y asociarse. Pero asociarse en lucha, ya que la lucha
es un modo de asociación. La voluntad y la inteligencia se necesitan. Si la fe,
la vida, no se puede sostener sino sobre razón que la haga transmisible –y ante
todo transmisible de mí a mí mismo– la razón a su vez no puede sostenerse sino
sobre fe, sobre vida, siquiera fe en la razón, fe en que ésta sirve para algo
más que para conocer, sirve para vivir. Y, sin embargo, ni la fe es
transmisible o racional, ni la razón es vital.
La fe no es en su esencia
sino cosa de voluntad, no de razón, como creer es querer creer, y creer en Dios
ante todo y sobre todo es querer que le haya. Y así, creer en la inmortalidad
del alma es querer que el alma sea inmortal, pero quererlo con tanta fuerza que
esta querencia, atropellando a la razón, pasa sobre ella. Mas no sin
represalia. Y la trágica historia del pensamiento humano no es sino de una
lucha entre la razón y la vida, aquella empeñada en racionalizar a ésta
haciéndola que se resigne a lo inevitable, a la mortalidad; y ésta, la vida,
empeñada en vitalizar a la razón obligándola a que sirva de apoyo a sus anhelos
vitales.
Y la vida se defiende,
busca el flaco de la razón y lo demuestra en el escepticismo, y se agarra de
él, y trata de salvarse asida a tal agarradero. Necesita de la debilidad de su
adversaria. El escepticismo vital viene del choque entre la razón y el deseo. Y
de este choque, de este abrazo entre la desesperación y el escepticismo, nace
la santa, dulce, la salvadora incertidumbre, nuestro supremo consuelo.
La certeza absoluta
completa, de que la muerte es un completo y definitivo e irrevocable
anonadamiento de la conciencia personal, o la certeza absoluta, completa, de
que nuestra conciencia personal se prolonga más allá de la muerte, haciendo
entrar en ello la extraña y adventicia añadidura del premio o del castigo
eternos, ambas certezas nos harían igualmente imposible la vida.
En un escondrijo, el más
recóndito del espíritu, sin saberlo acaso el mismo que cree estar convencido de
que con la muerte acaba para siempre su conciencia personal, su memoria, en
aquel escondrijo le queda una sombra, una vaga sombra de incertidumbre, y
mientras él se dice: “ea, ¡a vivir esta vida pasajera que no hay otra!”, el
silencio de aquel escondrijo le dice: “¿quién sabe?”. Cree acaso no oírlo, pero
lo oye. Y en un repliegue también del alma del creyente que guarda más fe en la
vida futura, hay una voz tapada, voz de incertidumbre, que le cuchichea al oído
espiritual: “¿quién sabe…?” ¿Cómo podríamos vivir sin esa incertidumbre?
El “¿y si hay?” y el “¿si no hay?” son las
bases de nuestra vida íntima.
Y la más fuerte base de la
incertidumbre, lo que más hace vacilar nuestro deseo vital, lo que más eficacia
da a la obra disolvente de la razón, es ponernos a considerar lo que podría ser
una vida del alma después de la muerte.
Porque aún venciendo, por un poderoso esfuerzo de fe, a la razón que nos dice y
enseña que el alma no es sino una función del cuerpo organizado, queda luego el
imaginarnos qué pueda ser una vida inmortal y eterna del alma. En esta
imaginación las contradicciones y los absurdos se multiplican y se llega,
acaso, a la conclusión, y es que si es terrible la mortalidad del alma, no
menos terrible es su inmortalidad.
Pero vencido el obstáculo
de la razón, ganada la fe… ¿qué dificultad, qué obstáculo hay en que nos
imaginemos esa persistencia a medida de nuestros deseos? Sí, podemos
imaginárnosla como un eterno rejuvenecimiento, en un eterno adecentarnos e ir
hacia Dios, hacia la Conciencia Universal,
sin alcanzarla nunca… ¿Quién pone trabas a la imaginación, una vez rota la
cadena de lo racional?
Y no soy yo, es el linaje humano todo el
que entra en juego; es la finalidad última de nuestra cultura toda. Yo soy uno,
pero todos son yo.
Y hemos llegado al fondo
del abismo, al irreconciliable conflicto entre la razón y el sentimiento vital,
y hay que aceptar el conflicto como tal y vivir de él.
Esta desesperación religiosa, y que no es
sino el sentimiento mismo trágico de la vida es, mas o menos velada, el fondo
mismo de la conciencia de los individuos y de los pueblos cultos de hoy en día.
Y es ese sentimiento la fuente de las hazañas heroicas. Los más locos ensueños
de la fantasía tienen algún fondo de razón, y quién sabe si todo cuanto puede
imaginarse un hombre no ha sucedido, sucede o sucederá alguna vez en uno o en
otro mundo. Solo falta saber si todo lo imaginable es posible.
Miguel de Unamuno – Del sentimiento trágico de la vida