Los católicos,
naturalmente, creen que los mandamientos que figuran en el catecismo son los
originales, pero una simple comparación entre el Decálogo del Deuteronomio y el del Catecismo Católico nos aporta
una evidencia curiosa: ¡la iglesia modificó a su antojo los mandamientos de
Dios para poder adaptarlos a sus necesidades! Uno creía que las palabras de
Dios eran sagradas e inalterables, pero resulta que todas las que no convienen
a la santa madre Iglesia Católica Apostólica y Romana pueden ser manipulados a
modo… y a mayor gloria divina, claro está.
El segundo mandamiento del
Decálogo deuteronómico fue eliminado
de cuajo. A la luz del mandato inapelable del Dios de la Biblia , el catolicismo es
una religión idólatra, por eso la iglesia –que creció adoptando mitos y ritos
paganos y se extendió entre gentes habituadas a la idolatría–, para poder
conquistar la devoción de las masas incultas, tuvo que borrar de la memoria de
sus creyentes la prohibición divina de adorar imágenes.
Primero y segundo mandamiento se unifican en
el Catecismo actual en su primer mandamiento: “No habrá para ti otros dioses
delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna…”. El segundo mandamiento
(Dt 5, 8-10) dice: “No te harás imagen de escultura, ni de figura alguna de
cuanto hay arriba, en los cielos, ni abajo, sobre la tierra, ni cuanto hay en
las aguas debajo de la tierra. No los adorarás ni les adorarás ni les darás
culto, porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad
de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación de los que
me aborrecen, y hago misericordia por mil generaciones a los que me aman y
guardan mis mandamientos”; y otro tanto se prescribe en Ex 20, 4-6, y en más de
30 pasajes de las Escrituras se
presenta a Dios prohibiendo expresamente el culto a las imágenes.
En los Salmos (Sal 15, 3-8) se es
categórico cuando se afirma que: “Está nuestro Dios en los cielos, y puede
hacer cuanto quiera. Sus ídolos (los de los gentiles) son plata y oro, obra de
la mano de los hombres; tienen boca, y no hablan; ojos, y no ven; orejas, y no
oyen; narices, y no huelen; sus manos no palpan, sus pies no andan, no sale de
su garganta un murmullo. Semejantes a ellos serán los que las hacen y todos los
que en ellos confían”.
Y el profeta Jeremías (Jer 10, 8-9) no es
menos explícito al decir que “Todos (los seres divinos representados por
imágenes) a una son estúpidos y necios, doctrina de vanidades, (son) un leño;
plata laminada venida de Tarsis, oro de Ofir, obra de escultor y de orfebre,
vestida de púrpura y jacinto; obra de diestros (artífices) son ellos”.
Ante la evidencia crítica
que aportan las mismísimas Escrituras
en contra de la práctica católica de dar culto a las imágenes, será oportuno
acudir al magisterio de la Iglesia para conocer
su versión al respecto. Así que leemos el autorizado criterio del Catecismo de la Iglesia Católica : “Fundándose
en el misterio del Verbo encarnado (un mito tardío) el VII Concilio Ecuménico
justificó contra los iconoclastas el culto de las sagradas imágenes: las de
Cristo, pero también las de la
Madre y de Dios, de los ángeles y de todos los santos. El
Hijo de Dios, al encarnarse, inauguró una nueva “economía” de las imágenes. El
culto cristiano de las imágenes no es contrario al primer mandamiento que
proscribe los ídolos. En efecto, “el honor dado a una imagen se remonta al
modelo original”, “el que venera una imagen, venera en ella la persona que en
ella está representada”. El honor tributado a las imágenes sagradas es una
“veneración respetuosa”, no una adoración, que solo corresponde a Dios”.
Esta Católica e inspirada
opinión no tiene la más mínima entidad para hacer variar ni un ápice la
prohibición de las Escrituras de dar culto a imágenes; al menos si pensamos que
la palabra de Dios tiene un rango superior a la palabra de unos cuantos obispos
reunidos para elaborar doctrina. Así que, como mínimo, la Iglesia Católica es formalmente
idólatra. Decimos formalmente idólatra, porque dada la endiablada sutileza de
la teología Católica, nada es exactamente aquellos que parece. Aunque los actos
formales de la religiosidad popular puedan ser considerados como
manifestaciones objetivas de adoración a la Virgen o a los Santos, la doctrina oficial, tal
como hemos visto, califica estos actos como de “veneración” y no de
“adoración”. La Iglesia
sitúa a la Virgen en el lugar más elevado del panteón y por eso
la hace acreedora del más alto honor en forma de veneración.
Desde la doctrina oficial,
por tanto, no se cae, en este punto, en la idolatría, pero basta preguntar a
párrocos y fieles católicos practicantes acerca de si hay que “adorar” a la Virgen de manera diferente
o inferior a como ellos adoran a Cristo o a Dios para obtener una misma
respuesta en la mayoría de los casos: ¡no¡. La Iglesia Católica –que conoce
esto perfectamente y no se toma la menor molestia para aclarar a su grey la
sutil diferencia que separa la veneración de la adoración– necesita del poder sugestivo de las imágenes para seguir
obteniendo ingresos económicos que la adoración
de estatuas le reporta.
Hoy, cuando uno entra en un templo católico
y se queda observando a los feligreses, de da perfecta cuenta de hasta qué
punto la Iglesia
se ha olvidado de aquello que dejó escrito su gran teólogo Orígenes: “Si
entendemos lo que es la oración acaso no debiéramos orar a nadie nacido (de
mujer), ni siquiera al mismo Cristo, sino solo a Dios y Padre de todos”.
Pero cuando enriquecemos
nuestro espíritu contemplando la extraordinaria belleza artística y riqueza
conceptual del arte católico, no puede dejar de sorprendernos el encontrar con
frecuencia escenas pictóricas en las que
aparece la supuesta imagen humanizada del propio Dios Padre, al Dios hijo y al
Espíritu Santo, así como también a los ángeles y arcángeles más notables.
Por mucho que se quiera disimular lo obvio,
esta muestra de iconografía divina vulnera absolutamente la prohibición del
segundo mandamiento. Es evidente que la normativa que la propia Iglesia
Católica fija en el párrafo 2079 de su catecismo –“transgredir un mandamiento
es quebrantar toda la Ley ”
–no reza para ella misma. La iglesia Católica goza patente de corso para poder pecar
contra Dios vulnerando su Ley.
Fue el Santo varón
Jeremías, inspirado por Dios, no algún ateo masón,
quien se refirió a las costumbres idólatras de los gentiles, tachándolos de
vanidad, pues (Jer 10,3-5) “leños cortados en el bosque, obras de las manos del
artífice con la azuela, se decoran con plata y oro, y los sujetan a martillazos
con clavos para que no se muevan. Son como espantajos de melonar, y no hablan;
hay que llevarlos, porque no andan; no les tengáis miedo, pues no pueden
haceros mal, ni tampoco bien”.
Así que no seremos nosotros quienes nos
atrevamos a desautorizar tan alta y cualificada opinión.
Pepe Rodríguez – Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica