lunes, 26 de noviembre de 2018

Los libros son cosas vivas (José María izquierdo)



Son los libros cosas vivas… Bajo su corteza conservan una savia inagotable, que fluye perenne de un mundo inmortal. Recogen en sus páginas la sangre preciosa y vital de un genio o de un ingenio, y la preservan para una vida que superará a su vida.



Son los libros palpitaciones de la realidad… Y porque lo son, nos dan la llave de los palacios encantados del ensueño. Nos hacen salir de nosotros mismos y de nuestras miserias, nos convierten en conciudadanos de todos los pueblos y contemporáneos de todos los siglos, nos transportan a las más bellas regiones del mundo sin fatiga, sin hastío…

Son los libros cosas vivas… Tan vivas, que por su propia superabundancia y excelencia vital, por hacernos vivir una vida doble, una múltiple vida, vida quizás infinita…, es acaso por lo que a veces los que mucho leyeron no acertaron a vivir esta pobre y triste vida terrenal.

Nadie hace los libros que quiere. Hay una fatalidad que nos inspira la idea de un libro; y hay una fuerza desconocida, una voluntad superior, una especie de necesidad de escribir que impone la obra y guía la pluma. No basta saber leer –porque haya libros y se haya aprendido a deletrearlos. Hace falta saber leer; leer no la letra, que mata, sino el espíritu, que vivifica. Hacer resonar las voces calladas de la escritura, como la aguja del fonógrafo hace revibrar los sonidos impresionados en el disco.



La elección de los libros, como la de los amigos, como la de los maestros, como la de nuestra compañera, es un deber importante, capitalísimo en nuestra existencia. Somos tan responsables de lo que leemos como de lo que hacemos. Leyendo una sola clase de libros limitamos nuestro horizonte mental. Leyendo, en cambio, cuanto cae en nuestras manos, llegamos a ese estado de incoherencia, de vagueación, característico de los sonámbulos, de los que viven en perpetua dormivela.

Claro que convendría saberlo todo, hasta lo malo, probar del árbol de la ciencia del bien y del mal, para prevernirlo todo, para estar advertidos de los riesgos y tentaciones de la vida, si no fuera que todo lo que con el mal nos familiariza ya es un mal. Verdad es que en los libros malos hay algo de bueno. Pero frente a la vida no es éste el modo de plantear la cuestión. Y no por otra razón que por falta de tiempo.

Los libros de fácil y amena lectura son útiles, como el azúcar, que forma parte de nuestra alimentación, pero no podemos vivir solo de eso. Necesitamos también libros que remuevan, que agiten y conforten nuestra alma, que a veces la hagan sufrir; pues, en este cambio, en esta lucha están el ritmo y el vigor de la vida. Hay libros en abundancia, por fortuna, que es imposible leerlos sin sentirse mejor. Son esos libros que tienen un vivo calor de humanidad, más alma que la misma palabra hablada, porque nosotros acabamos más nuestros pensamientos para escribirlos que para decirlos.



Y así como se ha hecho elogio del hombre diciendo: “habla como un libro”, el del libro se ha podido hacer de este modo: “habla como un hombre”. Saber leer no es todo. Es menester, además, querer leer, leer con fruto. Si un libro no nos interesa, no siempre tiene la culpa el libro. Unas veces, porque estamos poco preparados para penetrar en el mundo que nos descubre; otras, porque no estamos dispuestos para comunicarnos con otras almas y renovar así la curva ideal de su telepatía. No queremos escuchar ni responder, permanecemos sordos y mudos en esa conversación con los grandes espíritus.

Leer pasivamente no es leer. Cuando leemos de esta manera piensa otro por nosotros, nos limitamos a repetir su universo mental. La lectura es, en muchos casos, una manera de miedo a la vida. Para no verla cara a cara, para no afrontar sus miserias, nos entregamos a ella en solicitud de una escapada al ensueño…

Si al sentir no sintiéramos con toda el alma, y al pensar no pensáramos que todo tiene un alma; si no pusiéramos alma en todo y nonos diéramos con toda el alma... ¿queréis decirme para que serviría la vida? ¿Es la ilusión cosa distinta de la realidad? ¿No será la ilusión el deseo de una realidad más pura, más verdadera? Y cuando una obra es sinceramente, hondamente real ¿no es al propio tiempo y por su misma esencia más espiritualmente  humana, más elevada, más altamente ideal?




José María izquierdo – Divagando por la Ciudad de la Gracia