Son
los libros cosas vivas… Bajo su corteza conservan una savia inagotable, que
fluye perenne de un mundo inmortal. Recogen en sus páginas la sangre preciosa y
vital de un genio o de un ingenio, y la preservan para una vida que superará a
su vida.
Son
los libros palpitaciones de la realidad… Y porque lo son, nos dan la llave de
los palacios encantados del ensueño. Nos hacen salir de nosotros mismos y de
nuestras miserias, nos convierten en conciudadanos de todos los pueblos y
contemporáneos de todos los siglos, nos transportan a las más bellas regiones
del mundo sin fatiga, sin hastío…
Son
los libros cosas vivas… Tan vivas, que por su propia superabundancia y excelencia
vital, por hacernos vivir una vida doble, una múltiple vida, vida quizás
infinita…, es acaso por lo que a veces los que mucho leyeron no acertaron a
vivir esta pobre y triste vida terrenal.
Nadie
hace los libros que quiere. Hay una fatalidad que nos inspira la idea de un
libro; y hay una fuerza desconocida, una voluntad superior, una especie de necesidad
de escribir que impone la obra y guía la pluma. No basta saber leer –porque haya
libros y se haya aprendido a deletrearlos. Hace falta saber leer; leer no la
letra, que mata, sino el espíritu, que vivifica. Hacer resonar las voces
calladas de la escritura, como la aguja del fonógrafo hace revibrar los sonidos
impresionados en el disco.
La
elección de los libros, como la de los amigos, como la de los maestros, como la
de nuestra compañera, es un deber importante, capitalísimo en nuestra
existencia. Somos tan responsables de lo que leemos como de lo que hacemos. Leyendo
una sola clase de libros limitamos nuestro horizonte mental. Leyendo, en cambio,
cuanto cae en nuestras manos, llegamos a ese estado de incoherencia, de
vagueación, característico de los sonámbulos, de los que viven en perpetua
dormivela.
Claro
que convendría saberlo todo, hasta lo malo, probar del árbol de la ciencia del
bien y del mal, para prevernirlo todo, para estar advertidos de los riesgos y
tentaciones de la vida, si no fuera que todo lo que con el mal nos familiariza
ya es un mal. Verdad es que en los libros malos hay algo de bueno. Pero frente a
la vida no es éste el modo de plantear la cuestión. Y no por otra razón que por
falta de tiempo.
Los
libros de fácil y amena lectura son útiles, como el azúcar, que forma parte de
nuestra alimentación, pero no podemos vivir solo de eso. Necesitamos también
libros que remuevan, que agiten y conforten nuestra alma, que a veces la hagan
sufrir; pues, en este cambio, en esta lucha están el ritmo y el vigor de la
vida. Hay libros en abundancia, por fortuna, que es imposible leerlos sin
sentirse mejor. Son esos libros que tienen un vivo calor de humanidad, más alma
que la misma palabra hablada, porque nosotros acabamos más nuestros
pensamientos para escribirlos que para decirlos.
Y
así como se ha hecho elogio del hombre diciendo: “habla como un libro”, el del
libro se ha podido hacer de este modo: “habla como un hombre”. Saber leer no es
todo. Es menester, además, querer leer, leer con fruto. Si un libro no nos
interesa, no siempre tiene la culpa el libro. Unas veces, porque estamos poco
preparados para penetrar en el mundo que nos descubre; otras, porque no estamos
dispuestos para comunicarnos con otras almas y renovar así la curva ideal de su
telepatía. No queremos escuchar ni responder, permanecemos sordos y mudos en
esa conversación con los grandes espíritus.
Leer
pasivamente no es leer. Cuando leemos de esta manera piensa otro por nosotros, nos
limitamos a repetir su universo mental. La lectura es, en muchos casos, una manera
de miedo a la vida. Para no verla cara a cara, para no afrontar sus miserias,
nos entregamos a ella en solicitud de una escapada al ensueño…
Si
al sentir no sintiéramos con toda el alma, y al pensar no pensáramos que todo
tiene un alma; si no pusiéramos alma en todo y nonos diéramos con toda el
alma... ¿queréis decirme para que serviría la vida? ¿Es la ilusión cosa distinta
de la realidad? ¿No será la ilusión el deseo de una realidad más pura, más
verdadera? Y cuando una obra es sinceramente, hondamente real ¿no es al propio
tiempo y por su misma esencia más espiritualmente humana, más elevada, más altamente ideal?
José María izquierdo – Divagando por la Ciudad de la Gracia