TIEMPOS DE ADOLESCENCIA
Fue hace tiempo, en un campo joven y destellante de cálidas luces, allí donde brotan los olivos de tierra roja, donde crecen las zarzas en las orillas de los caminos, donde la carretera hace una curva y se pierde en la arboleda. Por el mismo sitio por donde pasaban las aceituneras a la vuelta del trabajo. Aún recuerdo sus penetrantes voces y sus canciones y baladas por el amor de un joven. No olvido los rostros de los hombres del pueblo, curtidos por el sol, ni el olor penetrante del alquitrán que pusieron por primera vez, ni las verdes lomas perdiéndose en el horizonte, ni aquellos pájaros reposando confiados en el tendido eléctrico. Pueden pasar años que no olvido el lugar donde encontrar de nuevo las matas de poleo, detrás de las junqueras que ya tampoco están, y la triste imagen de ver la margarita recién cortada marchitándose poco a poco. Me dijeron por qué ataban las patas delanteras a un potro joven, cómo hacer que la mula no se cansara de acarrear tanto peso, mientras notaba el nerviosismo de las hormigas al cogerlas entre los dedos. Pude saborear el pimiento de la huerta recién cogido, después de lavarlo con agua de pozo, distinguir las hierbas aromáticas escondidas, el olor a azúcares de un amanecer de verano, el saludo alegre de la espiga, el empuje del viento que hace tambalear el naranjito de mi casa. No quiero que de mi mente se borre ese pasado de sensaciones pueriles, ¿Cómo dejar a un lado la frescura del azahar, la fragancia de la rosa, el arrebato de la madreselva? ¡Cuánto vale el aroma del campo mojado, la mirada inocente de las reses, los ladridos lejanos de los perros de caza, la bandada de patos que pasó!
¡Que aventura el paseo silencioso por esos caminos, con una cuarta de polvo! Cualquier cosa me hacía sonreír: aquellos descarados lagartos atravesando presurosos la senda para desaparecer en un segundo entre las matas, confundidos con su verdor, observándome por si les resultaba peligroso; sorteando las grandes piedras o los troncos de olivo podridos que impedían el paso; a cada momento, el zumbido grave de una abeja que te curioseaba mientras evitaba aplastar una mariposa. Pero en estos caminos, la huella del hombre no pasaba desapercibida, largas e interminables alambradas, oxidadas y desafiantes, y decididas arañas tejiendo sus telas entre ellas; en los postes, extensos racimos de caracoles hacían su vida en cada una de las hendeduras de las estacas, compartían su existencia con las orugas, las crisálidas, las moscas de caballo… y no se preguntaban como nosotros la razón de su existir, sino que vivían con intensidad sin desperdicio y eternizaban su memoria en millares de descendientes.
No lejos había un cruce de caminos, siempre tomaba el que iba en dirección sur porque rebosaba de vida, lo atravesaban pequeños hilillos de agua en los que crecían cañaverales y culantrillos, chumberas y moreras, y toda una variada gama de insectos multicolor, de pequeños y graciosos pajarillos. Cuando quería ir más lejos cogía la bicicleta… sorteando los charcos me caí muchas veces. Descansaba después a la sombra del eucalipto y estrujando una hoja aspiraba su perfume, más allá había almendros y me acopiaba de almendras crudas, también membrillos y ciruelos, todo lo probaba quizá por primera vez. Allí, casi a escondidas, encendí mis primeros cigarrillos celtas, seguía a las hormigas hasta su cueva hasta casi toparme con una abubilla que no había visto. Pasado el verano, días después de llover íbamos a veces con un bote a coger alúas que, junto con los grillos los usábamos como cebo para las costillas con las que después, al amanecer, intentábamos capturar alcaudones y zorzales, casi siempre con mala fortuna. Me conmovió la mirada de uno distraído que cacé, tanto que nunca más puse las trampas.
El sendero que iba hacia el este era muy seco, tenía marcado como a fuego el dibujo de las ruedas de los tractores; entre ellas se adivinaban pisadas de bueyes y excrementos de burro: se dirigían a los cortijos. Aún era más seco el camino que iba al oeste, con un polvo amarillento, fino e intenso que flotaba en el aire tras removerlo, como del más inhóspito desierto, que atascaba la nariz y se metía en los ojos, ponía el pelo blanco y te hacía toser, no se podía respirar. Por allí se iba a la “verea”, un verdadero bosque junto a la vía del tren con toda clase de frutales, allí nos confeccionábamos nuestros tirachinas de olivo, seleccionábamos las ramas que nos servirían para los arcos, nos fabricábamos las flechas con un tapón de cerveza aplastado en su punta y unas cuantas plumas de paloma en el extremo, si no teníamos tabaco, nos fumábamos las raíces porosas y los puros de las aneas, para quitarnos el mal sabor buscábamos alguna sandía olvidada… reíamos por todo, éramos casi libres, cuando fuimos felices.
¿Puedo olvidar todo esto, ahora, en mis años de libre reclusión, lo que significó esa libertad? ¿Podré pisar de nuevo esos caminos aunque la acción del hombre los haya borrado? ¿Puedo ser hombre y olvidarme de que fui niño?
CONVERSACIÓN ENTRE TINIEBLAS
_¿Que te pasa, Manuel? ¿estás mal? ¿por qué estás tan serio? ¡Por favor, dime algo! ¿puedes hablar?
_No sé la fecha, jamás podré saberla.
_!Vamos! ¿Qué dices? ¡Venga, levántate hombre! N o seas así, olvídate de todo eso. No me hagas esto, soy tu amiga… ¿lo soy? Si necesitas hablar, dime lo que te pasa. No soy nada ahora, ¡escúchame! Figúrate un espejo, yo soy ese espejo; compórtate como si hablaras con él. Haz lo que quieras, habla, ríe, llora, pero ¡aleja esa expresión de tus ojos! Esa frialdad… ¡apártala! ¡levántate! Por favor, debes decírmelo, yo también tengo problemas, ¿sabes? Es tu egoísmo que debes olvidar, tu problema es la soledad; no tiene otra solución que la confianza, ¡compártelo conmigo! ¡no te destruyas así! ¿confías en mí?
_No sé la fecha de mi suicidio, eso es lo que me preocupa. No sé cuándo he de hacerlo ni en qué situación. Ese es mi temor y mi ansiedad, amiga, el no pode definir el día de mi muerte. ¿no comprendes? No seré libre si no puedo fijar esa fecha. Lo he intentado ya y nada ha ocurrido… ¿sabes por qué? Porque no me conozco, soy más imperfecto que nunca, no soy nada, pura posibilidad, no puedo ahora morir si quiero… ¿es eso libertad? ¿la tendré alguna vez? ¿Tendré la suficiente fuerza para ser rígido y no como un papel, para precipitar el fin sin que haya motivos para que me parezca absurdo? Este es otro temor: que la llegada a mi personalidad sea definitiva.
_Pero, ¿no comprendes que siempre tendrás causas por las que vivir, nuevas cosas que conocer, gente a la que amar? ¿cómo puedes despreciar todo eso? No puedo verte así, dime que se te pasará, ¿puedo salir de aquí sabiendo que te veré mañana?
_Quizá, pero te digo que nada de mí puede decirse con seguridad; que soy la hoja de un árbol que cae y que nadie sabe dónde lo hará, que soy como la lluvia, no se sabe cuándo aparecerá; o como un animal herido y moribundo al que le restan minutos de vida y que busca desesperadamente su lecho definitivo; o como aquel ave de rapiña que se aleja hacia otros horizontes donde la visión sea más clara… y a ninguno de ellos les basta su tiempo. Necesitan continuamente nuevas oportunidades, otras opciones de accionar pulsadores en computadoras que den resultados ciertos. Mi inseguridad es como el trazo del dibujo de un niño, a veces torpe y torcido, y no sé apreciar esa maravilla. No ostento la caída firme de un felino, ni la perfección de la ninfa, ni el olfato del ciervo, ni la determinación de la hormiga; son cualidades que no poseo para poder llamarme hombre, ni el niño ni yo las tenemos.
Cabizbaja, ella se fue; me quedé sentado en aquel banco, en un aire ocioso, cargado de monotonía, rodeado de muros y paredes revestidas de lacónicas capas de pintura. Anduve, y ya cansado del andar silencioso, me introduje de nuevo en la esfera elíptica de la vida cotidiana, saboreando con disgusto el agrio sabor de las palabras mal expresadas, de los gritos contaminados, de los techos que ocultan el ocaso, del vano mundo de frivolidades y esperas sin tiempo.
LA LIBERACIÓN
El ojo del gran volcán permanece abierto para la salida de la presión, gases calientes, rojas erupciones, lava despeñándose. Todo es destrucción, calor, actividad y regeneración. Sin embargo, hay un sitio helado entre tanto fuego, entre esos miles de grados emerge la existencia de un minúsculo bloque de hielo, empeñado en no dejar su sitio a la viscosidad ardiente. Permanece allí para que todo no sea caos y fusión, quiere mantener su temperatura bajo cero aun rodeado de fuegos permanentes; porque todo estaría perdido, no puede faltarle a la vida ese contrapunto de mesura y paz que irradia, sería una esperanza decepcionada, a pesar de encontrarse entre toneladas de masa en ebullición. De ese hielo no se funde una sola gota, no pierde su imagen y pureza por más tiempo que pase, aun estando solo.
Ese frío me penetra más que todas las llamas juntas, me hace pensar que todo ese escenario de destrucción no sirve para darme calor. No es como el viejo brasero que me calienta los pies en los días de invierno, soy insensible a él, está lejano y tras una gruesa pared. Cuchichean entre ellas las explosiones y cierro mis oídos para escapar de su embrujo y destrucción, no fuera que me conviertan en escoria sin vida.
No obstante, ese trozo de hielo es mi aliado, mi amigo frente al mundo. Hasta puedo fundirme e introducirme en él aumentando su potencia. Sólo mis ropas quedan fuera de tal conversión, no las necesitaré ni tampoco los objetos que me acompañaban. Ya no estarán a mi despertar, donde habrá que irrumpir desnudo y volátil. Mi alma mortal aún se quedará conmigo un poco más, la inmortal me esperará en otro lugar. Pasarán el alma que quisieron imponerme, la que aprendí a alimentar, la que olvidé en mi infancia, la que viene de mis padres, todas sucumbirán y me dejarán reposar; morirán porque ya no las deseo. Sólo ésta mortal, que también soy yo, no me abandonará hasta que fallezca la última célula de mi cuerpo, en ese momento se sentirá débil y dormida, no podrá pasar a otra dimensión, ni ir al cielo, ni permanecer flotando en el futuro; este alma mortal será tragada por los gusanos, los mismos que devorarán mi corazón, mi cabeza, mi inútil cuerpo. Y no habrá recuerdo de ella, no se la buscará entre las tumbas, su nombre se habrá esfumado, ya no podrán clasificarla como me hicieron a mí.
Una vez unidos, saldremos mi alma inmortal y yo del trozo de hielo derretido, ya liberados, sin temor al castigo perpetuo, sin represión, sin tener que reprimir mis palabras, sin tener que esconder mi amor. Entonces, ya nunca será frío insensible, será agua limpia desbordada, como un torrente de montaña en el deshielo. Ese antiguo trozo de hielo recuperará su nombre, honrará al hombre puro, aunque pueda luego convertirse de nuevo en un número, una anotación, una hipótesis, ¡qué más da!
miércoles, 13 de octubre de 2010
domingo, 10 de octubre de 2010
PALABRAS 2ª PARTE "El aprendiz de ignorante"
Nota a esta edición.
He estado tentado a no incluir aquí algunos de los relatos que siguen, si se les puede llamar así, porque al paso inexorable del tiempo hay que añadir un alto grado de bisoñería e inmadurez. Pero no sería justo conmigo ni con aquellas personas con las que disfruté de momentos inolvidables, vivencias que dieron pie a esos escritos, todos basados en experiencias reales. Por ello pido a los posibles lectores que no juzguen su calidad literaria, ni la mediocridad de la técnica, ni el indeciso curso de su desarrollo; en todo caso, valoren la idea de fondo que subyace, o la intención y la causa que las provocan. Ninguno de ellos pasará a la historia, pero están en “mi” historia, especialmente el más largo de ellos con estructura de cuento: “La historia del bolso que nadie quiso”; es más valioso que una parte de mi cuerpo, significó un punto y aparte en mi pensamiento y en mi forma de ver el mundo.
10 de Octubre de 2.010
EL APRENDIZ DE IGNORANTE
El aprendiz de ignorante era un tipo raro. Pensaba y pensaba creyendo que eso era lo más importante. Y ahí, en esa vida preguntona y ensimismada asentaba los cimientos de todos sus actos. Ni los que le conocían sabían nada de él; muchos renegaban de su presencia como si estuvieran ante un perro maloliente. Nunca supo lo que opinaban de su imagen ni qué juicios emitían sobre su personalidad. No creyó que consiguiera alguna vez un amigo de verdad, porque en los turbios terrenos de su mente no cabía completamente tal posibilidad. Siempre dudó qué hacer, qué le convenía, cuál era el paso decisivo. Tampoco estuvo seguro de su piel por algunos años. A veces se confundió con el aire, con el suelo, con las telarañas intactas de una casa abandonada; se identificó con todo para así renegar de sí mismo. Sabía que en alguna parte todas sus experiencias quedaban grabadas, y le obsesionaba no poder recordarlas cuando era necesario. Alguna vez tuvo ira, alguna vez gritó y protestó; en esas ocasiones tan escasas y distantes concentraba toda su indolencia.
Poco más se puede decir de él, era alguien tímido que esquivaba las aglomeraciones de gente, especulaba sobre su propia imagen a pesar de no tener jamás comprador. No hablaba si no se le pulsaba la tecla adecuada, no cantaba para nadie a pesar de tener buen oído y voz; amaba la música, y una de sus obsesiones era su dificultad para tocar algún instrumento. Ocultaba de esa manera todo aquello que los demás hubieran apreciado y mostraba, al contrario, su terco silencio, su alejamiento del mundo, la vanidad y el orgullo que pudiera tener; en fin, sólo lo negativo, no gustaba de satisfacer a nadie con sus virtudes ocultas y calladas. Era desconfiado, incluso egoísta, pero a veces generoso en extremo, tan cambiante que ni conocían sus puntos débiles. Simulaba pasividad, indiferencia, frialdad. Temía ser el centro de atención o llegar a ser el mejor en algo, se sentía a gusto siendo un segundón, con la cabeza baja tras los hombros del primero. A veces, cuando su estatura le hacía sobresalir de alguien, se encorvaba o se sentaba. Su aspecto era desaliñado, su color era el gris; era un amante de los números, sabía hacer rápidos cálculos pero no era un calculador prodigio. Tremendo aficionado a la soledad, pasaba sus ratos más amargos en ese estado, y también sus ratos más felices. En su intimidad solitaria se sentía seguro, pero nervioso, inquieto, tremendamente laborioso. Sentía pánico al sentir sus latidos, porque esto le hacía suponer que llevaba demasiado tiempo oyéndolos, y no tardaría mucho en sucumbir. Era un poco idólatra de sus cosas, las confundía consigo mismo, y le causaba gran dolor prestarlas y perderlas. Por eso mismo, daba lo que tenía, para combatir ese egoísmo.
Tremendo espectador, consumía su tiempo en ver, observar los actos de todos, sus reacciones y debilidades, los movimientos de las plantas, de los pájaros, de las nubes, todo lo que su vista formidable podía captar; asímismo, su gran deseo hubiera sido la de ser ciego a voluntad. Era pura contradicción, apreciaba tanto lo malo como lo bueno, y lo atribuía a su deprimente indiferencia por decidirse, seguro en su vida cautelosa de la que pendía su independencia. Todo lo basaba en la no impulsividad. Viajaba a menudo más allá de lo real, o de lo que parecía real, investigaba las causas de las cosas; se convertía así en un ente metafísico un poco brujo, que argumentaba con preguntas los por qué de los demás, dejándolo todo latente. Amante de lo inhóspito hasta el masoquismo, tan acostumbrado a estar solo que él mismo se producía su dolor.
Todas estas explicaciones son tema inerte si no se comprende cual era su vocación: no era tanto un devorador de libros como in intruso pesado en los caminos de la razón; su ciencia, no era objetiva, era la subjetividad que provoca el repliegue interno, las definiciones sin lógica, las respuestas imposibles de averiguar. Ahondaba en los senderos de su callada imaginación, superando el diálogo, iba más allá de toda conversación infructuosa. Aun así, era práctico, eludía las palabras innecesarias y al no poder encontrar las justas y apropiadas, pocas veces se encontraba en disposición de exponer su opinión.
Intentaba saber más y más de sí mismo, pues en principio se lo propuso como única tarea de utilidad. Pero al tiempo comprendió que el conocimiento de sí mismo lo impulsaba cada vez más lejos de los demás, siempre imprescindibles para comparar. Dudaba de la idoneidad del saber, de lo negativo de la ignorancia. Entonces recordaba el proceso de su juventud, aquellos años que con saber dos cosas creía poseer el mundo, con dos cosas estimaba abarcar todas las soluciones, después de desarrollarlas y deducir los conceptos y misterios por los que se rige el mundo. ¡Qué fácil era entonces! Con una sola idea podía abarcar todo lo sensorial y lo material. Con la otra recorría los esquemas de su cerebro, era psicólogo y filósofo a la vez. Se creía satisfecho de tener al mundo atrapado suponiendo haber llegado al conocimiento no explicado, desconocido, frente aquel impuesto después de tantos siglos.
Ahora, todo se había complicado, su confusión respecto al mundo trascendía a todo, su ansia espiritual conducía a un lamentable estado de impotencia, negación del saber, renegar de la comunicación… pero ¿cómo lograr no saber? ¿cómo llegar a ignorarlo todo? Así declaraba entonces: “Seguí un camino para apropiarme del mundo, y ese camino consistía en tener algo seguro. Ese camino me trajo fracasos, contradicciones, empequeñecimiento de mi naturaleza, disminución de mi persona. Mientras más creía saber más ignoraba, todo era inquietud”. La única alternativa era aprender a ser ignorante, llegar a no saber nada, a olvidarlo todo; no saber para no desear saber más, empezar desde cero cada minuto.
El aprendiz de ignorante no era un genio ni un idiota, ni un letrado ni un analfabeto, ni un monstruo ni un ángel, ni un héroe ni un cobarde, ni hombre ni mujer. Sólo un ser vivo repleto de nada. Más bien era un malentendido, una mente prostituida, un paranoico de la indiferencia, un amigo de la demencia, refugiado en el absurdo, en lo incomprensible, en lo ingenuo, en lo innecesario. Se había convertido en virtuoso de la frustración.
He estado tentado a no incluir aquí algunos de los relatos que siguen, si se les puede llamar así, porque al paso inexorable del tiempo hay que añadir un alto grado de bisoñería e inmadurez. Pero no sería justo conmigo ni con aquellas personas con las que disfruté de momentos inolvidables, vivencias que dieron pie a esos escritos, todos basados en experiencias reales. Por ello pido a los posibles lectores que no juzguen su calidad literaria, ni la mediocridad de la técnica, ni el indeciso curso de su desarrollo; en todo caso, valoren la idea de fondo que subyace, o la intención y la causa que las provocan. Ninguno de ellos pasará a la historia, pero están en “mi” historia, especialmente el más largo de ellos con estructura de cuento: “La historia del bolso que nadie quiso”; es más valioso que una parte de mi cuerpo, significó un punto y aparte en mi pensamiento y en mi forma de ver el mundo.
10 de Octubre de 2.010
EL APRENDIZ DE IGNORANTE
El aprendiz de ignorante era un tipo raro. Pensaba y pensaba creyendo que eso era lo más importante. Y ahí, en esa vida preguntona y ensimismada asentaba los cimientos de todos sus actos. Ni los que le conocían sabían nada de él; muchos renegaban de su presencia como si estuvieran ante un perro maloliente. Nunca supo lo que opinaban de su imagen ni qué juicios emitían sobre su personalidad. No creyó que consiguiera alguna vez un amigo de verdad, porque en los turbios terrenos de su mente no cabía completamente tal posibilidad. Siempre dudó qué hacer, qué le convenía, cuál era el paso decisivo. Tampoco estuvo seguro de su piel por algunos años. A veces se confundió con el aire, con el suelo, con las telarañas intactas de una casa abandonada; se identificó con todo para así renegar de sí mismo. Sabía que en alguna parte todas sus experiencias quedaban grabadas, y le obsesionaba no poder recordarlas cuando era necesario. Alguna vez tuvo ira, alguna vez gritó y protestó; en esas ocasiones tan escasas y distantes concentraba toda su indolencia.
Poco más se puede decir de él, era alguien tímido que esquivaba las aglomeraciones de gente, especulaba sobre su propia imagen a pesar de no tener jamás comprador. No hablaba si no se le pulsaba la tecla adecuada, no cantaba para nadie a pesar de tener buen oído y voz; amaba la música, y una de sus obsesiones era su dificultad para tocar algún instrumento. Ocultaba de esa manera todo aquello que los demás hubieran apreciado y mostraba, al contrario, su terco silencio, su alejamiento del mundo, la vanidad y el orgullo que pudiera tener; en fin, sólo lo negativo, no gustaba de satisfacer a nadie con sus virtudes ocultas y calladas. Era desconfiado, incluso egoísta, pero a veces generoso en extremo, tan cambiante que ni conocían sus puntos débiles. Simulaba pasividad, indiferencia, frialdad. Temía ser el centro de atención o llegar a ser el mejor en algo, se sentía a gusto siendo un segundón, con la cabeza baja tras los hombros del primero. A veces, cuando su estatura le hacía sobresalir de alguien, se encorvaba o se sentaba. Su aspecto era desaliñado, su color era el gris; era un amante de los números, sabía hacer rápidos cálculos pero no era un calculador prodigio. Tremendo aficionado a la soledad, pasaba sus ratos más amargos en ese estado, y también sus ratos más felices. En su intimidad solitaria se sentía seguro, pero nervioso, inquieto, tremendamente laborioso. Sentía pánico al sentir sus latidos, porque esto le hacía suponer que llevaba demasiado tiempo oyéndolos, y no tardaría mucho en sucumbir. Era un poco idólatra de sus cosas, las confundía consigo mismo, y le causaba gran dolor prestarlas y perderlas. Por eso mismo, daba lo que tenía, para combatir ese egoísmo.
Tremendo espectador, consumía su tiempo en ver, observar los actos de todos, sus reacciones y debilidades, los movimientos de las plantas, de los pájaros, de las nubes, todo lo que su vista formidable podía captar; asímismo, su gran deseo hubiera sido la de ser ciego a voluntad. Era pura contradicción, apreciaba tanto lo malo como lo bueno, y lo atribuía a su deprimente indiferencia por decidirse, seguro en su vida cautelosa de la que pendía su independencia. Todo lo basaba en la no impulsividad. Viajaba a menudo más allá de lo real, o de lo que parecía real, investigaba las causas de las cosas; se convertía así en un ente metafísico un poco brujo, que argumentaba con preguntas los por qué de los demás, dejándolo todo latente. Amante de lo inhóspito hasta el masoquismo, tan acostumbrado a estar solo que él mismo se producía su dolor.
Todas estas explicaciones son tema inerte si no se comprende cual era su vocación: no era tanto un devorador de libros como in intruso pesado en los caminos de la razón; su ciencia, no era objetiva, era la subjetividad que provoca el repliegue interno, las definiciones sin lógica, las respuestas imposibles de averiguar. Ahondaba en los senderos de su callada imaginación, superando el diálogo, iba más allá de toda conversación infructuosa. Aun así, era práctico, eludía las palabras innecesarias y al no poder encontrar las justas y apropiadas, pocas veces se encontraba en disposición de exponer su opinión.
Intentaba saber más y más de sí mismo, pues en principio se lo propuso como única tarea de utilidad. Pero al tiempo comprendió que el conocimiento de sí mismo lo impulsaba cada vez más lejos de los demás, siempre imprescindibles para comparar. Dudaba de la idoneidad del saber, de lo negativo de la ignorancia. Entonces recordaba el proceso de su juventud, aquellos años que con saber dos cosas creía poseer el mundo, con dos cosas estimaba abarcar todas las soluciones, después de desarrollarlas y deducir los conceptos y misterios por los que se rige el mundo. ¡Qué fácil era entonces! Con una sola idea podía abarcar todo lo sensorial y lo material. Con la otra recorría los esquemas de su cerebro, era psicólogo y filósofo a la vez. Se creía satisfecho de tener al mundo atrapado suponiendo haber llegado al conocimiento no explicado, desconocido, frente aquel impuesto después de tantos siglos.
Ahora, todo se había complicado, su confusión respecto al mundo trascendía a todo, su ansia espiritual conducía a un lamentable estado de impotencia, negación del saber, renegar de la comunicación… pero ¿cómo lograr no saber? ¿cómo llegar a ignorarlo todo? Así declaraba entonces: “Seguí un camino para apropiarme del mundo, y ese camino consistía en tener algo seguro. Ese camino me trajo fracasos, contradicciones, empequeñecimiento de mi naturaleza, disminución de mi persona. Mientras más creía saber más ignoraba, todo era inquietud”. La única alternativa era aprender a ser ignorante, llegar a no saber nada, a olvidarlo todo; no saber para no desear saber más, empezar desde cero cada minuto.
El aprendiz de ignorante no era un genio ni un idiota, ni un letrado ni un analfabeto, ni un monstruo ni un ángel, ni un héroe ni un cobarde, ni hombre ni mujer. Sólo un ser vivo repleto de nada. Más bien era un malentendido, una mente prostituida, un paranoico de la indiferencia, un amigo de la demencia, refugiado en el absurdo, en lo incomprensible, en lo ingenuo, en lo innecesario. Se había convertido en virtuoso de la frustración.
lunes, 4 de octubre de 2010
CARTA ENCONTRADA
CARTA ENCONTRADA (1.982)
Hay días en que hubiera sido mejor quedarse en la cama, a todos nos ocurre, te invade una sensación de ahogo y ansiedad cuando todo empieza a ir mal y se precipitan los acontecimientos, no sabes qué pasa. Tienes que arreglarlo lo antes posible, por lo que suele funcionar buscar una tarea que exija concentración. Entre los apuntes y temas de estudio, y con la intención de archivarlos o eliminar aquellos ya sin interés, encontré esta carta o, más bien, “declaración de amor”, no me acordaba en absoluto de ella desde aquel día, me dejó sorprendido la convicción y sinceridad que emanaba, independiente de su parca técnica y lo sencillo del lenguaje ¿Pensamos el sentimiento? Si el sentimiento es fuerte puede llega a ser aún más real que el pensamiento, más indeleble y menos pasajero… ¿tiene otro origen y otra función en la vida?.
“Quisiera decirte lo que pienso, tantos recuerdos y visiones que me inundan. Te veo en todas partes, creo que te encontraré en cualquier lugar: todo me recuerda a ti. Paso por los sitios en que tantas veces hemos estado, recuerdo todas tus cosas, tus ideas, tus manías, tu inmenso cariño siempre esperando lo mejor de mí, siempre esforzándote por comprenderme. Y yo, desgastado como un papel viejo, tan despistado de todo lo que significas para mí, enmarañado en una red de contradicciones abstractas, vagando en un no existir incomprensible.
Te sigo viendo, necesitando tu ser entero en todo momento, oírte hablar mientras sé que me quieres, mientras construíamos una vida. Pero yo, aislado en mi tumba no sé por qué capricho endemoniado, quizá negándome a mí mismo ignorante de mi tesoro, temiendo cuando nada tengo que temer, cuando sólo la sinceridad y la entrega son válidas, ahora sabiendo qué maravilloso es ser tu amigo, qué feliz hecho fue encontrarte, aprender de ti como aún hoy… ¿qué es sentir la vida sino amarla junto con su libertad para amar?... porque no hay barreras, no puede haberlas entre nosotros.
Me siento decepcionado, haber perdido aunque hayan sido segundos de tu amor, de la unión contigo en cuerpo y alma. Quiero luchar por conseguirte de nuevo, para restablecer la paz y la felicidad, intentar desnudar los sentimientos, la verdad y la ilusión para ti.
Hay días en que hubiera sido mejor quedarse en la cama, a todos nos ocurre, te invade una sensación de ahogo y ansiedad cuando todo empieza a ir mal y se precipitan los acontecimientos, no sabes qué pasa. Tienes que arreglarlo lo antes posible, por lo que suele funcionar buscar una tarea que exija concentración. Entre los apuntes y temas de estudio, y con la intención de archivarlos o eliminar aquellos ya sin interés, encontré esta carta o, más bien, “declaración de amor”, no me acordaba en absoluto de ella desde aquel día, me dejó sorprendido la convicción y sinceridad que emanaba, independiente de su parca técnica y lo sencillo del lenguaje ¿Pensamos el sentimiento? Si el sentimiento es fuerte puede llega a ser aún más real que el pensamiento, más indeleble y menos pasajero… ¿tiene otro origen y otra función en la vida?.
“Quisiera decirte lo que pienso, tantos recuerdos y visiones que me inundan. Te veo en todas partes, creo que te encontraré en cualquier lugar: todo me recuerda a ti. Paso por los sitios en que tantas veces hemos estado, recuerdo todas tus cosas, tus ideas, tus manías, tu inmenso cariño siempre esperando lo mejor de mí, siempre esforzándote por comprenderme. Y yo, desgastado como un papel viejo, tan despistado de todo lo que significas para mí, enmarañado en una red de contradicciones abstractas, vagando en un no existir incomprensible.
Te sigo viendo, necesitando tu ser entero en todo momento, oírte hablar mientras sé que me quieres, mientras construíamos una vida. Pero yo, aislado en mi tumba no sé por qué capricho endemoniado, quizá negándome a mí mismo ignorante de mi tesoro, temiendo cuando nada tengo que temer, cuando sólo la sinceridad y la entrega son válidas, ahora sabiendo qué maravilloso es ser tu amigo, qué feliz hecho fue encontrarte, aprender de ti como aún hoy… ¿qué es sentir la vida sino amarla junto con su libertad para amar?... porque no hay barreras, no puede haberlas entre nosotros.
Me siento decepcionado, haber perdido aunque hayan sido segundos de tu amor, de la unión contigo en cuerpo y alma. Quiero luchar por conseguirte de nuevo, para restablecer la paz y la felicidad, intentar desnudar los sentimientos, la verdad y la ilusión para ti.
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