Nota a esta edición.
He estado tentado a no incluir aquí algunos de los relatos que siguen, si se les puede llamar así, porque al paso inexorable del tiempo hay que añadir un alto grado de bisoñería e inmadurez. Pero no sería justo conmigo ni con aquellas personas con las que disfruté de momentos inolvidables, vivencias que dieron pie a esos escritos, todos basados en experiencias reales. Por ello pido a los posibles lectores que no juzguen su calidad literaria, ni la mediocridad de la técnica, ni el indeciso curso de su desarrollo; en todo caso, valoren la idea de fondo que subyace, o la intención y la causa que las provocan. Ninguno de ellos pasará a la historia, pero están en “mi” historia, especialmente el más largo de ellos con estructura de cuento: “La historia del bolso que nadie quiso”; es más valioso que una parte de mi cuerpo, significó un punto y aparte en mi pensamiento y en mi forma de ver el mundo.
10 de Octubre de 2.010
EL APRENDIZ DE IGNORANTE
El aprendiz de ignorante era un tipo raro. Pensaba y pensaba creyendo que eso era lo más importante. Y ahí, en esa vida preguntona y ensimismada asentaba los cimientos de todos sus actos. Ni los que le conocían sabían nada de él; muchos renegaban de su presencia como si estuvieran ante un perro maloliente. Nunca supo lo que opinaban de su imagen ni qué juicios emitían sobre su personalidad. No creyó que consiguiera alguna vez un amigo de verdad, porque en los turbios terrenos de su mente no cabía completamente tal posibilidad. Siempre dudó qué hacer, qué le convenía, cuál era el paso decisivo. Tampoco estuvo seguro de su piel por algunos años. A veces se confundió con el aire, con el suelo, con las telarañas intactas de una casa abandonada; se identificó con todo para así renegar de sí mismo. Sabía que en alguna parte todas sus experiencias quedaban grabadas, y le obsesionaba no poder recordarlas cuando era necesario. Alguna vez tuvo ira, alguna vez gritó y protestó; en esas ocasiones tan escasas y distantes concentraba toda su indolencia.
Poco más se puede decir de él, era alguien tímido que esquivaba las aglomeraciones de gente, especulaba sobre su propia imagen a pesar de no tener jamás comprador. No hablaba si no se le pulsaba la tecla adecuada, no cantaba para nadie a pesar de tener buen oído y voz; amaba la música, y una de sus obsesiones era su dificultad para tocar algún instrumento. Ocultaba de esa manera todo aquello que los demás hubieran apreciado y mostraba, al contrario, su terco silencio, su alejamiento del mundo, la vanidad y el orgullo que pudiera tener; en fin, sólo lo negativo, no gustaba de satisfacer a nadie con sus virtudes ocultas y calladas. Era desconfiado, incluso egoísta, pero a veces generoso en extremo, tan cambiante que ni conocían sus puntos débiles. Simulaba pasividad, indiferencia, frialdad. Temía ser el centro de atención o llegar a ser el mejor en algo, se sentía a gusto siendo un segundón, con la cabeza baja tras los hombros del primero. A veces, cuando su estatura le hacía sobresalir de alguien, se encorvaba o se sentaba. Su aspecto era desaliñado, su color era el gris; era un amante de los números, sabía hacer rápidos cálculos pero no era un calculador prodigio. Tremendo aficionado a la soledad, pasaba sus ratos más amargos en ese estado, y también sus ratos más felices. En su intimidad solitaria se sentía seguro, pero nervioso, inquieto, tremendamente laborioso. Sentía pánico al sentir sus latidos, porque esto le hacía suponer que llevaba demasiado tiempo oyéndolos, y no tardaría mucho en sucumbir. Era un poco idólatra de sus cosas, las confundía consigo mismo, y le causaba gran dolor prestarlas y perderlas. Por eso mismo, daba lo que tenía, para combatir ese egoísmo.
Tremendo espectador, consumía su tiempo en ver, observar los actos de todos, sus reacciones y debilidades, los movimientos de las plantas, de los pájaros, de las nubes, todo lo que su vista formidable podía captar; asímismo, su gran deseo hubiera sido la de ser ciego a voluntad. Era pura contradicción, apreciaba tanto lo malo como lo bueno, y lo atribuía a su deprimente indiferencia por decidirse, seguro en su vida cautelosa de la que pendía su independencia. Todo lo basaba en la no impulsividad. Viajaba a menudo más allá de lo real, o de lo que parecía real, investigaba las causas de las cosas; se convertía así en un ente metafísico un poco brujo, que argumentaba con preguntas los por qué de los demás, dejándolo todo latente. Amante de lo inhóspito hasta el masoquismo, tan acostumbrado a estar solo que él mismo se producía su dolor.
Todas estas explicaciones son tema inerte si no se comprende cual era su vocación: no era tanto un devorador de libros como in intruso pesado en los caminos de la razón; su ciencia, no era objetiva, era la subjetividad que provoca el repliegue interno, las definiciones sin lógica, las respuestas imposibles de averiguar. Ahondaba en los senderos de su callada imaginación, superando el diálogo, iba más allá de toda conversación infructuosa. Aun así, era práctico, eludía las palabras innecesarias y al no poder encontrar las justas y apropiadas, pocas veces se encontraba en disposición de exponer su opinión.
Intentaba saber más y más de sí mismo, pues en principio se lo propuso como única tarea de utilidad. Pero al tiempo comprendió que el conocimiento de sí mismo lo impulsaba cada vez más lejos de los demás, siempre imprescindibles para comparar. Dudaba de la idoneidad del saber, de lo negativo de la ignorancia. Entonces recordaba el proceso de su juventud, aquellos años que con saber dos cosas creía poseer el mundo, con dos cosas estimaba abarcar todas las soluciones, después de desarrollarlas y deducir los conceptos y misterios por los que se rige el mundo. ¡Qué fácil era entonces! Con una sola idea podía abarcar todo lo sensorial y lo material. Con la otra recorría los esquemas de su cerebro, era psicólogo y filósofo a la vez. Se creía satisfecho de tener al mundo atrapado suponiendo haber llegado al conocimiento no explicado, desconocido, frente aquel impuesto después de tantos siglos.
Ahora, todo se había complicado, su confusión respecto al mundo trascendía a todo, su ansia espiritual conducía a un lamentable estado de impotencia, negación del saber, renegar de la comunicación… pero ¿cómo lograr no saber? ¿cómo llegar a ignorarlo todo? Así declaraba entonces: “Seguí un camino para apropiarme del mundo, y ese camino consistía en tener algo seguro. Ese camino me trajo fracasos, contradicciones, empequeñecimiento de mi naturaleza, disminución de mi persona. Mientras más creía saber más ignoraba, todo era inquietud”. La única alternativa era aprender a ser ignorante, llegar a no saber nada, a olvidarlo todo; no saber para no desear saber más, empezar desde cero cada minuto.
El aprendiz de ignorante no era un genio ni un idiota, ni un letrado ni un analfabeto, ni un monstruo ni un ángel, ni un héroe ni un cobarde, ni hombre ni mujer. Sólo un ser vivo repleto de nada. Más bien era un malentendido, una mente prostituida, un paranoico de la indiferencia, un amigo de la demencia, refugiado en el absurdo, en lo incomprensible, en lo ingenuo, en lo innecesario. Se había convertido en virtuoso de la frustración.
Hola Manuel.
ResponderEliminarMe gustan tus relatos, ya lo sabes, me parece que eres demasiado crítico con lo que escribes y te valoras muy poco.
Para mi es una gozada leerte, así que no te cortes y pon aquí todas estas cosas que has ido escribiendo a lo largo de la vida, las aprecio mogollón.
Un abrazo.
Hola, Gloria, gracias por tu ánimo, falta me hace porque si de verdad fuera demasiado crítico la mayoría ó todo se habría quedado para siempre en el original escrito con la Olivetti. Permanezco de continuo en la encrucijada, por un lado no quisiera que se perdieran en el limbo, y por otro su difícil lectura repleta de ideas que muchas ya no comparto, hacen que me asalte la misma duda. ¿a quién le interesan esas ideas descerebradas? En fin, como regalo personal para ti, voy a dejar unas cuantas historias, algunas las puse en el foro.
ResponderEliminarHasta luego, querida amiga.