En la Sala de Dos Hermanas el ideal hermético, unido al
efecto de transparencia y equilibrio, alcanza el cénit de perfección más señero
de nuestra Alhambra. Todo aquí se interrelaciona: sus elementos son la
consecuencia impecable de una esencialidad uniforme sugerida, más que plasmada,
por los ritmos discontinuos, las perspectivas profundísimas y los límites de
transgresión con otras dimensiones sensoriales. Esta estancia trasvasa todo lo
imaginable: su misterio elemental radica en que: siendo inmóvil su estructura,
las líneas que la conforman semejan un movimiento lindante con el vértigo; en
que, siendo inerte su composición, sus miles de resonancias la hacen viva y
quimérica, casi anatómica; en que, siendo sus motivos geométricos abstractos,
sugieren siempre lo concreto y, finalmente, en que, representando el macrocosmos,
su repercusión traspasa el signo de lo microcósmico, con lo que el hombre queda
oscilante entre los mundos que pueblan este universo, sea en su apariencia
vegetal, mineral o animal, estados que aquí carecen de consistencia rígida para
fusionarse en la unidad, alma de la cosas.
En la Sala de Dos Hermanas una enigmática fuerza de
absorción, debida a su singular arquitectura iniciática nos impulsa a la
meditación extática. Es aquí donde se comprende la idea trascendental de la filosofía
humana: esto es, que no somos nosotros agentes de la vida, sino que es la vida
agente de nosotros mismos. Que se llama vida al tránsito, no de nosotros por el
mundo, sino del mundo a través de nosotros mismos, y que este mundo, con los
objetos y estados que lo integran, no es sino la proyección de la energía
universal de la que nosotros participamos, probablemente en mayor grado que los
otros reinos de la creación, y que así como los colores no existen sin la luz
que les da vida, las cosas, objetos que nos distraen de la verdad, solo existen
en la medida en que son utilizados para la evolución de esa misma energía, que
es unitaria tanto para lo animado como para lo aparentemente inerte. El tiempo,
entonces, se nos ofrece como los distintos estados en que se nos evidencia la
energía, intrínseca a ella, pero proveniente de lo externo, antes bien como
desplazamiento espacial, como evolución de sí misma, inmóvil en decurso
cíclico. La historia, por tanto, se nos presentará, no como un desarrollo accidental,
sino como cristalizaciones de la energía, aplicada a una ignota ley biológica
de los acontecimientos. Esta Unidad, manifestada en lo distinto y discontinuo,
sea la Conciencia. Una conciencia cósmica que se nos manifiesta como arquetipo
máximo de esta sala. Estancia tal sobrepuja en fascinación y armonía a todas
las de la Alhambra.
Es en la alusión alquímica de Géminis donde hemos de
buscar la trascendencia esotérica de esta sala. Géminis rige la sexta fase
filosofal de la Gran Obra: la “coagulatio”, fijación o cristalización. Consiste
ésta en la fusión del azufre espiritual sobre el mercurio líquido,
constituyendo el cinabrio a partir de esta “boda química”. Como es sabido, el
azufre y el mercurio de la hierogamia filosofal poseen un simbolismo hermético
innumerable: las rosas roja y blanca, los principios del Sol y la Luna, del oro
y la plata, del fuego y el agua, del espíritu masculino (Ave Fénix) y del alma
femenina (Águila), cuya fusión se hallaría expresada en los dos triángulos
contrapuestos del Sello de Salomón y en el bicefalismo de águilas y leones
(Esfinge).
La Sala de Dos Hermanas es el “palacio misterioso”, “el
palacio cerrado del rey” que representa el oro vivo o filosófico, oro vil,
despreciado por los ignorantes, oculto bajo escorias que lo ocultan de los
ojos. En este palacio mora un anciano que los textos alquímicos identifican con
Saturno, pues el acto de devorar a sus hijos está en razón simbólica de los
leones, Verde y Rojo, esto es, del disolvente (azufre) y del cuerpo a disolver
(mercurio), por lo que la coloración resultante será purpúrea.
Sus dimensiones, 8 mts. de lado por 13 de alto, dan por
resultado el número aúreo (phi), clave del mundo. En ella vemos insertas las Tres
Tablas, o Tríada Hermética que integra, en los distintos planos de su
estructura, las dimensiones de la Sala:
El Cuadrado (la Inteligencia, primer arcano del
demiurgo: la Paternidad), representado en su planta cuadrada.
El Rectángulo (el Misticismo, segundo arcano del
demiurgo: La Filiedad) plasmado en dos losas gemelas del suelo.
El Círculo (la Intuición, tercer arcano del demiurgo:
la Omnipresencia) expresado en el perímetro de la bóveda.
Siete son los pisos simbólicos de la Sala hasta
culminar en la suntuosa bóveda, tránsito de la piedra filosofal, esto es, el
Pelícano, que tiene su trono en la cima de una montaña de siete escalones. Los signos
filosofales son bien patentes por toda la Sala: los rosetones, compuesto de
seis lóbulos, no son sino símbolos salomónicos, utilizados estos círculos para
el sometimiento de los djins; la enigmática flor de lis que sella los mocárabes
de la bóveda en dos tonalidades, púrpura y lapislázuli, los dos colores de la
sexta fase de la Obra, y que simboliza los cuatro elementos más la
quintaesencia o Éter; dos manos camufladas entre la espesura de estuco y que
sujetan una flor exótica abierta, el único infringimiento sobre la prohibición
coránica de no representar seres vivos. En efecto, no existe infringimiento
cuando lo representado supera la razón decorativa: estas manos cerradas
representan el poder y la Rosa del Conocimiento, espíritu y materia
armonizados.
La Sala de Dos Hermanas bastaría por ella misma a un
tratado, tal la armónica estructura de su construcción. Quede, pues, abierta la
receptividad del viajero para hallar en la contemplación de sus bellezas
aquello a lo que ni siquiera el hermetismo alcanza. Porque escrito en sus muros
está que: “sabrás mi ser, si mi hermosura miras”.
Antonio Enrique - Tratado de la Alhambra hermética
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