miércoles, 26 de noviembre de 2014

Paz del alma, una conciencia moral impuesta (F. Niezstche)




Solo se es fecundo al precio de ser rico en antítesis, solo se permanece joven a condición de que el alma no se relaje, no anhele la paz… Nada se nos ha vuelto más extraño que aquella aspiración de otro tiempo, la aspiración a la “paz del alma”, la aspiración cristiana. En muchos casos la “paz del alma” no es más que un malentendido, otra cosa, que únicamente no sabe darse un nombre más honorable.

“Paz del alma” puede ser, por ejemplo, la plácida irradiación de una animalidad rica en el terreno moral, o el comienzo de la fatiga, la primera sombra que arroja el atardecer, toda especie de atardecer. O el sosiego del convaleciente, para el que todo tiene un sabor nuevo y que está a la espera… o el estado que sigue a una intensa satisfacción de nuestra pasión dominante, el sentimiento de bienestar propio de una saciedad infrecuente. O la debilidad senil de nuestra voluntad, de nuestros apetitos, de nuestros vicios. O la pereza, persuadida por la vanidad a ataviarse con adornos morales, o la llegada de una certeza, incluso de una certeza terrible, tras una tensión y una tortura prolongadas, debidas a la incertidumbre. O la expresión de la madurez y la maestría en medio del hacer, crear, obrar, querer, la respiración tranquila, la alcanzada “libertad de la voluntad”… Crepúsculo de los ídolos, ¿quién sabe?, acaso también únicamente una especie de “paz del alma”…

Toda moral sana está regida por un instinto de la vida –un mandamiento cualquiera de la vida es cumplido con un cierto canon de “debes” y “no debes”, un obstáculo y una enemistad cualquiera en el camino de la vida quedan con ello eliminados–. La moral contranatural, es decir, casi toda moral hasta ahora enseñada, venerada y predicada, se dirige, por el contrario, precisamente contra los instintos de la vida –es una condena, a veces encubierta, a veces ruidosa e insolente, de esos instintos–. Al decir “Dios ve el corazón”, la moral dice no a los apetitos más bajos y más altos de la vida y considera a Dios enemigo de la vida… El santo en el que Dios tiene su complacencia es el castrado ideal… La vida acaba donde comienza el “reino de Dios”.



De ahí que también aquella contranaturaleza consistente en una moral que concibe a Dios como concepto antitético y como condena de la vida es tan solo un juicio de valor de la vida -¿de qué vida? ¿de qué especie de vida? –. De la vida decadente, debilitada, cansada, condenada. La moral, tal como ha sido entendida hasta ahora, es el instinto de decadencia misma, que hace de sí un imperativo; esa moral dice: “!perece!” –es el juicio de los condenados–.
    La moral, en la medida en que condena, en sí, es un error específico con el que no debe tenerse compasión alguna, ¡una idiosincrasia de degenerados que ha producido un daño indecible!... Nosotros, los inmoralistas, hemos abierto, por el contrario, nuestro corazón a toda especie de intelección, comprensión, intelección. No nos resulta fácil negar, buscamos nuestro honor en ser afirmadores.

¿Cuál puede ser nuestra única doctrina? Que al ser humano nadie le de sus propiedades, ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres y antepasados, ni él mismo. Nadie es responsable de existir, de estar hecho de éste o aquel modo, de encontrarse en estas circunstancias, en este ambiente. La fatalidad de su ser no puede ser desligada de la fatalidad de todo lo que fue y será. Él no es la consecuencia de una intención propia, de una voluntad, de una finalidad, con él no se hace el ensayo de alcanzar un “ideal de hombre” o un “ideal de felicidad” o un “ideal de moralidad”, es absurdo echar a rodar su ser hacia una finalidad cualquiera.
    Nosotros hemos inventado el concepto “finalidad”: en la realidad falta la finalidad… Se es necesario, se es un fragmento de fatalidad, se forma parte del todo, se es en el todo –no hay nada que pueda juzgar, medir, comparar, condenar nuestro ser, pues esto significaría juzgar, medir, comparar, condenar el todo…–. ¡Pero no hay nada fuera del todo! Que no se haga ya responsable a nadie, que no sea lícito atribuir el modo de ser a una causa prima, que el mundo no sea una unidad ni como sensación ni como “espíritu”.

Solo esto es la gran liberación, solo con esto queda restablecida otra vez la inocencia del devenir… El concepto de Dios ha sido hasta ahora la gran objeción contra la existencia. Nosotros negamos a Dios, negamos la responsabilidad en Dios: solo así redimimos al mundo…



¿Cómo? ¿Es el hombre solo un desacierto de Dios? ¿O Dios solo un desacierto del hombre?

Ayúdate a ti mismo: entonces te ayudarán además todos. Principio del amor al prójimo.

¡No cometamos una cobardía con nuestras acciones!, ¡no las dejemos en la estacada después de hechas! El remordimiento de conciencia es indecoroso.

¿Cómo?, ¿vosotros habéis elegido la verdad y el pecho alzado y a la vez miráis de reojo hacia las ventajas de los hombres sin escrúpulos?
Yo desconfío de todos los sistemáticos y me aparto de su camino. La voluntad de sistema es una falta de honestidad.

¿Vas corriendo delante? ¿Lo haces como pastor?, ¿o como excepción? Un tercer caso sería el que corre huyendo… Primer caso de conciencia.
¿Eres auténtico?, ¿o solo un comediante? ¿Un representante?, ¿o la cosa misma representada? En última instancia no eres más que un comediante simulado… Segundo caso de conciencia.
¿Eres tú uno que se queda mirando?, ¿o que echa una mano?, ¿o que aparta la vista, se margina?... Tercer caso de conciencia
¿Quieres ir junto a los demás?, ¿o precederlos?, ¿o caminar solo?... Hay que saber qué se quiere y que se quiere… Cuarto caso de conciencia.


Habla el desengañado: yo buscaba hombres grandes, nunca encontré más que monos de su ideal.


Friedrich Nietzsche – Crepúsculo de los dioses (o cómo se filosofa con el martillo)


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