martes, 9 de diciembre de 2014

El verdadero conocimiento de Dios es no conocerlo (Alan Watts)



En el mundo moderno, para la mayoría de nosotros, la antigua idea de Dios se ha vuelto increíble o inverosímil. En la iglesia o en la sinagoga es como si nos dirigiéramos a un personaje regio. Nuestras oraciones y peticiones se dirigen al ser representado como si fuera un rey que estuviera causando este universo en su regia, omnipotente y omnisciente sabiduría.
    El estilo del Dios a quien se venera parece diferir completamente del estilo del universo natural. A mucha gente también se le ha hecho inverosímil que la raíz del universo, el “fundamento del ser” pueda ser una persona que se preocupa por nosotros. A nuestra imaginación le desconcierta que pueda haber una “persona” que tiene total conciencia de cada una de las cosas que somos y hacemos, y que –en virtud de ese tener conciencia– nos crea.

Una de las dificultades que presenta la idea es que nos resulta enojosa. No nos sentimos cómodos si continuamente somos observados por un juez infinitamente inteligente. Pero lo que se le exige a un santo –un santo perdona siempre– no es lo que se requiere de Dios. Dios no nos perdonará a menos que nos disculpemos, uno ha de acercarse a Dios en estado de suma penitencia, porque si no puede verse recluido en las mazmorras de la corte del cielo –conocidas generalmente como infierno– para siempre jamás. A un Dios así, uno no lo invitaría a cenar. Cuando Dios mirara, uno se sentiría como traspasado de lado a lado, sentiríamos que todo el horror de nuestro pasado, todas nuestras falsedades son completamente perceptibles para él. Y, por más que él lo entendiera y lo perdonara, de todas maneras haría que uno se sintiese espantosamente mal.

Los modernos teólogos protestantes, e incluso algunos católicos, han venido hablando últimamente de la muerte de Dios y de la posibilidad de una religión irreligiosa, de una religión que no implique la creencia en Dios. Creo que sería una religión bastante diluida. Yo quisiera considerar la “teología de la muerte de Dios” de una manera totalmente diferente. Lo que ha muerto no es Dios, sino una idea de Dios, una concepción particular de Dios que ha muerto en el sentido de que se ha hecho inverosímil.



Las imágenes tangibles de Dios no son, en realidad, muy peligrosas. Las peligrosas son las imágenes de Dios que hacemos de ideas y conceptos. Tomás de Aquino, por ejemplo, definía a Dios como un ser necesario, el que es necesariamente. Éste es un concepto filosófico; pero tal concepto es un ídolo porque confunde a Dios con una idea. Cualquier cosa que pongamos, como imagen o idea, en lugar de Dios, falsifica necesariamente a Dios.

Creencia significa, en realidad, un deseo intenso. Cuando decimos “ Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra…”, lo que estamos diciendo realmente es: “Deseo fervientemente que exista Dios Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra…”. Porque si verdaderamente tenemos fe no necesitamos de la creencia, pues la fe es una actitud totalmente diferente de la creencia. La fe es un estado de apertura o de confianza, una actitud radicalmente opuesta a aferrarse. En otras palabras, una persona que sea fanática en religión, que necesite creer sin más ni más en ciertas proposiciones referentes a la naturaleza de Dios y del universo, es una persona que en modo alguno tiene fe; está aferrándose.

El diseño de muchas iglesias se asemeja al de las cortes reales o a un tribunal. Pero ¿necesita Dios de todo eso? ¿Dios es alguien que asume la actitud agresiva del rey en su corte, donde todos deben postrarse, o bien la del juez que golpea con su mazo e interpreta la ley? ¡Qué ridiculez! Un Dios de tal manera concebido es un ídolo que manifiesta la ausencia de fe de todos aquellos que le adoran, desde el momento en que no demuestran una actitud de confianza. Se aferran a esas reglas, a esas concepciones, sin tener ninguna adaptabilidad fundamental a la vida.



Podríamos decir que un buen científico tiene más fe que una persona religiosa, porque el buen científico dice: “Resulte la verdad lo que resultare, mi mente está abierta a la verdad. No tengo ideas preconcebidas, pero mi mente alberga algunas hipótesis referentes a lo que puede ser la verdad y mi intención es ponerlas a prueba”. Y la prueba consiste en abrir todos los sentidos a la realidad y descubrir qué es esa realidad. Tiene que tener fe en su propio cerebro, en sí mismo; en que su organismo es fidedigno y capaz de determinar la realidad, la verdad… lo que es.

Tenemos que creer en nuestra razón, en nuestra lógica, en nuestra inteligencia, aunque no podamos efectuar sobre nosotros mismos una verificación definitiva que nos asegure que operamos de manera adecuada. Por consiguiente, se podría decir que la suprema imagen de Dios es lo invisible que hay detrás de los ojos, el espacio vacío, lo desconocido, lo que no se puede tocar ni ver. ¡Eso es Dios! Y de eso no tenemos imagen. No sabemos lo que es, pero es algo en lo que tenemos que confiar.

Esa confianza en un Dios a quien no se puede concebir en modo alguno es una forma de fe muy superior al fervoroso aferrarse a un Dios de quien tenemos una concepción definida. No te aferres a nada espiritual. No te aferres al agua, porque con cuanto más empeño la cojas, con tanta mayor rapidez se te escurrirá entre los dedos. Hay que dejar salir el aliento. Ése es el acto de fe, exhalar y saber que la respiración volverá. La palabra budista “nirvana” significa exhalar; dejarse ir es la actitud fundamental de la fe.

Uno de los libros más fundamentales de la espiritualidad cristiana, la “Theología Mística” de Dionisio el Areopagita, explica que el supremo conocimiento de Dios se logra a través de lo que él llama agnostos, que significa desconocer. Quizá se pueda alcanzar y mantener por medio del amor, pero nunca por medio del pensamiento. El conocimiento positivo, del Tao, de Dios o de la realidad eterna, implica una experiencia inmediata y momentánea. Nunca puede expresarse en palabras, y cualquier intento de hacerlo se convierte, sencillamente, en otro aspecto de la trampa.


Se conoce a Dios de la manera más profunda, de la más verdadera, no conociendo a Dios.


Alan Watts – Nueve Meditaciones

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