lunes, 8 de mayo de 2017

Hay un país en España que ya no es (Sergio del Molino)


Los humanos no sabemos vivir fuera de nuestro grupo. Es una ventaja evolutiva por la que hemos pagado un precio muy alto en guerras y matanzas. En las sociedades urbanas y complejas la tribu es cada vez menos reconocida, nos cuesta encontrar a los nuestros. ¿Quiénes son? ¿Los compatriotas? Demasiado diversos. Tengo mucho más en común con un escritor treintañero de Melbourne que con mi vecino. ¿Nuestros compañeros de trabajo? Difícil, aunque la clase obrera ha sido una de las tribus más exitosas de los últimos cien años. ¿Los de mi sexo, los que hablan mi lengua, los de mi religión, la gente de mi edad, los que están en mi tramo de renta, los de mi tendencia sexual, los que tienen hijos, los que no los tienen? Vivimos en sociedades tan complejas que han sustituido las lealtades tribales por afinidades cambiantes y sutiles que vienen a ser sucedáneos de tribu.
    Estos sucedáneos tienen dos ventajas: no nos obligan a ir a la guerra contra la tribu vecina y son, en buena medida electivos. Muchas de estas afinidades tienen que ver con gustos adquiridos, como el equipo de fútbol o la música. Esa riqueza y mutación solo es posible en las ciudades; cuanto más grande es la ciudad en que se vive, más posibilidades hay de tejer afinidades en muchas más direcciones y niveles.




Hay dos Españas. Hay una España urbana y europea, y una España interior y despoblada, que he llamado España vacía. La comunicación entre ambas ha sido y es difícil. A menudo, parecen países extranjeros el uno del otro. Y, sin embargo. La España urbana no se entiende sin la vacía. Los fantasmas de la segunda están en las casas de la primera.

Toda civilización es, por necesidad, urbana, pero cada una tiene formas distintas de integrar o de ignorar ese espacio en blanco que hay entre ciudades, y la forma que elige depende mucho de cuánta gente y de qué tipo vive en ese espacio en blanco. En la España peninsular siempre han sido muy pocos y muy pobres, desperdigados por una meseta de clima hostil, y esta circunstancia tan básica ha marcado una historia de crueldad y desprecio que influye fuertemente en el país tal y como es hoy. El mundo actual es urbano, no solo en términos demográficos y de geografía política, sino en su concepto.

España ha sido un país eminentemente rural hasta bien entrado el siglo XX. Aún hoy más de la mitad de su territorio es rural, aunque el 80% de la población viva en ciudades. El Gran trauma consiste en que el país se urbanizó en un instante. En menos de veinte años, las ciudades duplicaron y triplicaron su tamaño, mientras vastísimas extensiones del interior se terminaron de vaciar y entraron en el declive rural. Entre 1950 y 1970 se produjo el éxodo. Las capitales se colapsaron y los constructores no dieron abasto para levantar bloques de casas baratas en las periferias, que se llenaron de chabolas. En muy poco tiempo, el campo quedó abandonado. Miles de aldeas desaparecieron y otras miles quedaron como residencia de ancianos, sin ninguna actividad económica y sin los servicios más elementales. El paisaje que ha pintado ese Gran Trauma define el país y ha dejado una huella enorme en sus habitantes. Hay una España vacía en la que vive un puñado de españoles, pero hay otra España vacía que vive en la mente y la memoria de millones de españoles.




Todas las tensiones entre lo urbano y lo rural se han sufrido en España con un dramatismo raro y exótico, pero, sobre todo, hay una forma de mirar y de mirarse a sí mismos que es difícil de comprender en otros contextos geográficos. Un odio. Un autoodio.

El mito de Babel persiste: narra la historia de cómo los humanos se corrompieron al construir ciudades. La ciudad es lo falso, lo contaminado, lo pecaminoso, la muerte. El campo es lo verdadero, lo puro, lo virtuoso, la vida. Lo curioso es que, con el tiempo, los españoles han invertido los términos; hay una corriente de fondo que observa el campo como un espacio salvaje. La civilización frente a la barbarie; otro mito, éste más reciente y asociado a la expansión de las ideas liberales y progresistas.

Cuando se instituyeron las Comunidades Autónomas hubo discusiones agrias sobre la capitalidad de algunas. Los nacionalistas locales consideraban que la ciudad más grande, la que tradicionalmente había sido la capital, no representaba la esencia de la región. Su crecimiento urbano la había desarraigado, tenía demasiada mezcla y poco sabor vernáculo. En general, esas comunidades escogieron ciudades secundarias con valor histórico. Al final, la España vacía es eso, un frasco de esencias. Aunque esté casi vacío, conserva perfumes porque se ha cerrado muy bien.




En total, la España vacía ocupa un 53% del territorio y viven el 15% de la población. El abismo que separa la España llena de la España vacía es demasiado grande. Probablemente no se borre nunca. Conforme pasa el tiempo y los españoles se alejan más y más de sus orígenes rurales, las mitologías familiares que componen esa España vacía metal también se diluyen. En parte se hacen más fuertes, porque los mitos son más mitos cuanto más brumosa es su narrativa. A medida que se pierden fechas, nombres y referencias concretas, se gana en sugestión y en capacidad para amarrar nuevas identidades, pero también va a persistir el estigma o las huellas del Gran Trauma. Son demasiado siglos de mirar al campo con una misma crueldad.

La recreación consciente y sofisticada de la mitología de la España vacía, la construcción de identidades originales desde la ciudad con una mirada a los mitos heredados, que se reconstruyen y se reinventan con una libertad enorme, es el estadio último de la descomposición de un país, una forma sutil y casi invisible de levantar una patria imaginaria. Todas las patrias lo son, pero se imaginan sobre batallas, reyes y revoluciones. Esta nueva patria se levanta, en cambio, sobre silencios, carraspeos y álbumes de familia. Más que una patria es un aire. Y creo que es lo más parecido a un patriotismo eficaz que ha vivido España en siglos.




La España vacía, vacía sin remedio, imposible ya de llenar, se ha vuelto presencia en la España urbana. Tantas cosas remiten a sus huecos. Distorsionamos los recuerdos para mantenerlos vivos y legarlos a nuestros hijos.
    Hay un país en España que ya no es, pero a veces parece más fuerte y más sólido que el país que es, tan negado a sí mismo, tan arrugado en sus propias vergüenzas, tan asediado por las otras patrias que se levantan orgullosas.

Ahora que algunas formas de patriotismo renacen y que el país parece que va a cambiar de nuevo con brusquedad, tomar conciencia de la forma casi augusta en la que hemos tomado café en nuestra calle ruidosa puede ayudarnos a decidir si queremos de verdad vender nuestro piso y marcharnos.


Es muy difícil que la despoblación se corrija, como difícil es que aparezca en el orden del día de la discusión pública, pero si algunos toman conciencia de lo peculiar que es España y escuchan los ruidos que llegan desde el yermo, tal vez seamos capaces de imaginar una convivencia que tenga en cuenta las rarezas demográficas y sentimentales de este trozo de tierra al sur de Europa. Hemos sabido romper la inercia de la crueldad y el desprecio de los siglos. Nos falta darnos cuenta y hacer algo con esa conciencia.


Sergio del Molino. La España vacía. Viaje por un país que nunca fue.

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