Los humanos no sabemos
vivir fuera de nuestro grupo. Es una ventaja evolutiva por la que hemos pagado
un precio muy alto en guerras y matanzas. En las sociedades urbanas y complejas
la tribu es cada vez menos reconocida, nos cuesta encontrar a los nuestros.
¿Quiénes son? ¿Los compatriotas? Demasiado diversos. Tengo mucho más en común
con un escritor treintañero de Melbourne que con mi vecino. ¿Nuestros
compañeros de trabajo? Difícil, aunque la clase obrera ha sido una de las
tribus más exitosas de los últimos cien años. ¿Los de mi sexo, los que hablan
mi lengua, los de mi religión, la gente de mi edad, los que están en mi tramo
de renta, los de mi tendencia sexual, los que tienen hijos, los que no los
tienen? Vivimos en sociedades tan complejas que han sustituido las lealtades
tribales por afinidades cambiantes y sutiles que vienen a ser sucedáneos de
tribu.
Estos sucedáneos tienen dos ventajas: no
nos obligan a ir a la guerra contra la tribu vecina y son, en buena medida
electivos. Muchas de estas afinidades tienen que ver con gustos adquiridos, como
el equipo de fútbol o la música. Esa riqueza y mutación solo es posible en las
ciudades; cuanto más grande es la ciudad en que se vive, más posibilidades hay
de tejer afinidades en muchas más direcciones y niveles.
Hay dos Españas. Hay una
España urbana y europea, y una España interior y despoblada, que he llamado
España vacía. La comunicación entre ambas ha sido y es difícil. A menudo,
parecen países extranjeros el uno del otro. Y, sin embargo. La España urbana no se
entiende sin la vacía. Los fantasmas de la segunda están en las casas de la
primera.
Toda civilización es, por
necesidad, urbana, pero cada una tiene formas distintas de integrar o de
ignorar ese espacio en blanco que hay entre ciudades, y la forma que elige
depende mucho de cuánta gente y de qué tipo vive en ese espacio en blanco. En la España peninsular siempre
han sido muy pocos y muy pobres, desperdigados por una meseta de clima hostil,
y esta circunstancia tan básica ha marcado una historia de crueldad y desprecio
que influye fuertemente en el país tal y como es hoy. El mundo actual es
urbano, no solo en términos demográficos y de geografía política, sino en su
concepto.
España ha sido un país
eminentemente rural hasta bien entrado el siglo XX. Aún hoy más de la mitad de
su territorio es rural, aunque el 80% de la población viva en ciudades. El Gran
trauma consiste en que el país se urbanizó en un instante. En menos de veinte
años, las ciudades duplicaron y triplicaron su tamaño, mientras vastísimas
extensiones del interior se terminaron de vaciar y entraron en el declive
rural. Entre 1950 y 1970 se produjo el éxodo. Las capitales se colapsaron y los
constructores no dieron abasto para levantar bloques de casas baratas en las
periferias, que se llenaron de chabolas. En muy poco tiempo, el campo quedó
abandonado. Miles de aldeas desaparecieron y otras miles quedaron como
residencia de ancianos, sin ninguna actividad económica y sin los servicios más
elementales. El paisaje que ha pintado ese Gran Trauma define el país y ha
dejado una huella enorme en sus habitantes. Hay una España vacía en la que vive
un puñado de españoles, pero hay otra España vacía que vive en la mente y la
memoria de millones de españoles.
Todas las tensiones entre
lo urbano y lo rural se han sufrido en España con un dramatismo raro y exótico,
pero, sobre todo, hay una forma de mirar y de mirarse a sí mismos que es
difícil de comprender en otros contextos geográficos. Un odio. Un autoodio.
El mito de Babel persiste:
narra la historia de cómo los humanos se corrompieron al construir ciudades. La
ciudad es lo falso, lo contaminado, lo pecaminoso, la muerte. El campo es lo
verdadero, lo puro, lo virtuoso, la vida. Lo curioso es que, con el tiempo, los
españoles han invertido los términos; hay una corriente de fondo que observa el
campo como un espacio salvaje. La civilización frente a la barbarie; otro mito,
éste más reciente y asociado a la expansión de las ideas liberales y
progresistas.
Cuando se instituyeron las
Comunidades Autónomas hubo discusiones agrias sobre la capitalidad de algunas.
Los nacionalistas locales consideraban que la ciudad más grande, la que
tradicionalmente había sido la capital, no representaba la esencia de la
región. Su crecimiento urbano la había desarraigado, tenía demasiada mezcla y
poco sabor vernáculo. En general, esas comunidades escogieron ciudades
secundarias con valor histórico. Al final, la España vacía es eso, un frasco de esencias.
Aunque esté casi vacío, conserva perfumes porque se ha cerrado muy bien.
En total, la España vacía ocupa un 53%
del territorio y viven el 15% de la población. El abismo que separa la España llena de la España vacía es demasiado
grande. Probablemente no se borre nunca. Conforme pasa el tiempo y los
españoles se alejan más y más de sus orígenes rurales, las mitologías
familiares que componen esa España vacía metal también se diluyen. En parte se
hacen más fuertes, porque los mitos son más mitos cuanto más brumosa es su
narrativa. A medida que se pierden fechas, nombres y referencias concretas, se
gana en sugestión y en capacidad para amarrar nuevas identidades, pero también
va a persistir el estigma o las huellas del Gran Trauma. Son demasiado siglos
de mirar al campo con una misma crueldad.
La recreación consciente y
sofisticada de la mitología de la
España vacía, la construcción de identidades originales desde
la ciudad con una mirada a los mitos heredados, que se reconstruyen y se
reinventan con una libertad enorme, es el estadio último de la descomposición
de un país, una forma sutil y casi invisible de levantar una patria imaginaria.
Todas las patrias lo son, pero se imaginan sobre batallas, reyes y
revoluciones. Esta nueva patria se levanta, en cambio, sobre silencios,
carraspeos y álbumes de familia. Más que una patria es un aire. Y creo que es
lo más parecido a un patriotismo eficaz que ha vivido España en siglos.
Hay un país en España que ya no es, pero a
veces parece más fuerte y más sólido que el país que es, tan negado a sí mismo,
tan arrugado en sus propias vergüenzas, tan asediado por las otras patrias que
se levantan orgullosas.
Ahora que algunas formas
de patriotismo renacen y que el país parece que va a cambiar de nuevo con
brusquedad, tomar conciencia de la forma casi augusta en la que hemos tomado
café en nuestra calle ruidosa puede ayudarnos a decidir si queremos de verdad vender
nuestro piso y marcharnos.
Es muy difícil que la
despoblación se corrija, como difícil es que aparezca en el orden del día de la
discusión pública, pero si algunos toman conciencia de lo peculiar que es
España y escuchan los ruidos que llegan desde el yermo, tal vez seamos capaces
de imaginar una convivencia que tenga en cuenta las rarezas demográficas y
sentimentales de este trozo de tierra al sur de Europa. Hemos sabido romper la
inercia de la crueldad y el desprecio de los siglos. Nos falta darnos cuenta y
hacer algo con esa conciencia.
Sergio del Molino. La España vacía. Viaje por un país que nunca fue.
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