La opción profunda es
tomarse en serio las cosas importantes –que son muy pocas– y reírse de todas
las demás. Creo que en el ser humano funcionan dos grandes motivaciones
contradictorias; una, la búsqueda del bienestar, que nos lleva a ser
conservadores; otra, el deseo de ampliar nuestras posibilidades, que nos lleva
a la invención, la exploración y el riesgo. El asunto está en cómo dosificar
ambas cosas; para ambas necesitamos la ayuda de la comunidad. La búsqueda de la
felicidad privada solo es posible integrándola en un proyecto colectivo que, a
su vez, exige sacrificios a las personas concretas.
Ni existe la “libertad” en
abstracto, ni somos “libres”. Lo más que podemos hacer es “liberarnos” de
cosas: de la coacción ajena, del miedo, de las pasiones, de la ignorancia, de
la pereza… A veces queremos liberarnos también de las responsabilidades, y eso
es más peligroso, porque suele afectar a otras personas. Creo que ha habido una
exaltación de la mediocridad, justificada por el miedo a los “superhombres”.
Era una defensa de la igualdad de todos los seres humanos. Después de la lucha
por la igualdad, ahora debemos empeñarnos en una “lucha por la distinción”.
Somos iguales, tan solo, en los derechos fundamentales, y deberíamos serlo en
la igualdad de oportunidades sociales a la hora de emprender la salida. Pero
nunca en una igualdad de llegada, porque entre la salida y la llegada está el
esfuerzo propio, la calidad, el mérito, la bondad y muchas más cosas que
tenemos que recuperar.
La inteligencia se
desarrolla mediante el esfuerzo personal y dentro de un contexto, tiene
relación con inventar o descubrir nuevas posibilidades. Esto proporciona una
visión abierta de la realidad, que está a medio definir, pendiente de lo que
hagamos los seres humanos con ella. En efecto, el fin último de la inteligencia
es la felicidad; el máximo grado de la inteligencia es la bondad, es el mejor
medio de asegurar la felicidad personal y la dignidad de la convivencia. Lo que
intento es definir y descubrir un modo de inteligencia más profundo que tiene
como gran finalidad crear el mundo de la dignidad, de la justicia, y que consiga
aumentar las posibilidades personales de todos.
Para no perder el ánimo
hay que luchar, ante todo, contra la ley de la gravedad que nos hace siempre
caer. Y en eso consiste la creación: en sacudir la inercia, mantener a pulso la
libertad, nadar contracorriente, cuidar el estilo, decir una palabra amable,
defender un derecho, inventar un chiste, hacer un regalo, reírse de uno mismo,
tomarse en serio las cosas serias. Solo así podremos evitar el desánimo,
mantener el vuelo.
La tozudez y la obstinación no son
comportamientos inteligentes. La voluntad es una negociación entre nuestros
deseos, nuestros proyectos y el coeficiente de adversidad que pone la realidad.
Una forma de conseguirlo es la creación de hábitos firmes. La “nueva voluntad”
es el resultado de un proceso constructivo que se da en el tiempo. La voluntad
es el modo inteligente de dirigir el comportamiento. No consiste siempre en
esforzarse, empeñarse, obstinarse. Consiste en obedecer las indicaciones de la
inteligencia. Unas veces habrá que esforzarse y otras que descansar, unas veces
ser autosuficiente y otras pedir ayuda, unas veces luchar y otras prescindir.
La gran inteligencia es tenaz y flexible, dramática y bienhumorada, racional y
poética, lógica y psicológica. Hace falta una gran energía para pensar bien, un
gran entrenamiento y una resistencia de cazador. El gran enemigo de la
inteligencia es casi siempre la pereza.
La voluntad es la
inteligencia aplicada a la motivación. Lo que pretendemos no es la voluntad por
la voluntad, sino un comportamiento inteligente. La verdadera educación
afectiva y ética debería conseguir una sintonía entre la personalidad y los
valores adecuados, que éstos se realizaran sin esfuerzo.
Durante siglos en
Occidente hemos pensado que la función principal de la inteligencia era conocer
y que su culminación se encuentra en la ciencia. Ha sido un disparate y, sobre
todo, ha contribuido a nuestra desdicha. Hemos glorificado a los científicos y
a los técnicos, a pesar de que muchas veces resultan ignorantes vitales y
afectivos. La inteligencia humana es esencialmente práctica. Su meta final es
la felicidad y la dignidad de la convivencia. Los problemas prácticos no se
resuelven cunado se conoce la solución, sino cuando se pone en práctica, que
suele ser lo difícil.
La inteligencia que
llamamos “ultramoderna” se ocupa de lo individual y de lo universal, del hecho
y del sentimiento, de la ciencia y de la poesía, del conocimiento y de la
acción. A eso me refiero cuando digo que su gran objetivo no es el conocimiento,
sino la felicidad.
José A. Marina – Hablemos de la vida
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