Los descubrimientos realizados durante los últimos años
han demostrado que la simplificada versión darviniana de una evolución humana
en un solo sentido está, probablemente, muy alejada de la verdad. La mayoría de
los antropólogos actuales piensan que el hombre de Neandertal representa una
rama “interrumpida” del árbol genealógico de la humanidad. Sin embargo, nos
dejó los primeros indicios de la sensibilidad social y religiosa del hombre.
Largo tiempo ridiculizado y desdeñado como símbolo de brutalidad subhumana,
ahora parece digno de ser considerado, al menos, como nuestro primo. Pues
¿quién de nosotros se negaría a reconocer a un pariente que enterraba a sus
muertos con ofrendas y flores?
En cuanto a si
su pesada frente cambió por sí sola o s su estirpe se mezcló en algún momento
con una raza inconstante que se multiplicó a sus expensas, o si se extinguió o
fue eliminada, no tenemos manera de saberlo. Solo sabemos que se desvaneció… y
que una raza acusadamente distinta, a la que llamamos Homo sapiens o de Cro-Magnon
apareció en escena, entre 35.000 y 25.000 A .C.
Esta raza fue
la progenitora del hombre moderno. Sentó las bases de todas las civilizaciones
que heredamos. Abundantes restos revelan unos hombres altos y vigorosos, tenían
la cara estrecha y angulosa, alta la frente y un cerebro sumamente
desarrollado, pues su capacidad craneana era de 1.590 a 1.715 cm3, mientras que la
nuestra es solo de 1.400. ¿Acaso provenían de otro planeta?
Según cree desde hace mucho tiempo la Ciencia y, en particular, la Biología evolucionista, la Naturaleza no da
grandes saltos y sus criaturas pasan lentamente de una forma a otra. Según esta
teoría, el hombre de Cro-Magnon debió de emplear cientos de siglos en adquirir
la habilidad cerebral y manual que poseía cuando llegó a nuestro conocimiento.
Pero no hay el menor indicio –ni en su cráneo ni en sus artefactos- de este
largo y teórico período de transición. Parece como si el hombre de Cro-Magnon
se hubiese presentado sin previo aviso.
Y no cambiaron
mucho después de su aparición. El hombre actual, el manipulador de la energía
atómica, el astronauta que vuela a velocidades supersónicas, no tiene un
cerebro ni un cuerpo mejores que sus antepasados, que sustituyeron a los neandertalenses
en las cavernas de Europa. La evolución, en todos sus aspectos, se detuvo en
los tiempos del hombre de Cro-Magnon. Esto sugiere elocuentemente que fue fruto
de otra infusión de gérmenes, o que vino realmente a nuestro mundo, para
establecerse en él y colonizarlo. Consideremos las sorprendentes pruebas de sus
logros, sin que las acompañe el menor indicio de que lo consiguieran gradualmente.
Empleando los
mismos y toscos materiales de que disponían sus predecesores, crearon una serie
de utensilios absolutamente nuevos. Empleando huesos, madera, marfil, además de
piedras, confeccionó pulidores, morteros, hachas, cepillos, barrenos,
cuchillos, cinceles, lanzas, yunques, anzuelos, lámparas para alumbrarse…;
tenían una habilidad sin precedentes para registrar los acontecimientos y
recordar cuándo debía esperar su repetición.
¿Por qué y cómo empezó el hombre a vivir una extraña y rica vida mental,
con aspectos artísticos que de poco servían para la lucha supuestamente brutal
por la existencia? ¿Dónde se inició la evolución de su talento?
Poco sabemos
sobre la causa de que el hombre llegase a la hominización. Nunca se había
producido una novedad de evolución comparable a la suya. El hombre –el hombre
imperfecto y transitorio– lleva en su interior una misteriosa chispa del primer
rayo que dividió el vacío. Solo él puede caminar erguido hacia su propia muerte
y determinar la suerte del mundo impulsado por cosas tan intangibles como la
verdad y el amor. No se ha dado ninguna explicación adecuada de la existencia
de un cerebro tan grande como el del hombre. El cerebro humano tiene que
aprender por experiencia, debe llegar a dominar el mágico instrumento del
lenguaje, y los lazos familiares tuvieron que fortalecerse para sostener algo
más que los apareamientos periódicos.
El hombre existe gracias a un amor más continuado que en
cualquier otra forma de vida. ¿Qué otra cosa, sino el amor, el altruismo y la
sabiduría nos ha sostenido durante al aún breve trayecto del viaje humano? Sin
embargo, el hombre tiene también malas cualidades únicas. La crueldad fríamente
calculada, la avaricia, la soberbia, el afán de poder, ¿se encuentran acaso en
otros animales? El cerebro humano, por magnífico que sea, aún lleva dentro otro
cerebro más viejo y más ruin –podríamos llamarlo un resto fósil– encaminado a
ayudar a la criatura en su lucha por alcanzar la hominización, y que el hombre
sigue arrastrando desde las sombras del pasado, gracias a cuyas características
conservamos antaño la vida. Rasgos como el miedo a lo desconocido, como la
agresión, agudizada por la
Naturaleza tras dos millones de años de vagar por el mundo
sometidos a toda clase de peligros; o como las chispas de una ira irracional,
de frustraciones, de ocasionales absurdos, que todavía son como ecos de una
vieja máquina bestial.
Ciertamente se
ha sugerido que el desarrollo del cerebro humano se produjo tan de prisa y
llegó tan lejos, que ha desembocado en un resultado patológico. Cabía esperar
un desarrollo evolutivo que transformase gradualmente el primitivo y viejo
cerebro en un instrumento más perfeccionado. En vez de esto, la evolución
superpuso una estructura nueva y superior a la antigua, duplicando en parte sus
funciones y sin dar a la nueva un claro control sobre la antigua.
Pero tal vez
no fue todo evolución. Tal vez este fenómeno de superposición de un cerebro
sobre otro fue el resultado del cruzamiento de criaturas subhumanas con seres
mucho más refinados de otro planeta. La mejor faceta de nuestra naturaleza
humana podía ser un don de aquéllos. Los neurólogos dicen que las zonas del
cerebro más recientemente adquiridas y menos especializadas, las “zonas
silenciosas”, son las últimas en madurar. Tal vez aún no han madurado todas.
Con buenas razones, algunos especialistas del cerebro creen que éste puede
tener otras facultades en potencia, que solo se revelarán en razas futuras. Tal
vez albergamos en nuestro interior maravillas más grandes que todas las que
conocemos.
Además, si la ayuda vino del exterior en tiempos pasados,
puede volver. Tanto si pensamos en un dios bajado a la Tierra , como en un hombre
que tiende a divinizarse, el fenómeno en sí supone un espléndido sueño. Tal vez
nuestra percepción mejorará a medida que vamos evolucionando. Tal vez
desarrollemos esa facultad desconocida que permite a unos cuantos niños
prodigio y otras personas peculiarmente dotadas realizar cosas fenomenales sin
gran adiestramiento. Telepatía y telequinesia, ¿pueden ser otras capacidades
innatas, desarrolladas en nuestros amigos del espacio exterior?
El hombre es
incompleto, dijeron los sabios. Tal vez es la sombra tridimensional de su ser
total de cinco dimensiones. Entonces, lo mejor estaría aún en el futuro. Algún
día estaremos más vivos, más despiertos que cualquier criatura conocida hasta
la fecha. Mientras tanto, debemos mantenernos flexibles y seguir interrogando,
adivinando, hasta la cima de nuestras más altas esperanzas y un poco más allá.
Si nos atrevemos a hacer un pronóstico aún más audaz, nuestra predicción
resultará acertada, más allá de cuanto podíamos sospechar.
Alan y Sally Landsburg – En busca de antiguos misterios
(1974)
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