Solo se es fecundo al
precio de ser rico en antítesis, solo se permanece joven a condición de que el
alma no se relaje, no anhele la paz… Nada se nos ha vuelto más extraño que
aquella aspiración de otro tiempo, la aspiración a la “paz del alma”, la
aspiración cristiana. En muchos casos la “paz del alma” no es más que un
malentendido, otra cosa, que únicamente no sabe darse un nombre más honorable.
“Paz del alma” puede ser,
por ejemplo, la plácida irradiación de una animalidad rica en el terreno moral,
o el comienzo de la fatiga, la primera sombra que arroja el atardecer, toda
especie de atardecer. O el sosiego del convaleciente, para el que todo tiene un
sabor nuevo y que está a la espera… o el estado que sigue a una intensa
satisfacción de nuestra pasión dominante, el sentimiento de bienestar propio de
una saciedad infrecuente. O la debilidad senil de nuestra voluntad, de nuestros
apetitos, de nuestros vicios. O la pereza, persuadida por la vanidad a
ataviarse con adornos morales, o la llegada de una certeza, incluso de una certeza
terrible, tras una tensión y una tortura prolongadas, debidas a la
incertidumbre. O la expresión de la madurez y la maestría en medio del hacer,
crear, obrar, querer, la respiración tranquila, la alcanzada “libertad de la
voluntad”… Crepúsculo de los ídolos, ¿quién sabe?, acaso también únicamente una
especie de “paz del alma”…
Toda moral sana está
regida por un instinto de la vida –un mandamiento cualquiera de la vida es
cumplido con un cierto canon de “debes” y “no debes”, un obstáculo y una enemistad
cualquiera en el camino de la vida quedan con ello eliminados–. La moral
contranatural, es decir, casi toda moral hasta ahora enseñada, venerada y
predicada, se dirige, por el contrario, precisamente contra los instintos de la
vida –es una condena, a veces encubierta, a veces ruidosa e insolente, de esos
instintos–. Al decir “Dios ve el corazón”, la moral dice no a los apetitos más
bajos y más altos de la vida y considera a Dios enemigo de la vida… El santo en
el que Dios tiene su complacencia es el castrado ideal… La vida acaba donde
comienza el “reino de Dios”.
De ahí que también aquella
contranaturaleza consistente en una moral que concibe a Dios como concepto
antitético y como condena de la vida es tan solo un juicio de valor de la vida
-¿de qué vida? ¿de qué especie de vida? –. De la vida decadente, debilitada,
cansada, condenada. La moral, tal como ha sido entendida hasta ahora, es el
instinto de decadencia misma, que hace de sí un imperativo; esa moral dice:
“!perece!” –es el juicio de los condenados–.
La moral, en la medida en que condena, en
sí, es un error específico con el que no debe tenerse compasión alguna, ¡una
idiosincrasia de degenerados que ha producido un daño indecible!... Nosotros,
los inmoralistas, hemos abierto, por el contrario, nuestro corazón a toda
especie de intelección, comprensión, intelección. No nos resulta fácil negar,
buscamos nuestro honor en ser afirmadores.
¿Cuál puede ser nuestra
única doctrina? Que al ser humano nadie le de sus propiedades, ni Dios, ni la
sociedad, ni sus padres y antepasados, ni él mismo. Nadie es responsable de
existir, de estar hecho de éste o aquel modo, de encontrarse en estas
circunstancias, en este ambiente. La fatalidad de su ser no puede ser desligada
de la fatalidad de todo lo que fue y será. Él no es la consecuencia de una
intención propia, de una voluntad, de una finalidad, con él no se hace el
ensayo de alcanzar un “ideal de hombre” o un “ideal de felicidad” o un “ideal
de moralidad”, es absurdo echar a rodar su ser hacia una finalidad cualquiera.
Nosotros hemos inventado el concepto
“finalidad”: en la realidad falta la finalidad… Se es necesario, se es un
fragmento de fatalidad, se forma parte del todo, se es en el todo –no hay nada
que pueda juzgar, medir, comparar, condenar nuestro ser, pues esto significaría
juzgar, medir, comparar, condenar el todo…–. ¡Pero no hay nada fuera del todo!
Que no se haga ya responsable a nadie, que no sea lícito atribuir el modo de
ser a una causa prima, que el mundo no sea una unidad ni como sensación ni como
“espíritu”.
Solo esto es la gran
liberación, solo con esto queda restablecida otra vez la inocencia del devenir…
El concepto de Dios ha sido hasta ahora la gran objeción contra la existencia.
Nosotros negamos a Dios, negamos la responsabilidad en Dios: solo así redimimos
al mundo…
¿Cómo? ¿Es el hombre solo
un desacierto de Dios? ¿O Dios solo un desacierto del hombre?
Ayúdate a ti mismo:
entonces te ayudarán además todos. Principio del amor al prójimo.
¡No cometamos una cobardía
con nuestras acciones!, ¡no las dejemos en la estacada después de hechas! El
remordimiento de conciencia es indecoroso.
¿Cómo?, ¿vosotros habéis
elegido la verdad y el pecho alzado y a la vez miráis de reojo hacia las
ventajas de los hombres sin escrúpulos?
Yo desconfío de todos los
sistemáticos y me aparto de su camino. La voluntad de sistema es una falta de
honestidad.
¿Vas corriendo delante?
¿Lo haces como pastor?, ¿o como excepción? Un tercer caso sería el que corre
huyendo… Primer caso de conciencia.
¿Eres auténtico?, ¿o solo
un comediante? ¿Un representante?, ¿o la cosa misma representada? En última
instancia no eres más que un comediante simulado… Segundo caso de conciencia.
¿Eres tú uno que se queda
mirando?, ¿o que echa una mano?, ¿o que aparta la vista, se margina?... Tercer
caso de conciencia
¿Quieres ir junto a los
demás?, ¿o precederlos?, ¿o caminar solo?... Hay que saber qué se quiere y que
se quiere… Cuarto caso de conciencia.
Habla el desengañado: yo buscaba hombres grandes, nunca encontré más que monos de su ideal.
Friedrich Nietzsche – Crepúsculo de los dioses (o cómo se filosofa con el martillo)