De todas las fuentes de la
religión, la suprema y final crisis de la vida, esto es, la muerte, es la que
reviste importancia mayor. La muerte es la puerta de entrada al otro mundo en
un sentido que no solo es el literal. El hombre ha de entregar su vida en la
sombra de la muerte, y el que se agarra a la vida y goza de su plenitud tiene
que temer la amenaza de su final. Y el que se enfrenta con la muerte se vuelve
a la promesa de la vida.
La muerte y su negación
–“la inmortalidad”- han formado siempre el más acerbo tema de los
presentimientos del hombre. La extrema complejidad de las reacciones emotivas
hacia la vida encuentra por necesidad su paralelo a la actitud que el hombre
muestra para con la muerte. Sin embargo, lo que durante toda la vida se habrá
prolongado por un largo espacio de tiempo y manifestado en una sucesión de
experiencias y sucesos, aquí da en su fin,
y se condensa en una sola crisis que produce una violenta explosión de
manifestaciones religiosas.
El hombre teme a la muerte
de manera intensa, lo que probablemente sea el resultado de ciertos instintos
que, profundamente asentados, son comunes a los animales y al hombre. No quiere
darse cuenta de que la muerte es un fin, ni puede enfrentarse con la idea de la
completa cesación, de la aniquilación. Atendiendo a la idea de un espíritu y de
una existencia espiritual, el hombre consigue la confortadora creencia en la
continuidad espiritual y en la vida tras la muerte. Sin embargo, tal creencia
no permanece incólume en el complejo y doble juego de esperanza y temor que
acaece siempre cuando la muerte tiene lugar. A la confortadora voz de la
esperanza, al intenso deseo de inmortalidad, a la dificultad o a la
imposibilidad de hacer frente a la aniquilación, se oponen poderosos y
terribles presentimientos. El testimonio de los sentidos, la horrorosa
descomposición del cadáver, la visible desaparición de la personalidad, y
parece ser que ciertas sugerencias instintivas de miedo y horror, parecen
amenazar al hombre, en todos los estadios de la cultura, con una idea de
aniquilación y con presagios y terrores escondidos.
Y aquí, en este juego de
fuerzas emotivas, en este supremo dilema del vivir y de la muerte final, la
religión entra en escena, seleccionando el credo positivo, la idea
confortadora, la creencia culturalmente válida de la inmortalidad del espíritu
independiente del cuerpo. De esta manera, la creencia en la inmortalidad es el
resultado de una revelación emotiva profunda, establecida por la religión, y no
se trata de una doctrina filosófica primitiva. La convicción del hombre de
continuar su vida es un de los dones supremos de la religión, que juzga y
selecciona la mejor de las alternativas, la esperanza de vida continuada y el
temor ante la aniquilación. La religión salva al hombre de rendirse ante la
muerte y la destrucción.
Así, los ritos del luto,
la conducta ritual inmediata a la muerte, pueden ser tomados como modelos del
acto religioso, mientras que la creencia en la continuidad de la vida en el más
allá puede considerarse como prototipo de lo que es un acto de fe. Aunque en
los actos de duelo, en la desesperación del llanto, en el trato del cadáver y
en su funeral no se consiga ningún efecto ulterior, tales actos cumplen una
función importante y poseen un considerable valor: ponen al hombre en comunión
con la providencia, con las fuerzas benéficas de la abundancia.
Ante la muerte, la
religión concede al hombre, sacrificando y regularizando así otra clase de
impulsos, el don de la integridad mental, neutraliza las fuerzas centrífugas
del miedo, del desaliento y de la desesperación, y proporciona los más
poderosos medios de reintegración en la solidaridad del grupo y el
restablecimiento de su presencia de ánimo. En resumen, la religión asegura la victoria
de la tradición y de la cultura frente a la respuesta puramente negativa de los
instintos frustrados.
Bronislaw Malinowsky – Magia, Ciencia y Religión
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