La palabra “ideales” no
significa para mí otra cosa que derribar
ídolos. En esto consiste mi misión, en preparar a la humanidad un instante
de autoconocimiento supremo, un gran
mediodía en el que mire hacia atrás y hacia delante, en el que se libere
del dominio del azar y de los sacerdotes, y se plantee por primera vez, en conjunto, la cuestión del porqué y del
para qué. Esta misión es una consecuencia necesaria de quien está convencido de
que la humanidad no va por el camino
recto, que no está gobernada en modo alguno por Dios, sino, más bien, por el
instinto de la negación, de la corrupción y de la decadencia, que ha imperado
mediante su seducción, escondiéndose precisamente bajo la capa de los conceptos
valorativos más sagrados de la humanidad.
El problema del origen de
los valores morales es, para mí, una cuestión de primer orden en la medida en que determina el futuro de la
humanidad. La obligación de creer
que, en último término, todo está en las mejores manos, que un libro, la Biblia , nos asesora
proporcionándonos una paz definitiva, sobre el gobierno y la sabiduría de Dios
respecto al destino de la humanidad, equivale, traduciendo nuevamente las cosas
a un plano real, a la voluntad de no dejar que se manifieste la verdad en
relación con el lamentable polo opuesto de lo anterior: que la humanidad ha
estado hasta ahora en las peores
manos, que ha estado gobernada por los fracasados, por los vengativos más
astutos, los que se llaman “santos”, y calumnian el mundo y denigran al hombre.
El signo definitivo de que el sacerdote (incluyendo esos sacerdotes encubiertos
que son los filósofos) lo ha dominado todo, y no solo a una determinada
comunidad religiosa, el signo de que la moral de la decadencia, la voluntad de
muerte, es considerada como la moral en sí, viene determinado por el hecho de que
en todas partes se le atribuye un valor absoluto a lo no egoísta y se combate
lo egoísta.
Pues bien, nadie coincide
en esta apreciación. Para un fisiólogo esta antítesis no deja lugar a dudas.
Cuando el órgano más pequeño de un organismo deja de contribuir, aunque sea en
muy pequeña medida, a su autoconservación, a la recuperación de sus fuerzas, a
su “egoísmo”, todo el conjunto degenera. El fisiólogo exige que se extirpe la parte degenerada, aísla del
resto lo degenerado y no siente ni la más mínima compasión por ello. El
sacerdote, por el contrario, desea
que el todo, la humanidad, degenere, y por eso mantiene lo degenerado; a este precio domina a la humanidad.
¿Qué sentido tienen esos
conceptos falaces, esos conceptos auxiliares
de la moral como “alma”, “espíritu”, “voluntad libre”, “dios”, de no ser el de
arruinar fisiológicamente a la humanidad? ¿Qué otra cosa es sino una receta
para llevarnos a la decadencia el no conceder importancia a la
autoconservación, el aumento de la fuerza corporal, es decir, a la vida, cuando se hace un ideal de la anemia y se
interpreta el desprecio del cuerpo en términos de “salud del alma”? hasta hoy
se ha venido dando el nombre de moral
a la pérdida del centro de gravedad, a la resistencia contra los instintos
naturales, en una palabra, al desinterés… He sido el primero en emprender una
lucha contra la moral que predica la renuncia a nosotros mismos.
El concepto de “Dios” ha
sido inventado como una idea antitética de la vida; él es el compendio, en
terrible unidad, de todo lo nocivo, envenenador, calumniador, de toda guerra a
muerte contra la vida. El concepto de “más allá”, de “mundo verdadero” ha sido
inventado para desprestigiar el único mundo que existe; para arrebatarle a
nuestra realidad terrenal toda meta, toda razón de ser, toda misión. El
concepto de “alma”, de “espíritu”, y, en último término, también el de “alma
inmortal” han sido inventados para despreciar el cuerpo, para hacer que
enferme, para hacerlo “santo”, para contraponer una horrible frivolidad a todo lo
que merece ser tomado en serio en la vida: lo relativo a la alimentación, la
vivienda, la dieta espiritual, el tratamiento de los enfermos, la limpieza, el
clima…
En lugar de predicar la
salud, se ha predicado la “salvación del alma”, es decir, una locura circular
que se manifiesta en las convulsiones de la penitencia y en las histerias de la
redención. El concepto de “pecado” ha sido inventado, junto con ese
correspondiente instrumento de tortura que es el concepto de “voluntad libre”,
para hacer que los instintos se extravíen y para conseguir que la desconfianza
con respecto a ellos se convierta en una segunda naturaleza. El concepto de
“desinteresado”, de “negador de sí mismo”, constituye la auténtica señal de
decadencia. La seducción por lo
nocivo, la incapacidad de saber ya
qué es lo que nos conviene, la destrucción de uno mismo han sido convertidos en
el signo del valor en cuanto tal, en el “deber”, en la “santidad”, en lo que
hay de “divino” en el hombre.
Por último, y esto es lo
más horrible, en el concepto de hombre bueno
se ha incluido la defensa de todo lo débil, enfermo, mal constituido, de todo
lo que sufre a causa de sí mismo, de todo lo que debe perecer. Se ha invertido la ley de la selección, convirtiendo en ideal lo que va en contra del hombre
orgulloso y bien constituido, del que afirma la vida, del que está seguro del
futuro y lo garantiza; y a ese hombre se le ha considerado malo por definición. Pues bien, a todo eso se le ha prestado fe,
interpretándolo como la moral.
“!Aplastad a la infame!”.
Friedrich Nietzsche – Ecce Homo
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