Cuando el poder de la
comunidad aumenta, ésta deja de conceder tanta importancia a los transgresores
del individuo, pues ya no puede considerar que son tan peligrosos y subversivos
como antes para la supervivencia del conjunto. Ya no se expulsa al malhechor,
ni se le “priva de paz”. La ira general no puede seguir descargándose en él con
tanto furor como antes, sino que, más bien, se defiende y protege
cuidadosamente al malhechor desde ahora contra dicha ira y, en particular,
contra la de los individuos que han sido perjudicados de una manera directa.
Entre los rasgos que va
perfilando el desarrollo del código penal cabe señalar el compromiso con los
individuos encolerizados por haber resultado perjudicados con la mala acción:
un esfuerzo por aislar el caso e impedir que se amplíe o incluso se generalice
la participación y la inquietud; los intentos de hallar equivalentes, y de
solucionar la cuestión en términos generales (el arreglo), y, sobre todo, la
voluntad cada vez más decidida de pensar que todo delito se puede pagar de
algún modo, esto es, la voluntad de separar, en cierto grado, al delincuente de
su acción.
Si crecen el poder y la autoconciencia de una comunidad,
el derecho penal se suaviza también; pero cuando la comunidad se debilita o
corre algún peligro un tanto grave, el derecho penal vuelve a revestir formas
más duras. El “acreedor” se ha vuelto siempre más humano en la medida en que se
ha ido enriqueciendo; hasta el punto de que cabe decir incluso que la medida de
su riqueza viene determinada por la cantidad de daños que es capaz de soportar
sin padecer por ello. Cabe la posibilidad de concebir una conciencia de poder tal por parte de la sociedad en la que ésta
pueda permitirse el lujo más noble: el de dejar
impunes a quienes le han perjudicado. “¿Qué me importan mis parásitos?
-podría decir entonces-, que vivan y prosperen, ¡sigo siendo lo bastante fuerte
para ello!...”
La justicia, que empezó diciendo: “Todo se
puede y se tiene que pagar”, acaba cerrando los ojos y dejando escapar al
insolvente. Como todo lo bueno de la tierra, termina autodestruyéndose. Es sabido que esta autodestrucción de la
justicia recibe el bello nombre de perdón,
el cual sigue siendo, como se desprende, el privilegio del más poderoso, mejor
aún, su superación de la justicia.
En todas partes donde se
ha ejercido y mantenido la justicia, observamos que un poder más fuerte busca
el medio de poner fin al loco furor del resentimiento, entre personas más
débiles y situadas por debajo de él (ya sean grupos o individuos), bien
sustrayendo de la venganza el objeto del resentimiento, bien situando en lugar
de la venganza la lucha contra los enemigos de la paz y del orden, bien
creando, proponiendo y a veces imponiendo acuerdos, o bien elevando a la
categoría de norma cosas que equivalieran a los daños, para que, desde ese
momento y para siempre, el resentimiento recurriese a ella.
Ahora
bien, lo decisivo, lo que hace e impone la potestad suprema, en cuanto tiene
fuerza para ello, contra la supremacía de los sentimientos contrarios y
reactivos, es establecer la ley y declarar imperativo todo lo que a sus ojos ha
de aparecer como permitido y justo, y lo que ha de aparecer como prohibido e
injusto. En la medida en que, una vez establecida la ley, esta potestad suprema
considera toda transgresión y arbitrariedad de los individuos o de grupos
enteros como delito contra la ley y rebelión contra la propia potestad suprema,
aleja del sentir de sus súbditos el daño inmediato, provocado por esos delitos.
De este modo, acaba logrando a la larga lo contrario de lo que pretende toda
forma de venganza, que lo único que ve y que hace valer es el punto de vista
del perjudicado. A partir de este momento, los ojos, incluso los del propio
perjudicado, se ejercitan a acercarse a una apreciación del acto cada vez más impersonal. Según esto, lo “justo y lo
injusto” solo aparecen cuando se ha establecido la ley.
Concebir un orden de
derecho como algo soberano y general, no como un medio en la lucha de conjuntos
de poder, sino como un medio contra toda lucha en general, según una regla que
considera iguales a todas las voluntades, constituiría un principio enemigo de la vida, un orden destructor
y disgregador del hombre, un atentado contra el futuro de éste, una muestra de
cansancio, una sinuosa vía que llevaría a la nada.
Friedrich Nietzsche – Genealogía de la Moral
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