miércoles, 10 de febrero de 2016

El orden social es un derecho sagrado (Rousseau)



El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla prisionero. Creyéndose dueño de los demás, no deja de ser aún más esclavo que ellos. Mientras que un pueblo es obligado a obedecer y obedece, procede bien; mas inmediatamente que puede sacudir el yugo y lo sacude, procede bastante mejor, pues recobrando la libertad por él mismo derecho que le fue arrebatada, o tiene razón para recobrarla o se carece de ella para arrebatársela.

El orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no tiene su origen en la naturaleza; se funda sobre convenios. El más fuerte no lo es nunca lo suficiente para ser siempre el dueño si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí el derecho del más fuerte, derecho tomado irónicamente por una apariencia, pero establecido realmente en principio. ¿En qué sentido puede la fuerza ser un deber? ¿Qué es un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si hay que obedecer por fuerza no existe la necesidad de obedecer por deber.

Si ningún hombre tiene autoridad natural sobre sus semejantes, y si la fuerza no produce ningún derecho, quedan las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres. Renunciar a su libertad equivale a renunciar a su cualidad de hombre, a los derechos de la humanidad, incluso a sus deberes. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre, y arrebatar toda libertad a su libertad es privar a sus acciones de toda moralidad.



Es una convención vana y contradictoria estipular, de una parte, una autoridad absoluta, y de la otra, una obediencia sin límites. ¿No es evidente que no existe compromiso hacia aquel que tiene el derecho de exigirlo todo? Sea de hombre a hombre o entre hombre y pueblo, siempre será igualmente insensato el siguiente raciocinio: Hago contigo un convenio, todo él a costa tuya y a mi provecho exclusivo, y el cual yo cumpliré mientras me plazca y tú acatarás en tanto que yo quiera.

Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y bienes de cada asociado, y por la que cada cual, uniéndose a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como anteriormente. Tal es el problema fundamental al cual da solución el Contrato Social: la enajenación completa de cada asociado, con todos sus derechos, a la comunidad entera, ya que, dándose íntegramente cada uno, la condición es igual para todos y, siendo igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los otros. Cada uno de nosotros pone en común su persona y toda su potencia bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibimos a cada miembro como parte indivisible del todo. Inmediatamente, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo.



Cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad particular contraria o distinta a la voluntad general que tiene como ciudadano. Su interés particular puede hablarle de distinta manera que el interés común, su existencia absoluta y naturalmente independiente hacerle comprender lo que debe a la causa común como una contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los demás que oneroso para él sería su pago y, examinando la persona moral que constituye el Estado, gozaría de los derechos de ciudadano sin querer cumplir los deberes de súbdito; injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político.

Para que el pacto social no sea, por tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, único que puede dar fuerza a los demás: que quien se niegue a acatar la voluntad general será obligado por todo el cuerpo, lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre. Puesto que tal es la condición que dándose cada individuo a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición que forma el artificio del funcionamiento de la máquina política y única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos, tiránicos y sujetos a los más enormes abusos.



Lo que el hombre pierde por el Contrato Social es la libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que le atrae y puede obtener; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones, conviene distinguir entre la libertad natural, cuyos únicos límites son las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que se halla limitada por la libertad general y la posesión, que no es sino el producto de la fuerza en el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede ser fundada más que sobre un título positivo.

Pudiera agregarse a lo que precede la adquisición del estado civil, la libertad moral única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí mismo, pues el impulso exclusivo de su apetito es la esclavitud, y la obediencia a la ley prescrita es la libertad.
   Una observación que debe servir de base a todo el sistema social es que, en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye, por el contrario, con una igualdad moral y legítima lo que la naturaleza pudiera haber puesto de desigualdad física entre los hombres, y que, pudiendo ser desiguales en fuerza o genio, devienen todos iguales por convención y de derecho.


J.J. Rousseau – El Contrato Social



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