La visión que tiene
nuestra sociedad de los jubilados los reduce a personas que se encuentran al
margen de los intereses dominantes, a individuos poco competentes que han
entrado ya en una vía muerta esperando, fatigados e incluso exhaustos, el
previsible final de la película y que, en todo caso, no participan en la sociedad
como sujetos activos sino pasivos, susceptibles tan solo de recibir las
atenciones y buena voluntad de familiares, médicos, enfermeros, psicólogos,
filósofos o sacerdotes, o de constituirse en un auténtico filón de oro para la
industria farmacéutica.
Un gran número de personas
llega a la edad de jubilación en unas condiciones de salud excelentes, y este
fenómeno se va a acentuar en los próximos años, cuando comience a llegar a esta
edad una generación numerosa nacida entre finales de la década de los cuarenta
y principios de los setenta, con pautas de salud mucho mejores de las que
pudieron disfrutar sus padres y abuelos. ¿Qué
va a hacer la sociedad con esta multitud de jubilados que ya no responden ni al
estereotipo del viejecito adormilado en un sillón orejero ante el televisor ni
al de aquel que, en temporada baja, dedica su tiempo a trasladarse de un lugar
a otro de España en las excursiones del Inserso? ¿Qué van a hacer estas
personas con su tiempo? Se trata de personas muchas de las cuales desean
permanecer activas –aunque, en gran parte, no sepan cómo–, con un acervo de
conocimientos, habilidades y experiencia, que no debería menospreciarse y que
han llegado a la jubilación sin manual de instrucciones para su uso.
Muchas personas mayores,
después de la jubilación, queremos seguir viviendo. Y vivir significa hacer,
vivir significa actuar. Existen, ciertamente, jóvenes con alma de viejo que
tienen miedo a la vida por lo que supone de cambio e inseguridad; existen
también viejos que, cada año con menor éxito, se empeñan en engañarse a sí
mismos e intentar vivir como jóvenes tratando de disfrazar su cuerpo, en el
salón de belleza, en el gimnasio, la farmacia o el quirófano. Pero cada vez
somos más los que, sin maquillar las cicatrices de la edad, creemos que existe
un futuro no solo después de los sesenta y cinco años, sino también después de
los ochenta. Queremos participar en la
sociedad; como seres humanos conscientes y con experiencia, los ancianos
tenemos derecho a participar.
Las cosas están cambiando,
ciertamente, pero no con la suficiente rapidez. Los que envejecen no son los
cuerpos, son las personas. Y muchas de ellas están acercándose a la muerte en
el seno de una sociedad llena de prejuicios que las condena prematuramente a
una pasividad repetitiva sin posibilidad de cambio, a formar un todo permanente
con la mesa camilla, a una especie de electroencefalograma plano.
En lugar de limitarnos a aceptar
pasivamente los achaques y deterioros de la vejez, o de sufrir en silencio como
tantas personas mayores, ¿por qué no tratamos de abordarla como una especie de
problema que es preciso resolver, incrementando así las probabilidades de
explorar, descubrir, seleccionar, aceptar y aprovechar lo que nos ofrece?
Es importante que las
instituciones faciliten y no dificulten en todos los ciudadanos que se
encuentran motivados y capacitados para ello, una jubilación activa que, por
una parte, ayude a preservar su salud y, por otra, les permita continuar
enriqueciendo a la sociedad con la experiencia y conocimientos adquiridos a lo
largo de toda una única e insustituible vida.
Algunos consejos prácticos
para alcanzar el bienestar y, tal vez, algo parecido a la felicidad en las
últimas etapas de la vida, son:
-
Simplifique su entorno.
-
Explore, busque, insista, encuentre y practique una
actividad que consiga absorberle completamente y en la que la vivencia del
tiempo que transcurre desaparezca.
-
Enriquezca su vida a través de contactos con
colegas, amigos, jóvenes, niños, viajes, lecturas, nuevos aprendizajes,
cambios, etc., que le hagan sentirse vivo e incrementar el número y calidad de
sus interacciones y de sus recuerdos.
-
Introduzca en su vida momentos de lentitud e
intente saborear el ahora.
-
Regálese momentos de distanciamiento en los que vea
transcurrir su vida, sin sentirse implicado en ella, como si fuera la de otra
persona.
-
Tenga siempre proyectos o sueños realistas
pendientes. Salidas con amigos, vacaciones, escribir, aprender idiomas, etc.
-
Permitir, si le gustan, momentos de distracción
superficial, pero sepa que el tiempo consumido de esta forma se convertirá, una
vez terminado, en un tiempo vacío, sin nada tangible que recordar.
-
Haga ejercicio regularmente, aunque sea solo andar.
Excepto en ocasiones especiales, como frugalmente.
-
Sea generoso y trate de amar a sus semejantes.
Comparta, regale su tiempo, regale su vida, sea compasivo, trate de hacer
felices a los demás. El que se enriquecerá es usted.
Y, sobre todo, intente
encontrarle un sentido. Aunque sea viejo, aunque se sienta débil, su vida sigue
siendo única, valiosa, insustituible. En cualquier momento, puede surgir el
milagro. Tal vez lo difícil sea comprender que el sentido de la vida no se
aprende: cada uno tiene que descubrirlo. Haga un esfuerzo, apasionadamente.
Siempre debemos aprestarnos a luchar por la
vida, la nuestra y la de los demás, aunque a veces, en el fondo, creamos que
todo es una gran mentira… El mundo de las
hadas está, tal vez, a la vuelta de la esquina.
Ramón Bayés – Vivir. Guía para una jubilación activa
El segundo punto suele fallar.
ResponderEliminarLa buena salud es la clave de todo ello, y que las personas que te rodeen propicien y alienten esa segunda juventud. Creo también que esos consejos son extrapolables para cualquiera a partir de los cuarenta.
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