Ahora, el deseo está bien
considerado, y hemos organizado una forma de vida montada sobre su excitación
continuada y un hedonismo asumible. No vivimos en la orgía, sino en el catálogo
publicitario de la orgía, es decir, en la apetencia programada. La publicidad
ya no da a conocer los atractivos de un producto. Su función es producir
sujetos deseantes.
Todos estamos, en mayor o
menor medida, influidos por las modas, que ejercen una tiranía democrática, en
el sentido de que somos las víctimas las que damos el poder al tirano. Por
debajo de ellas, enlazando con nuestro sistema de expectativas y deseos –tal
vez oculto para nosotros mismos–, opera un sistema social invisible que, a su
aire, conecta conceptos, emociones, valores, creencias, formando así una
estructura que origina y da sentido a preferencias, sensibilidades,
comportamientos que, en superficie, resultan inconexos. Nuestra aceptación
social del deseo, su glorificación, el éxito que le engrandece es, a pesar de
su superficial evidencia, el efecto consciente de una ideología desconocida.
Tenemos que admitir un
inconsciente personal y un inconsciente social ,muy hábiles en captar
relaciones, parecidos, patrones, metáforas, en realizar extrapolaciones,
transferir deseos, segregar expectativas y tramar sistemas en los que
resultamos apresados sin saberlo y a los que, además, prestamos una inocente
colaboración que los refuerzan.
La publicidad deja de ser una ayuda para
convertirse en un componente esencial de la nueva economía, que deja de ser
economía de la demanda para convertirse en economía de la oferta. La función es
producir sujetos deseantes o, lo que es igual, hacer a los individuos
conscientes de sus carencias, obligarles a que se sientan frustrados, fomentar
la envidia hacía el vecino, inducir una torpe emulación inacabable, para ofrecer
después una salida fácil a su decepción: comprar. Así, la propaganda se
convierte en diseminadora inevitable de ansias e insatisfacciones.
La hipertrofia del mercado
provoca insatisfacción porque produce necesidades y apetencias que solo pueden
ser efímeramente satisfechas. La industria de la publicidad debe allanar el
camino que va desde la apetencia al acto, y tiene que afirmar que todo el mundo
puede acceder al disfrute de ese objeto en el que se cifra efímeramente la
dicha, más aún, que tiene derecho a tenerlo (“porque tú lo vales”, como
proclaman los spots). Solo poniéndolo al alcance de la mano, se pasará de un
mero deseo a la acción de comprar, que es lo importante. Todo eso produce una
frustración inevitable y permanente, porque ni todas las cosas ofrecidas van a
poder conseguirse, ni, en el caso de conseguirlas, van a producir la felicidad
anunciada. Ahora bien, una decepción duradera tiene dos derivaciones
emocionales: la depresión y la violencia.
Mercado, publicidad,
ansiedad, depresión, violencia emergen ya como islas enlazadas por el sistema
oculto. El mercado de la opulencia necesita una proliferación de deseos
“urgentes, imperiosos y efímeros” para mantener su dinamismo. Esta es la
definición precisa de “capricho”. El
consumismo es el mundo social de las apetencias y el reino momentáneo de los
caprichos. La apetencia es el grado cero del deseo. Ceder a ella no aporta
más que un breve y limitado placer. La excitación aumenta hasta pasar por caja,
y se desvanece tan rápido como había aparecido. La apetencia solo engendra
frustración, porque siempre habrá alguien y algo que apetecer. Ése es
precisamente el ardid del consumismo. Lo importante de la apetencia y el
capricho es que se presentan como una urgencia que ha de ser resuelta
inmediatamente, nos despeña por abismos superficiales, nos permite hacer
submarinismo emocional en un charquito.
Estamos siendo víctimas de
una superchería que nos esclaviza dulcemente, y contra la que apenas podemos
rebelarnos, porque nos gusta. El sistema del deseo tiene un aire seductor y
todos estamos dispuestos a caer bajo sus encantos.
La ideología del placer
que nuestra sociedad ha aceptado, asumido y vitoreado, que fue punta de lanza
del combate liberador, se ha convertido en colaboracionista y estupefaciente.
Los excesos de la sociedad de mercado, la destrucción del medio ambiente, la
fascinación por el poder puro y duro, las múltiples intoxicaciones del lujo,
proceden del deseo imperante, y hace urgente responder a la pregunta: ¿se puede
vivir solo guiándose por el placer? La respuesta es: se puede vivir, pero no se
puede convivir. Si todo el mundo va a lo suyo, nadie va a ir por lo nuestro. La
inteligencia social debe por ello prevalecer sobre la inteligencia individual,
para salvaguardar nuestros derechos personales.
La sociedad del deseo no
favorece un debate brioso y lúcido sobre nuestro futuro, porque, intoxicada de
comodidades, nos aprisiona en el presente y nos hace crédulos, sumisos y
desesperanzados. Nuestros deseos no son nuestros, sino producto de una manipulación
astuta. Todos estamos siendo seducidos.
José Antonio Marina – Las arquitecturas del deseo
No hay comentarios:
Publicar un comentario