Se miente más que se engaña;
y se gasta más saliva
de la necesaria…
si nuestros políticos comprendieran bien la intención de esta sentencia, ahorrarían las dos terceras partes, por lo menos, de su llamada actividad política.
Al hombre público, muy
especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas,
todas las cuales se resumen en una: fidelidad
a la propia máscara. No hay lío político que no sea un trueque, una
confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en que nadie sabe su papel.
Procurad, sin embargo, los que vais para
políticos, que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacéosla vosotros
mismos, para evitar que os la pongan –que os la impongan– vuestros enemigos o
vuestros correligionarios; y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e
impermeable que os sofoque el rostro, porque, más tarde o más temprano, hay que dar la cara.
La política, señores, es
una actividad importantísima… Yo no os aconsejaré nunca el apoliticismo, sino,
en último término, el desdeño de la política mala, que hacen trepadores y
cucañistas, sin otro propósito que el de obtener ganancias y colocar parientes.
Vosotros debéis hacer política; solo me atrevo a aconsejaros que lo hagáis a
cara descubierta; en el peor caso con máscara política, sin disfraz de otra
cosa: por ejemplo de literatura, de filosofía, de religión. Porque de otro modo
contribuiréis a degradar actividades tan excelentes, por lo menos, como la
política, y a enturbiar la política de tal suerte que ya no podamos nunca
entendernos.
Y a quien os eche en cara vuestros pocos
años bien podéis responderle que la política no ha de ser, necesariamente, cosa
de viejos. Hay movimientos políticos que tienen su punto de arranque en una
justificada rebelión de menores contra la inepcia de los sedicentes padres de
la patria. Esta política, vista desde el barullo juvenil, puede parecer
demasiado revolucionaria, siendo, en el fondo, perfectamente conservadora.
Para los tiempos que
vienen hay que estar seguros de algo. Porque han de ser tiempos de lucha, y
habréis de tomar partido. ¡Ah! ¿Sabéis vosotros lo que esto significa? Por de
pronto, renunciar a las razones que pudieran tener vuestros adversarios, lo que
os obliga a estar doblemente seguros de las vuestras. Y eso es mucho más
difícil de lo que parece. La razón humana no es hija, como algunos creen, de
las disputas entre los hombres, sino del diálogo amoroso en que se busca la
comunión por el intelecto en verdades, absolutas o relativas, pero que, en el
peor caso, son independientes del humor individual. Tomar partido es no solo
renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras;
abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana. Si lo miráis
despacio, comprenderéis el arduo problema de vuestro provenir: habéis de retroceder
a la barbarie, cargados de razón.
Imaginad un mundo en el
cual las piedras pudieran elegir su manera de caer y los hombres no pudieran
enmendar, de ningún modo, su camino, obligados a circular sobre rieles.
Políticamente, no habría problema. En ese mundo los hombres serían liberales; y
las piedras… seguirían siendo conservadoras.
Nosotros queremos ser
sofistas, en el mejor sentido de la palabra, o, digámoslo más modestamente, en
uno de los buenos sentidos de la palabra: queremos ser librepensadores.
Nosotros no hemos de pretender que se nos consienta decir todo lo malo que
pensamos del monarca, de los gobiernos, de los obispos, del Parlamento, etc. La
libre emisión del pensamiento es un problema importante, pero secundario, y
supeditado al nuestro, que es el de la libertad del pensamiento mismo. Por de
pronto, nosotros nos preguntamos si el pensamiento, nuestro pensamiento, el de
cada uno de nosotros, puede producirse con entera libertad, independientemente
de que, luego, se nos permita o no emitirlo. Digámoslo retóricamente: ¿De qué
nos serviría la libre emisión de un pensamiento esclavo? Nosotros pretendemos
fortalecer y agilitar nuestro pensar para aprender de él mismo cuáles son sus
posibilidades, cuáles sus limitaciones; hasta qué punto se produce de un modo
libre, original, con propia iniciativa, y hasta qué punto nos parece limitado
por normas rígidas, por hábitos mentales inmodificables, por imposibilidades de pensar de otro modo.
Uno de los medios más
eficaces para que las cosas no cambien nunca por dentro es renovarlas –o
removerlas– constantemente por fuera. Por eso los originales ahorcarían si
pudieran a los novedosos, y los novedosos apedrean cuando pueden sañudamente a
los originales.
Por debajo de lo que se
piensa está lo que se cree, como si dijéramos en una capa más honda de nuestro
espíritu. Hay hombres tan profundamente divididos consigo mismos, que creen lo
contrario de lo que piensan. Y casi –me atreveré a decir– es ello lo más
frecuente. Esto deberían tener en cuenta los políticos. Porque lo que ellos
llaman opinión es algo mucho más complejo y más incierto de lo que parece. En
los momentos de los grandes choques que conmueven fuertemente la conciencia de
los pueblos se producen fenómenos extraños de difícil y equívoca interpretación:
súbitas conversiones, que se atribuyen al interés personal, cambios inopinados
de pareceres, que se reputan insinceros, posiciones inexplicables, etc. y es
que la opinión muestra en su superficie muchas prendas que estaban en el fondo
del baúl de las conciencias.
La frivolidad política se caracteriza por la
absoluta ignorancia de estos fenómenos. Pero los grandes morrones de la
historia no tienen mayor utilidad que la de hacernos ver esos fenómenos más
claramente y de mayor bulto que los que vemos cuando es solo la superficie la
que parece agitarse.
Es el político, señores, el hombre capaz de resbalar más veces en la misma baldosa, el hombre que no escarmienta nunca en cabeza propia.
¿Conservadores? Muy bien.
Siempre que no lo entendamos a la manera de aquel sarnoso que se emperraba en
conservar, no la salud, sino la sarna.
Porque éste es el problema del
conservadurismo –¿qué es lo que conviene conservar? –, que solo se plantean los
más inteligentes. ¡Esos buenos
conservadores a quienes siempre lapidan sus correligionarios, y sin los cuales
todas las revoluciones pasarían sin dejar rastro!
Yo siempre os aconsejaré
que procuréis ser mejores de lo que sois; de ningún modo que dejéis de ser
españoles. Porque nadie más amante que yo ni más convencido de las virtudes de
nuestra raza. Entre ellas debemos contar la de ser muy severos para juzgarnos a
nosotros mismos, y bastante indulgentes para juzgar a nuestros vecinos. Hay que
ser español, en efecto, para decir las cosas que se dicen contra España. Porque
nadie sabe de vicios que no tiene, ni de dolores que no le aquejan.
Los que hablan de España como de una razón
social que es preciso a toda costa acreditar y defender en el mercado mundial,
esos para quienes el reclamo, el jaleo y la ocultación de vicios son deberes
patrióticos, podrán parecer, yo lo concedo, el título de buenos patriotas; de
ningún modo el de buenos españoles.
Digo que podrán ser hasta buenos patriotas,
porque ellos piensan que España es, como casi todas las naciones de Europa, una
entidad esencialmente batallona, destinada a jugárselo todo en una gran
contienda, y que conviene no enseñar el flaco y reforzar los resortes
polémicos, sin olvidar el orgullo nacional, creado más o menos artificialmente.
Pero pensar así es profundamente antiespañol. España no ha peleado nunca por
orgullo nacional, ni por orgullo de raza, sino por orgullo humano o por amor de
Dios, que viene a ser lo mismo.
En una sociedad organizada
sobre el trabajo humano y atenta a la cualidad de éste, ¿qué haremos de ese
hombre cuya especialidad consiste en tener más importancia que la mayoría de
sus prójimos? ¿Qué hacer de ese hombre que vemos al frente de casi todas las
agrupaciones humanas (presidente, director, empresario, gerente, socio de
honor), en quien se reconoce, sin que sepamos bien por qué, una cierta
idoneidad para el lucro usuario, la exhibición decorativa, la preeminencia y el
anfitrionismo? Cuando el señor importante pierda su importancia, una gran
orfandad, una como tristeza de domingo hospiciano, afligirá nuestros corazones.
Antonio Machado – Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1936)
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