A veces, nuestra
existencia nos pesa. Nos gustaría liberarnos, aunque solo fuera por un instante
de las necesidades que esta conlleva. Darnos en cierto modo unas vacaciones de
nosotros mismos para recobrar el aliento, para descansar.
El placer de vivir no es fácil de
encontrar. Muchos de nuestros contemporáneos aspiran a aliviar un poco la
presión sobre sus espaldas, a suspender el esfuerzo necesario para continuar
siendo ellos mismos al hilo del tiempo y de las circunstancias, siempre a la
altura de las propias exigencias y de las de los demás.
En una sociedad en la que se
imponen la flexibilidad, la urgencia, la velocidad, la competitividad, la
eficacia, etc., el ser uno mismo no se produce de forma natural, ya no es
suficiente con nacer o crecer, ahora es necesario estar constantemente en
construcción, permanecer movilizado, dar un sentido a la vida, fundamentar las
acciones sobre unos valores. La tarea de ser un individuo es ardua, sobre todo
cuando se trata de convertirse en uno mismo. Y se encuentra solo en esta
búsqueda. Mantener su lugar en el seno del vínculo social implica una tensión,
un esfuerzo.
La velocidad, la fluidez
de los acontecimientos, la precariedad del empleo, los múltiples cambios
impiden la creación de relaciones privilegiadas con los otros y aíslan al
individuo. El individuo hipermoderno está desconectado. El vínculo al otro ha
dejado de ser una obligación para convertirse en algo opcional. Cotidianamente,
la mayoría de las relaciones no exigen compromiso: la televisión, internet, los
chats y los foros, el teléfono móvil son formas de estar sin estar y de
liberarse de una relación con solo apagar la pantalla. Las tecnologías, aun
estando en el corazón de la vida urbana, son en realidad medios de “apagar la
calle” o para poner momentáneamente entre paréntesis la presencia del otro,
incluso mientras se mantiene con él una conversación cara a cara. El individuo
contemporáneo más que vinculado está conectado, se comunica cada vez más pero
se encuentra con los otros cada vez menos, y de hecho prefiere las relaciones
superficiales que comienzan y terminan según su voluntad.
Llamaré “blancura” a un
estado de ausencia de sí más o menos pronunciado, a un cierto despedirse del
propio yo, provocado por la dificultad de ser uno mismo; el yo desaparece.
Mantiene su existencia como una página en blanco para no perderse o correr el
riesgo de implicarse, de ser afectado por el mundo. Yace en la indiferencia de
las cosas, el mundo le ha dejado de preocupar. Permanece en el limbo, ni en la
vida ni en el vínculo social, ni del todo dentro ni del todo fuera.
La blancura alcanza al hombre o la mujer
cuando llegan al límite de sus recursos para continuar asumiendo su personaje.
Viven entonces un momento paradójico para recrearse, hacer el vacío, despojarse
de lo que se les ha hecho demasiado pesado. La blancura es un entumecimiento,
un dejar estar que nace de la dificultad para transformar las cosas. La
retirada del vínculo social y la indiferencia responden a una voluntad de
ponerse fuera de juego, de liberarse de las pasiones comunes. El mundo se le
hace extraño. Quiere dejar de ser alguien, despojándose de su existencia. Sigue
allí, pero sin estar. Se ha despedido de su antigua personalidad, volviéndose
deliberadamente irreconocible.
La blancura es esta
voluntad de ralentizar o detener el flujo del pensamiento, una disminución de
la energía que conduce a vivir al ralentí, en una suerte de postura zen de
desapego absoluto. Ante los movimientos de un mundo que ya no es capaz de
seguir, reivindica un derecho, la abstención, al silencio, a la supresión, al
retiro. Se convierte en un ermitaño entre la multitud. Permanece en el
circuito, pero ya no participa en él. Siente que ya no tiene nada más que
ofrecer.
En ciertos casos, la desaparición no es un
excentricidad ni una patología, sino una expresión radical de libertad: la del
derecho a colaborar manteniéndose a distancia. La blancura es también una
virtualidad infinita, una fuente de renovación. No es la nada, el vacío, sino
otra modalidad de existencia, que se teje en la discreción, la lentitud, la
humildad. Esta blancura no es un estado duradero, sino un refugio más o menos
prolongado, una suerte de esclusa de aire para poder respirar. Es quizá una
fuerza, una energía a la espera de su inminente aplicación.
El individuo está siempre
en proceso. El sentimiento de ser uno mismo, único, sólido, con los pies en la
tierra, es una ficción personal que los demás deben sostener con más o menos
buena voluntad. El individuo no cesa de renacer nunca. Las condiciones de vida
lo cambian al mismo tiempo que él influye en ellas. Cambia para seguir siendo
el mismo. La identidad no es solo lo idéntico, sino que es el paso, el
transcurso. Jamás el individuo tiene acceso a una totalidad interior. Solamente
conoce una delgada capa de consciencia que no ilumina más que una parte de lo
que es. El individuo nunca llega a ser el autor de su existencia, no solo
porque necesita insertarse en el seno del vínculo social, sino también porque
él no conoce más que una parte de lo que es y de lo que hace.
No se trata solamente de
ser sí mismo, sino de asumir las facetas exigidas por los distintos papeles que
se suceden en la vida cotidiana. Nadie tiene un camino hecho de antemano. Todo
individuo es un guardarropa lleno de personajes que se le pegan a la piel; no
accede nunca la conjunto de sus personajes: no posee más que una vida, y no las
infinitas vidas que habría podido vivir. La continuidad de sí no es finalmente
otra cosa que una creencia necesaria para poder vivir. “Ser uno mismo”, a pesar
de su resonancia familiar, nos es más que un sentimiento, un esfuerzo
consciente.
La
narración de sí es un intento de reconstruir una unidad de su propia
existencia, en una búsqueda de sentido y de coherencia. La identidad que el
propio individuo se construye y se reconstruye a través de su narración es una
ficción, pero se trata del único medio para acercarse a sí mismo. Para existir
se ha impuesto la creencia de que es necesario poseer una consciencia, un Yo,
una identidad, aunque sea complicado responder a la pregunta del “¿Quién soy
yo?”.
El problema de la
identidad se suprime en la vida ordinaria cuando las cosas fluyen con
naturalidad y el entorno no para de confirmar que el individuo es realmente
quien dice ser. El sentimiento de continuidad de sí en distintos roles y
circunstancias no significa en ese caso ninguna dificultad. La identidad no es
un problema hasta que deja de resultar evidente por sí misma; la ruptura puede
venir, por ejemplo, de un acontecimiento social dramático. El individuo se ve
obligado a redefinirse. El mantenimiento de la identidad no es ya algo natural,
sino el objeto de una lucha interior.
Quizá algunas personas
puedan decir al final de su vida que un fino hilo la recorrió de principio a
fin, una especie de fidelidad así mismas, una coherencia, pero la mayoría
conocerán en el transcurso de ella rupturas improbables, terminarán siendo
irreconocibles para sí mismo y para los demás, y más bien lo que podrán decir
es que a lo largo de la vida les han tocado varias vidas distintas. Toda
existencia, hasta la más tranquila, contiene desde su inicio un número infinito
de posibilidades que se actualizan a cada instante.
Algunas actividades
brindan la posibilidad de descargarse de la erosión que ser uno mismo puede
haber provocado, ofreciendo un tiempo de reposo, de sosiego, de vacío de sí. La
escritura, la lectura, la creación de manera general, el caminar, el viaje, la
meditación, etc., son algunos de los refugios de contornos menos afilados. Son
lugares en los que nadie tiene ninguna cuenta que rendir, en los que se accede
a una suspensión feliz y gozosa de sí, desvíos que llevan a uno mismo. Medios
deliberados de reencontrar la vitalidad, la interioridad, las ganas de vivir.
David le Breton – Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea
Te cuento soy hipoacusica,me indetifique algunas frases.como que he escrito :
ResponderEliminarEl peso de la exitencia
Nunca descanse, siento que me exigieron y estaba muy cansada,hay cosas que tiene que saber que los padres no la tiene que transmitir a sus hijos en esta “corriente del tiempo”,es decir pasando años injustas,como que el tiempo nos cuesta liberar al sentimiento de cansancio.Mis papas no estuvo tiempo en ocupar descanso y ellos era un trabajo de mi rehabilitación,están ocupados de eso.Pero es una exigencia total, Darnos en cierto modo unas vacaciones de nosotros mismos para recobrar el aliento, para descansar.
Pero a casi siempre volverá a exigir y entrando la edad aldulta que ya es muy suficiente con crecer y pasa rapidito,ya que esto aumento por ser incomunicada y registros dolorosos …Aun, El mundo se le hace extraño. Quiere dejar de ser alguien, despojándose de su existencia. Sigue allí, pero sin estar. Se ha despedido de su antigua personalidad, volviéndose deliberadamente irreconocible.Nos hace recordar en ciertas imágenes pasadas.