¿Para qué hablar de la
belleza si no es para tratar de hacer volver al hombre a lo mejor de sí mismo y
sobre todo aventurar una palabra que pueda transformarlo?
No se nos escapa el hecho de que mal y
belleza no solo se sitúan en las antípodas, sino que también están a veces
imbricados. Porque nada hay, ni la belleza siquiera, que el mal no pueda
convertir en instrumento de engaño, de dominación o de muerte. ¿Sigue siendo
“bella” una belleza que no esté basada en el bien?
Nos rendimos a la
evidencia de que la unicidad del instante está ligada a nuestra condición de
mortales; nos la recuerda sin cesar. Es la razón por la cual la belleza nos
parece casi siempre trágica, atormentados como estamos por la conciencia de que
toda belleza es efímera. Una verdadera belleza nunca sería un estado
perpetuamente anclado en su fijeza. Su aparecer ahí, constituye siempre un
instante único, es su modo de ser. Puesto que cada ser es único y cada de sus
instantes es único, su belleza reside en su impulso instantáneo hacia la
belleza, constantemente renovado y cada vez como nuevo.
Dentro de la presencia de cada ser se
establece una compleja red. En el seno de esta red se sitúa el deseo que siente
cada ser de tender hacia la plenitud de su presencia en el mundo. Cuanto más
consciente es el ser, más complejo se vuelve ese deseo, deseo de unirse al
Deseo original del que se diría que procede el universo mismo. La
transcendencia de cada ser solo existe en una relación que la eleva y la
supera. La verdadera transcendencia está en el “entre”.
El universo no está
obligado a ser bello, pero es bello. ¿Acaso la belleza solo es un exceso, algo
superfluo, un añadido ornamental, o se arraiga obedeciendo a alguna
intencionalidad? Nuestro sentido de un universo con sentido procede también de
la belleza, en la medida en que este universo adopta siempre una orientación
precisa, la de tender hacia la realización del deseo del estallido del ser que
lleva en sí, hasta que certifique la plenitud de su presencia.
La verdadera belleza es la
que sigue el sentido de la Vía ,
que no es sino la marcha irresistible hacia la vida abierta, un principio de
vida que mantiene abiertas todas sus promesas. La belleza es algo que
virtualmente está ahí, que ha estado siempre ahí, un deseo que brota del
interior de los seres, o del Ser, cual fuente inagotable que se manifiesta como
presencia radiante que incita a la aceptación, a la interacción, a la
transfiguración.
Es una manera de ser, un estado de
existencia. La verdadera belleza es impulso del ser hacia la belleza. El deseo
de belleza aspira a unirse al deseo original de belleza que rigió el
advenimiento del universo, en la aventura de la vida. Cada experiencia de
belleza, tan breve en el tiempo y sin embargo transcendiéndolo, nos restituye
cada vez la frescura del albor del mundo.
Toda verdadera belleza
tiende hacia la suprema armonía, emana armonía a su alrededor dispersando una
luz benefactora. Cuando la autenticidad de la belleza se ve garantizada por la
bondad, nos encontramos en el estado superior de la belleza, la que va en el
sentido de la vida abierta. La belleza es la nobleza del bien, el placer del
bien, el goce del bien. La bondad que alimenta a la belleza es exigencia misma,
exigencia de justicia, de dignidad, de generosidad, de responsabilidad, de
elevación hacia la pasión espiritual. La belleza como redención.
La verdadera belleza –la
que adviene y se revela, la que es un aparecer que conmueve de repente al alma
que la capta– es resultado del encuentro de dos seres, o del espíritu humano
con el universo vivo. Y la obra de belleza, siempre nacida de un “entre”, es un
tres que, al brotar del dos en
interacción, permite a éste superarse. Si hay transcendencia, está en
esa superación.
Cuando, ante una escena de
naturaleza, un árbol que florece, un pájaro que vuela graznando, un rayo de sol
o de luna que ilumina un momento de silencio, de repente uno pasa al otro lado
de la escena, se encuentra más allá de la pantalla de los fenómenos y siente la
impresión de una presencia entera, indivisa, inexplicable y sin embargo
innegable, como un don generoso que hace que todo esté allí milagrosamente,
difundiendo una luz del color del origen, murmurando un canto nativo de corazón
a corazón, de alma a alma.
El infinito buscado es
efectivamente un in-finito. Ese vacío movido por el hálito encierra una espera,
una escucha que está dispuesta a acoger un nuevo advenimiento, anunciador de un
nuevo acuerdo. Para lograrlo, el artista, por su parte, siempre está dispuesto
a sufrir dolor y tristeza, privaciones y pérdidas, hasta dejarse consumir por
el fuego de su acto, dejarse aspirar por el espacio de la obra. Sabe que la
belleza, más que un dato, es un don supremo de parte de lo que ha sido
ofrecido. Y que, para el hombre, más que un logro, siempre será un desafío, una
apuesta.
En el seno de una obra, el hálito rítmico
genera estructura, unifica, suscita metamorfosis y transformación. En los
vacíos es donde se regenera y circula el Hálito. Estos vacíos dan respiración a
una obra, puntúan sus formas y permiten que advenga lo inesperado.
La belleza atrae la
belleza, la aumenta y la eleva. A partir de ahí, de mirada en mirada, el sujeto
aspira quizá –si la inspiración se presenta– a un encuentro supremo, el que lo
uniría a la mirada inicial del universo. Sin que necesite una creencia, siente
quizá por instinto que ese universo, que ha sido capaz de engendrar seres
dotados de mirada, debió de poseer también una mirada. Si el universo se creó,
debió de “verse” crear, y de “decirse”: “es bello”, o más sencillamente: “esto
es, efectivamente”. Si ese “es bello” no hubiera sido dicho, ¿habría sido el
hombre capaz de decir algún día: “Es bello”?.
François Cheng – Cinco meditaciones sobre la belleza
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