Espejos
El espejo es una de las
pocas cosas que da todo lo que se le pide.
Hay espejos que sufren una
verde, azulina, nostalgia del mar.
Los espejos no tienen más
que un enemigo poderoso: el sol. ¡Qué lucha de rayos y fuego.
Es espejo es el hijo
predilecto de la luz.
La profundidad en los
espejos es la cuarta dimensión.
El genio es el hombre que
llega a mirarse en el espejo del cielo.
Basta un espejo para
desbaratar el mundo.
Los espejos son
aficionados al espiritismo.
El cine es la vida que
todos anhelamos fundida en un espejo.
Hay entre nuestras
amistades una mujer deliciosa, desaparecida en sesgo, para siempre, por un
espejo.
Los campesinos tienen
miedo a la violenta desnudez de los espejos y los cubren con un traje de gasa
rosa o celeste.
El hombre no sabe
disimular el vicio femenino del espejo.
Los espejos tienen una
intimidad cristalina de abuelas y antepasados inocentes.
Quien en su casa no tiene
más familia que los habitantes de los espejos, vive muerto antes de morirse de
verdad.
Los más bellos ensayos de
suicidios se verifican en la guillotina del marco de los espejos.
Súbitamente se abren en el
fondo de los espejos las más terribles interrogaciones.
Los cristales son espejos
sin almas.
Existe el mártir de los
espejos: Narciso.
En el río están los
espejos atacados de prisa. El mar es el manicomio de los espejos. La luna, el
camposanto de las lunas rotas y muertas de los espejos.
El espejo es el mayor
enemigo de la soledad.
La única tristeza de los
espejos es no tener voz.
Hay muertes ocasionadas
por el veneno de los espejos: la de Venecia, entre otras.
Los espejos sitúan
matemáticamente. Por eso la estética moderna puede ser definida como la
estética del espejo.
La mujer que se vio en el
primer espejo del mundo quedó privada de razón.
El Anticristo entrará en
el mundo por la puerta del espejo.
El espejo es un encanto.
Un espejo sin luz produce
la misma sensación que una mujer desnuda en la oscuridad.
Los espejos guardan el
cadáver del aire.
Silencio Bar Sirena
El ocio me hace naufragar
nuevamente, con la hora, el sol, la fiesta y la ausencia de tantas amistades y
alegría, en este gran mar del espejo vecino, mar de la marinería de los
licores, trasfondo y paisaje ultramarino adecuado a los aguardientes, a los
cacaos, a los cócteles de química difícil. Naufrago en este mar seducido por la
caricia del espejo desnudo, atraído, imantado por su serenidad absoluta de agua
muerta o dormida que complementa, hasta el éxtasis, mi ocio, mi reposo, mi
voluptuosa quietud. Yo, dios en este instante de la difícil soledad del bar,
sobre la tierra, y, a un tiempo, en la superficie fiel, exacta y enemiga del
espejo vecino, me ahogo, sumergiéndome poco a poco, con lentitud majestuosa, en
la hondura del agua imaginaria, lecho de cristales de plumas, cárcel infinita
del aire y de la luz. ¡Qué placer en la tarde de este domingo, atravesada en la
semana como un folleto molesto entre nuestros libros buenos, sumergirse,
hundirse, nadar, subir, bajar, flotar, jugar –tan inmóviles– sobre el agua del
espejo, en el mar de la licorería rara, bogando hacia la isla de los whiskys
con el motor de un sueño viajero! Es este uno de esos espejos nostálgicos que
enjaulan al aire limpio, que biselan y rompen con su friso de agua verde o azul
la simetría perpendicular y hostil de las paredes y los techos, y que en los
fondos, hondos, guardan –doblados, torcidos como suicidas al comenzar la suerte
del balcón a la calle; sobre el aire, o mejor, fuera del aire, del espacio
normal– guardan, digo, estos espejos entre sus elásticas paredes a todos los
paseantes del bar, trasegantes buscadores del ajenjo, los magnetizados por la
copa verde, áurea o negra del licor de las madrugadas, los hombres buenos,
santos, patriotas, del “mitad y mitad”, bocadillos de jamón, limonada, pastel,
o –mejor gente todavía– seltz y visual a la adolescente cajera enjaulada. Todo,
el gesto, y el trago, la mirada y la palabra, el cuerpo y la sombra, la voz y
el eco, la rosa y el deseo, el humo, el silencio y hasta el ángulo de los
huidizos pensamientos, todo queda hundido en el fondo del espejo del bar,
ahogado en sus inclinadas aguas muertas, aguas verdeantes, aguas relucientes,
aguas plateadas por el cuajo de tantas calmas y serenidades. Por este mar
fingido de la pared del bar arriban los grandes navíos que llenan de humo y
tropicales esencias los ámbitos poblados de presurosas gentes; por este gran
espejo comienzan el desnivel y el desorden arquitectónico en las mareas de las
altas borracheras de todos los Santiagos de todos los meses; por él huye ese hombre
negro –luto en silencio– que desaparece sin que nadie lo haya visto salir por
las puertas, y en sus aguas, por fin, se suicida también el adolescente que
llega al final de una espesa noche de mayo, trémulo, sombra del horror, con los
ojos encendidos en amores contrarios, horribles, porque el mundo se le ha
abierto de pronto en el fondo de un misterio repugnante, y bebe el aguardiente
más fuerte, el aguardiente de los grados infinitos que insensibilizan hasta el
vértigo de los ojos, y lo arroja a uno al mar del espejo o a cualquier otro
mar: indiferente.
…-¿Un rumor? ¿Agua?
¿Luz?... ¡Cuidado, cuidado! Abramos bien los ojos… ¡Sí, sí, en el mar, por la
orilla, por la orilla del mar!... ¡Quietos! Sí, una sirena… una sirena…
¡¡Quietos!! Ha nacido, como la aurora., del silencio y la sombra… Una sirena,
una sirena auténtica. Ha aparecido por el ángulo norte del espejo, digo del mar,
por donde debe caer justamente el meridiano de Los Ángeles, de Hollywood… ¡Una
sirena, sí, una sirena!... Ahora se sienta al borde las aguas. Se parece,
claro, a todas sus otras hermanas, sirenas de la sombra: verdes los ojos y
justa, fina la nariz sobre los labios frescos, frutales, llenos., y el cabello
gris, áureo, rubio, revuelto, movido, arremolinado por la brisa marinera del anclado
bar… ¡Qué alegría! El domingo me ha traído como regalo encerrado en la más
difícil de sus horas, una sirena… ¿Habrá sobre el haz de la tierra persona
alguna con mayor felicidad que la mía? ¡Una sirena de pintados labios y de
ojos…! ¿cómo son los ojos?... ¡Qué felicidad! Yo oiré su canto pérfido y
acabaré de morir, consciente –hombre moderno– de mi bello engaño, hecho mi
cuerpo sombra apasionada de su huida. ¿Por dónde al mar de la sirenita? Ahora
bebe una copa de pipermint… Ahora me mira: siento sus ojos clavados en mí –¡qué
deliciosa muerte! – y tengo que correr los míos por el horizonte marino del
espejo, en huida confusa, para no ahogarme prematuramente de miedos e
impaciencias… ¿Por dónde a ella? ¿Por dónde a sus palabras, a sus ojos, a sus
labios?.. Pero… ¿y la sirenita? ¿Dónde está ahora la sirena? ¿Ni sombra ya de
su estancia? ¿Mar fingido, mar solitario otra vez? ¿Soledad?... ¡Soledad, sí,
soledad llena de femenina ausencia!
(Se ha tornado todo el
placer de las aguas en veneno, borrasca de la tarde. Hay que huir lejos.,
pronto, de estas playas, testigos de mi felicidad y de mi engaño. Hay que huir
para sanar de la herida de la sirenita. Huir, huir, huir…)
Y luego, mientras el
tranvía en su huida ciega y torpe me enseña, a través de los cristales de su
japonesa arquitectura, la ciudad despoblada, tierna y amarilla de la tarde del
domingo, doy gracias a mi señor don Apolo, director del trust de las liras
azules, por haberme hecho poeta desde esta tarde, poeta verdadero, poeta
terriblemente auténtico que ha gozado la presencia de una sirenita en el fondo
marino –¡ay qué lejanía! – del espejo de un bar americano.
Joaquín Romero Murube – Sombra apasionada
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