Lo que define el lugar que
ocupa nuestra especie en la
Naturaleza no es su animalidad, sino su humanidad. El
altruismo y la ternura son actitudes muy extendidas y, a veces, llevan hasta el
sacrificio de uno mismo. Es cierto que el altruismo tiene raíces muy profundas
en nuestro pasado biológico y presenta unas ventajas para la evolución del
grupo, porque facilita su supervivencia. Pero el aspecto realmente humano del
problema no es el origen biológico del altruismo ni sus ventajas, sino, más
bien, el hecho de que ese carácter es ahora uno de los valores absolutos por
los que nuestra humanidad trasciende
nuestra animalidad.
El carácter más importante
de los seres humanos es que pueden escapar, si quieren, a la tiranía de su
herencia biológica. En lugar de estar totalmente a merced de sus genes y de sus
hormonas, tienen la libertad que proviene del libre albedrío y de poseer un
juicio moral. En otras palabras, su naturaleza humana puede reprimir su
naturaleza animal.
Nuestra animalidad nos
impulsa a la negligencia y al despilfarro de los recursos, pero el deseo por la
forma y el orden es también muy antiguo y se encuentran expresiones del mismo
en todas las épocas de la vida humana. Así, en la naturaleza humana,
paralelamente a la tendencia al despilfarro y a la negligencia, existe una
búsqueda de la forma y de valores estéticos. La diferencia entre la
humanidad y la animalidad se establece,
precisamente, por esta transformación de las necesidades utilitarias en una
aventura del espíritu, transmutación que se produjo mucho antes de las
civilizaciones históricas.
No se puede ser
completamente humano más que cumpliendo una paradoja. Por un lado, ser humano
exige que se cultive su individualismo y se respete el de los otros. Pero, por
otro lado, la pertenencia a la colectividad implica la aceptación de deberes y
de limitaciones que, a veces, parecen incompatibles con el individualismo. Cada
ser humano se sabe diferente de todos los demás y el individualismo es
considerado una cualidad deseable en las sociedades modernas. El sentido de la
personalidad es una expresión relativamente reciente de la progresión de la
animalidad hacia la humanidad. Aunque teniendo una fuerte conciencia de su
particularidad, toda persona normal pertenece a un grupo social con el cual se
identifica de una forma casi inconsciente. La adquisición de la personalidad
implica una separación psicológica del medio exterior, y una objetivación de
las cosas y de los demás seres vivos. Es cierto que el desarrollo de la
personalidad es el origen del curioso deseo, tan frecuente en los humanos, de
aislarse del grupo social, al menos de vez en cuando. A todas las personas les
gusta mantener entre ellas un determinado espacio físico que las separa en las
relaciones corrientes.
El culto a la
individualidad constituye un resultado casi patológico de la evolución social
de la especie humana. Pero, por otro lado, el miedo al aislamiento que causa ese
culto ha sido compensado por la persistencia de la necesidad de pertenencia a
un grupo social.
En las condiciones ordinarias de la vida,
todo ser humano proclama naturalmente su individualismo y derechos que le
corresponden por ser un ejemplar único. Pero difícilmente puede escapar a la
influencia de las actitudes y de los sueños, que simbolizan las tradiciones,
las costumbres y los héroes de su colectividad. La humanización consiste en un
control voluntario de su animalidad, y no en un simple desarrollo. Cada vez
más, ser humano implica querer ser
humano.
La evolución es una ley
inevitable de la Naturaleza. En
los demás seres vivos, la evolución se produce por modificaciones orgánicas,
pero en la Humanidad
la evolución implica casi exclusivamente unas transformaciones tecnológicas y
sociales. Después de haber creído ciegamente en un progreso identificado con
una civilización cada vez más compleja, nuestros contemporáneos intentan
descubrir de nuevo las satisfacciones de un orden más simple y más directo, las
que dan sentido y emociones a la vida compartida con los seres queridos. Se
empieza a dudar del progreso tecnológico en el momento preciso en que éste
podía desarrollarse más rápidamente.
La angustia respecto al
valor real del progreso tecnológico no proviene de un rechazo de las
comodidades que la ciencia ha introducido en la vidas, sino, más bien, del
coste social. Incluso cuando el progreso tecnológico aporta nuevas
satisfacciones, éstas no compensan la pérdida de un cielo luminoso, de un aire embalsamado,
de un agua de río clara y con abundantes peces, de un vecindario tranquilo y
armonioso. El esfuerzo que se hace en el mundo por proteger el ambiente
trasciende los problemas planteados por la contaminación y por los recursos
naturales. Representa el inicio de una cruzada para recuperar ciertos valores
de la vida sensorial y afectiva, cuya necesidad es fundamental e inmutable
porque está inscrita en el código genético de la especie humana.
La visión tecnológica que
domina el mundo en el momento actual no durará, sin duda, más tiempo que las
otras formas de civilización en Europa. O bien será rechazada completamente, o,
al menos, será modificada tan profundamente que aparecerá ante nuestros
descendientes como un período de barbarie. En lugar de constituir, como ahora,
una fuerza casi independiente, la tecnología tendrá que incorporarse a los
medios naturales y someterse a unas restricciones que la harán menos
destructiva y más compatible con el orden cósmico.
Para muchos de nuestros contemporáneos, la
tecnología ha creado un mundo donde reina la abundancia, pero un mundo
aburrido. Por prodigiosas que sean las realizaciones de la ciencia y de la
tecnología y profunda su influencia en la vida cotidiana, no tienen un efecto
real sobre la imaginación o las emociones del gran público. Las pasiones
fundamentales son las mismas y, en muchos casos, la vida moderna no hace más
que debilitar la forma de satisfacerlas. Las sociedades modernas no podrán
escapar a su aburrimiento crónico más que añadiendo a los valores de la vida
tecnológica las ricas experiencias sociales de la vida primitiva.
Quizá ha llegado el
momento de reemprender figuradamente la ruta, no para escapar a la
civilización, sino para darle una nueva forma. No podemos predecir cómo será esa
forma, salvo que deberá ser compatible con los caracteres y las necesidades que
definen la naturaleza biológica de la especie humana y que no pueden cambiar en
sus aspectos más fundamentales. Se tratará menos de una nueva creación que de
una resurrección. El orden mundial que resultará de la integración de los
sistemas sociales será una forma superior de unidad humana, compatible con el
pluralismo de los modos de vida y de las ideologías. Pero una verdadera
integración no puede estar sólidamente basada más que en un sistema de valores
aceptado por la mayoría del grupo social y que pueda contribuir a la alegría de
vivir.
Desde luego existe una
forma de la alegría de vivir que proviene del hecho mismo de la existencia, una
satisfacción puramente orgánica que algunos animales pueden gozar al igual que
la especie humana. Pero existe también otra forma de la alegría de vivir –la felicidad– que parece ser
particular de los seres humanos. Ésta tiene su origen en el profundo
sentimiento de que su vida personal es la realización de sus sueños, y que su
vida colectiva es la realización de los sueños de la Humanidad.
René Dubos – Elegir ser humano