Aparentemente,
de vez en cuando, los adultos se toman el tiempo de sentarse a contemplar el
desastre de sus vidas. Entonces se lamentan sin comprender y, como moscas que
chocan una y otra vez contra el mismo cristal, se inquietan, sufren, se
consumen, se afligen y se interrogan sobre el engranaje que los ha conducido
allí donde no quieren ir. Los más inteligentes llegan incluso a hacer de ello
una religión: ¡ah, la despreciable vacuidad de la existencia burguesa! Odio esta
falsa lucidez de la edad madura. La verdad es que son como todos los demás:
chiquillos que no entienden qué ha ocurrido y que van de duros cuando en
realidad tienen ganas de llorar.
Sin
embargo, es fácil de comprender. El problema está en que los hijos se creen lo
que dicen los adultos y, una vez adultos a su vez, se vengan engañando a sus
propios hijos. “La vida tiene un sentido que los adultos conocen”, es la
mentira universal que todos creen por obligación. Cuando, una vez adulto, uno
comprende que nos es cierto, ya es demasiado tarde. El misterio permanece
intacto, pero hace tiempo que se ha malgastado en actividades estúpidas toda la
energía disponible. Ya no le queda a uno más que anestesiarse como puede
tratando de enmascarar el hecho de que no le encuentra ningún sentido a la vida
y engaña a sus propios hijos para intentar convencerse mejor a sí mismo.
Algunas
personas son incapaces de aprehender en aquello que contemplan lo que
constituye su esencia, su hálito intrínseco de vida, y dedican su existencia
entera a discurrir sobre los hombres como si de autómatas se tratara, y de las
cosas como si no tuvieran alma y se resumieran a lo que de ellas pudiera
decirse al capricho de inspiraciones subjetivas.
Los hombres viven en un mundo donde lo que
tiene poder son las palabras y no los actos, donde la competencia esencial es
el dominio del lenguaje. Eso es terrible porque, en el fondo, somos primates
programados para comer, dormir, reproducirnos, conquistar y asegurar nuestro
territorio, y aquellos más hábiles para todas esas tareas, aquellos entre
nosotros que son más animales, esos siempre se dejan engañar por los otros, los
que tienen labia pero serían incapaces de defender su huerta, de traer un
conejo para la cena y de procrear como es debido. Es un terrible agravio a
nuestra naturaleza animal, una suerte de perversión, de contradicción profunda.
¿Cómo
trascurre, pues, la vida? Día tras día, nos esforzamos valerosamente por
representar nuestro papel en esta comedia fantasma. Como sacados de un sueño,
nos observamos actuar y helados al constatar el gasto vital de energía que
requiere el mantenimiento de nuestros requisitos primitivos. La eternidad se
nos escapa.
Tales
días, en el que naufragan en el altar de nuestra naturaleza profunda todas las
creencias románticas, políticas, intelectuales, metafísicas y morales que años
de educación y de cultura han tratado de imprimir en nosotros, la sociedad,
campo territorial agitado por grandes ondas jerárquicas, se sume en la nada del
Sentido. Adiós a los pobres y a los ricos, a los pensadores, a los
investigadorres, a los dirigentes, a los esclavos, a los buenos y a los malos,
a los creativos y a los concienzudos, a los sindicalistas y a los
individualistas, a los progresistas y a los conservadores, ya no son sino
homínidos primitivos cuyas muecas y sonrisas, gestos y adornos, lenguaje y
códigos, inscritos en el mapa genético del primate medio, solo significa esto:
representar su papel o morir.
¡Qué
arrogancia esta de los hombres que piensan que pueden forzar la naturaleza,
escapar a su destino de insignificancias biológicas…! Y ¡qué ceguera tienen
también con respecto a la crueldad o la violencia de sus propias maneras de
vivir, de amar, de reproducirse y de hacer la guerra a sus semejantes!
En
cambio pienso que solo puede hacerse una cosa: dar con la tarea para la cual
hemos nacido y llevarla a cabo como mejor podamos, con todas nuestras fuerzas,
sin creer que nuestra naturaleza animal tiene algo de divino. Solo así
tendremos el sentimiento de estar haciendo algo constructivo en el momento en
que venga a buscarnos la muerte. La libertad, la decisión, la voluntad, todo
eso no son más que quimeras. Creemos que podemos hacer miel sin compartir el
destino de las abejas; pero también nosotros no somos sino pobres abejas
destinadas a llevar a cabo su tarea para después morir.
Esos
días uno necesita desesperadamente el Arte. Aspira con ardor a recuperar su
ilusión espiritual, desea con pasión que algo lo salve de los destinos
biológicos para que no se excluya de este mundo toda poesía y toda grandeza.
Muriel Barbery – La elegancia del erizo
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