En
el mar sin orillas del espacio refulge el invisible y céntrico sol espiritual
cuyo cuerpo es el universo en que infunde su alma y su espíritu. Todas las
cosas están formadas según este ideal arquetipo. El cuerpo, el alma y el espíritu
del invisible sol manifestado en el universo son las tres emanaciones, las tres
vidas.
El alma del Invisible es la primera luz, el
infinito y eterno soplo que mueve el universo e infunde la vida inteligente en
toda la creación. La segunda luz condensa la materia en formas que pueblan el círculo
cósmico, ordena los innumerables mundos que flotan en el espacio etéreo en
todas las formas e infunde vida no inteligente. La tercera luz produce el
universo físico y según se aleja de la divina luz céntrica va palideciendo su
brillo hasta convertirse en tinieblas y mal, es decir, en materia densa.
El
espíritu y el alma son preeexistentes; pero el primero tiene eterna
individualidad distinta, y la segunda preeexiste como partícula material de un
todo inteligente. Ambas emanaron originariamente del eterno océano de Luz; pero
hay un espíritu de fuego visible y otro invisible, que establecen la distinción
entre el alma animal y el alma divina.
El espíritu está en la cárcel del alma como
una gota de agua presa en una cápsula de gelatina en el seno del Océano;
mientras no se rompa la cápsula permanecerá aislada la gota, pero en cuanto la
envoltura se quiebre, se confundirá la gota con la masa total de agua perdiendo
su existencia individual. Lo mismo sucede con el espíritu. Mientras está
encarcelado en el alma existe individualmente; pero si se desintegra la
envoltura a consecuencia de las torturas de una conciencia marchita, de crímenes
nefandos o enfermedades morales, el espíritu se restituye a su morada primera. La
individualidad se separa.
Al decir que la materia es coeterna con el
espíritu, no nos referimos a la materia objetiva y tangible, sino a la
sublimación de la materia cuyo grado máximo e insuperable de sutilidad es el
espíritu puro.
Ciertamente
que la materia es tan eterna e indestructible como el mismo espíritu, pero
solamente en esencia, no en sus formas. El cuerpo carnal de un hombre
groseramente materialista queda abandonado por el espíritu aún antes de la
muerte física, y al sobrevenir ésta, el cuerpo astral moldea su plástica materia,
con arreglo a las leyes físicas, en el molde que se ha ido elaborando poco a
poco durante la vida terrena.
La materia entraña en sí la maldición,
puesto que está condenada a purificarse de sus groserías, impelida por el
irresistible anhelo que hacia lo alto lleva a la chispa divina en ella
subyacente. La purificación requiere dolor y esfuerzo.
El
cuerpo astral que durante la vida física está envuelto por el físico, se
convierte después de la muerte carnal en envoltura de otro cuerpo más etéreo,
que empieza a desarrollarse en el momento de la muerte terrena, y culmina su
desarrollo cuando a su vez muere y se desintegra el cuerpo astral. Este proceso
se repite en cada nuevo tránsito de esfera, pero el espíritu inmortal es
inmutable y jamás se altera “aunque se desmorone su tabernáculo”.
Si después de la muerte del cuerpo persiste
la vida, ha de obedecer necesariamente
esta vida a la ley de evolución, que desde la cúspide de la materia eleva al
hombre a superior esfera de existencia.
Todo
cuerpo astral es perecedero, pero mientras la entidad astral del hombre
perverso se desintegra sin dejar rastro, la de los hombres, no precisamente
santos, sino tan solo buenos, se renueva por asimilación en partículas más
sutiles y no perece mientras en él arde la chispa divina.
Después de la muerte sigue el espíritu
residiendo en el cuerpo astral hasta que la desintegración le libre de él en
una segunda muerte análoga a la del cuerpo físico.
Según
la filosofía esotérica, la materia es la densificación concreta y objetiva del
espíritu. En la eterna Causa primera laten desde un principio el espíritu y la
materia. El concepto absoluto de la divinidad escapa a la razón humana; pero en
cambio es asequible a la intuición como reminiscencia de una verdad incognoscible,
aunque imperceptible por sensación física. La Causa primera, la Divinidad absoluta que,
como tal, entrañaba potencialmente los principios masculino y femenino (activo
y pasivo), se desdobla al emanar la primera idea y se manifiesta como energía
creadora o impulsora de la materia. Desde el punto en que se desdobla y se
manifiesta la Divinidad ,
hasta entonces neutra y absoluta, vibra la energía eléctrica instantáneamente
difundida por los ámbitos del espacio sin límites.
Es la intuición el espontáneo, súbito e
infalible conocimiento resultante de la inteligencia omnisciente, y difiere,
por lo tanto, de la finita razón cuyas tentativas y esfuerzos ensombrecen la
naturaleza espiritual del hombre cuando no la acompaña aquella divina luz. La razón
se arrastra; la intuición vuela; la razón es potencia en el hombre; la intuición
es presciencia en la mujer.
Esta inextinguible intuición de algo
existente a la par dentro y fuera de nosotros, es de tal naturaleza que ni los
razonamientos de la ciencia ni los dogmas de la religión pueden extirparla de
la intimidad del hombre.
La sincera fe del hombre en Dios y en la
vida futura se apoya en la intuición manifestadora del Yo que noblemente
desdeña las aparatosas ceremonias religiosas. Sin el sentido intuitivo fuera la
vida una parodia y la humanidad una farándula.
Mientras
el hombre dual, cuerpo y alma, observa la ley de continuidad espiritual y
permanezca en ellos la chispa divina, por débilmente que resplandezca, estará
el hombre en camino hacia la inmortalidad de la futura vida; pero si se apegan
a la existencia puramente material y refractan el divino rayo desde los
comienzos de su peregrinación y desoyen las inspiraciones de la avizora
conciencia donde se enfoca la luz espiritual, no tendrán más remedio que
someterse a las leyes de la materia.
Un hombre puede haber alcanzado la
inmortalidad y continuar siendo eternamente el mismo yo interno que era en la
tierra; pero esto no supone que dicho hombre haya de conservar la personalidad
que tuvo en la tierra, so pena de perder su individualidad. Por consiguiente,
los cuerpos astral y físico del hombre pueden quedar absorbidos en sus
respectivos receptáculos cósmicos de materia y cesar de ser residencia del ego,
si este ego no merecía ascender más allá; pero el divino espíritu continuará
siendo entidad inmutable, aunque las experiencias terrestres se desvanezcan por
completo en el instante de separarse de su indigno vehículo.
Ni por humanas oraciones ni por sacrificio
ajeno podemos salvarnos del aniquilamiento de nuestra individualidad, sino tan
solo uniéndonos íntimamente durante la vida terrena con nuestro espíritu, o
sea, con nuestro Dios.
Si el ego ignora durante la vida terrena la
iluminación de su divino espíritu, del Dios interno, no sobrevivirá largo
tiempo la entidad astral a la muerte del cuerpo físico. Cuando el hombre
rechaza los rayos de la divina luz, queda en tinieblas y se apega a las cosas
de la tierra.
H.P. Blavatsky – Isis sin Velo
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