El más fantástico reto del ser humano es vivir más
despierto. El desafío más colosal, hallar la paz interior. El logro más
provechoso, la claridad mental. El sosiego conduce a la lucidez de la mente; la
lucidez de la mente desemboca en el sosiego. Éste es una energía que no se halla
sino en nuestro interior. El auténtico descanso es la quietud. Es lo que nos
renueva, «re-centra», armoniza y sana.
Lucidez y sosiego son los dos puntales de la clara
comprensión, aquella que carece de pantallas y filtros mentales, hace la visión
más libre y con más brillo, vitalidad e intensidad, sin enmascararla tras
deseos o antipatías. Esa mirada despejada y no condicionada es la que permite
el aprendizaje a cada instante, porque no remolca los esquemas, frustraciones y
experiencias del pasado. Resulta capaz de transformar interiormente a la
persona, ya que le permite liberarse del surco repetitivo de conciencia en el
que ha estado inmersa. Es una visión sin interferencias, que invita a
evolucionar y convierte el devenir cotidiano en un ejercicio de
autoconocimiento y madurez.
De este modo, el sosiego interior, que se gana
mediante un esfuerzo consciente y la sujeción del ego, nos permite percibir sin
superponer nuestros anhelos, miedos y aversiones. Desde esta claridad, la
mente, más silente, puede descubrir lo que es en todo su fluir y esplendor;
podemos tomar conciencia de nuestros movimientos psíquicos y emocionales, escuchar
con viveza inusual a la persona con la que nos comunicamos, sentir con gran
frescura y vitalidad el abrazo del ser querido o conectar con el prodigio de un
amanecer. El ego deja de interferir y, con él, se relegan la sombra del pasado,
los moldes de pensamiento, la visión condicionada. La verdadera quietud
interior abre una vía de acceso a esa totalidad que nos contiene y recupera la
percepción unitaria de todo lo existente. Ésa es una enseñanza que, a
diferencia de la acumulación de datos y experiencias mecánicamente codificados, nos aporta realmente algo muy valioso
y nos ayuda a evolucionar. Sin embargo, hasta que no mudamos de veras nuestra
fosilizada psicología, somos víctimas de innumerables autodefensas narcisistas
y atrincheramientos mentales que enrarecen nuestra atmósfera interior y nos
impiden abrirnos y aprender de las configuraciones cambiantes de la existencia.
Recurrimos a la racionalización incluso para ocultar nuestras cualidades más
negativas y justificar nuestra ausencia de virtud.
Los oscurecimientos de la mente la ocultan y nos
la roban. Lo que nos pertenece se nos escapa, lo que es nuestro parece no
serlo. Las personas viven en la zozobra, el desasosiego, la agitación y el
desconcierto. Se le da la espalda a la preciosa energía de quietud. El sosiego
nos es sustraído por muchos factores y estados mentales, entre los que destaca
el miedo. No nos referimos a aquel que nos protege, es razonable y está
codificado biológicamente para la supervivencia, sino a ese miedo imaginario y
psicológico que tanto llega a limitamos y causarnos constante inseguridad e
incertidumbre. Hábil en disfraces y máscaras de todo tipo, se esconde tras
muchas de nuestras emociones negativas. ¿Qué son la envidia, los celos, la
vanidad, la irritabilidad y otras muchas emociones negativas sino distintas
formas de miedo? Abundan los temores: miedo a la vida y a la muerte, a la
soledad y a la compañía, a nosotros mismos y a los demás; recelo a ser
desaprobado, examinado, despreciado o desconsiderado; pánico a no satisfacer
las expectativas propias o ajenas, a no encajar en los modelos o descripciones
de los demás, o a no estar a la altura de nuestro Yo idealizado; temor a lo
nuevo, a los puntos de vista de otras personas, a lo transitorio o extraño. El miedo
es un fantasma negro que impregna la psique humana y que se ve potenciado por
la imaginación descontrolada, la fantasía neurótica y el pensamiento que
reclama excesiva seguridad, no sabe adaptarse ni fluir, no acepta lo inevitable
y genera conflicto sin cesar. Asimismo, turba la percepción de nosotros mismos,
con lo que entorpece el autoconocimiento, sin el cual ni siquiera sabemos qué
queremos hacer realmente con nuestra vida ni qué deseamos modificar en nosotros
mismos. Preferimos ocultárnoslo y seguir acarreándolo. Ninguna ceguera se paga
tan cara.
Nuestra mente siempre está inquieta e
insatisfecha, no importa qué logre o cuánto acumule. Tiene una especial
capacidad para buscar satisfacción y contento donde no puede hallarlos. Se
frustra, se decepciona, se desencanta y se convierte en una fábrica de
desdicha. Nada sabe de sí misma. Se debate en su incertidumbre; se desertiza en
su atroz egocentrismo y su soledad, que le empujan, junto al tedio, a buscar
frenéticamente por rumbos que no van a reportar ni calma, ni bienestar, ni
plenitud interior. La mente elabora proyecciones, creaciones, decorados de lo
más cambiantes y diversos, deseos compulsivos y antipatías de todo orden. No
descansa, no se aquieta; no produce certidumbre y paz, sino agitación sobre la
agitación, voracidad y conflicto.
¿Qué podemos esperar de una mente así? Sólo una
sociedad de las mismas características; un mundo igual. Las revoluciones sin la
transformación real de la mente no modifican en su base las circunstancias. Algunas
mentes humanas tienden a hacerse extremadamente intolerantes y autoritarias;
otras, a obedecer a las mentes imperativas, convertidas en líderes, someterse a
su voluntad y obedecerlas ciegamente. Ambos tipos de mente carecen de libertad
interior, lucidez, sosiego. Unas son espada y las otras son tajo; unas son
martillo y las otras son yunque. Las mentes autoritarias anhelan mentes que se sometan;
las mentes dóciles requieren mentes a las que someterse. No puede haber en esa enfermiza
relación ningún tipo de paz, comprensión o amor. El culto al ego y el
desenfrenado narcisismo prevalecen en una sociedad como la de los países
tecnificados. Deben de ser la clave para mantener lo más putrescible de la
sociedad cibernética. Todas las pautas de referencia o consignas conllevan la
afirmación del ego.
Por eso no hay afecto ni real cooperación, porque
el ego excesivo desasosiega y crea continuo desamor. Es preciso que el ego
mengüe para que brote la compasión, que se traduce en quietud interior; ésta
desencadena la compasión. La mayoría de las relaciones son una farsa vergonzante.
La amistad es cada vez una orquídea más rara y difícil de encontrar: muy pocos
la valoran y aprecian su aroma. Al no hallar sosiego y lucidez, las personas se
aferran a las ideas y opiniones y hacen de ellas su esclerótico ego. Creencias
y dogmas dividen, y generan todo tipo de desórdenes y conductas malévolas. A
menudo llevamos una vida interior miserable, y quizá no nos damos cuenta.
¿Tenemos la suficiente valentía y coraje para ser conscientes de ello? Hay
cosas que nunca van a cambiar: la enfermedad, la vejez, la muerte y otras
muchas; pero es preciso enfocar la vida con otra actitud.
La mente confusa y agitada no investiga ni se
moviliza lo suficiente para emerger de su ofuscación, prefiere poner su
salvación en manos de otros, someterse a los autoritarios, seguir creando una
jerarquía de corruptos. Se abstiene de asumir su responsabilidad, su soledad
humana y su necesidad de ir más allá de la imitación y de los modelos
prefabricados, en fin, de recuperar su paz y cordura. La hermosa simplicidad y
la sencillez se sustituyen por una saturación de artificios, pues devenimos utilitaristas,
voraces y dependientes. En una mente así no hay cabida para la dulce caricia del
sosiego, sino sólo para la sombra de la inquietud y el desaliento.
Urge modificar la disposición mental. Todo está
más que dicho; sin embargo, nada o casi nada está hecho. Mientras no seamos
capaces de ir superando los movimientos automáticos de nuestra psique que nos
incitan a la avidez y al odio, no resultará fácil conectar con nuestro espacio interior
de quietud. Tenemos que aprender a afirmamos sólidamente en una conciencia más equilibrada
para reconducir la energía no sólo hacia fuera, sino también al testigo de la mente,
a fin de no dejamos envolver y obsesionar por lo que nos place o lo que nos
disgusta. Mediante una ejercitación y una actitud correctas podemos estimular
un «centro» de conciencia clara e inmutable, no enraizada en el ego
personalista, que nos permitirá mantener lenitiva distancia de los fenómenos,
apartarnos de todo aquello que nos perturba.
No se trata de una voluntad de evasión, sino de un
distanciamiento anímico, por lo que nuestro interior puede hallar equilibrio en
el desequilibrio, sosiego en el desasosiego, silencio en el estruendo,
pasividad en la agitación o la actividad frenética. Aun en las situaciones más
conflictivas, es posible seguir conectado con el espacio interno de quietud, porque
se sitúa antes de los pensamientos y, mediante el esfuerzo consciente, nos deja
recobrar la armonía perdida. Se aprende a detectar los movimientos de atracción
y rechazo de la mente, como las olas que vienen y van pero no nos sumergen,
porque hemos ejercitado no sólo el estar inmersos en el espectáculo de luces y
sombras, sino también el constituir el sereno y apacible «espectador».
Superar las tendencias perjudiciales -temores,
anhelos, odios y obsesiones- no implica reprimir o mutilar las energías
instintivas o las emocionales, sino encauzarlas y reorientarlas. De este modo
se madura y se aprende a no dejarse anegar por las corrientes nocivas de pensamiento.
La mente cuenta con numerosos recursos (energía, confianza, contento,
tranquilidad, volición y demás) que es preciso actualizar, intensificar y
emplear para erradicar tendencias neuróticas. El ser humano, si se lo propone,
puede caminar con paso firme hacia el equilibrio integral y convertir su
desorden interno en armonía. Si hubiera paz en la mente, las actitudes fueran
las correctas y la energía se utilizara noblemente, la sociedad podría experimentar
cambios tan saludables como profundos. Pero cada uno debe asumir la responsabilidad
de recuperar este equilibrio de la mente y purificar las intenciones. Es
asombroso y alarmante comprobar cómo el ser humano, a pesar de reconocer las calamidades
que ha producido a lo largo de la historia debido a las tendencias nocivas de
su mente, no toma la firme e inquebrantable resolución de conocerla, reformarla
y reorganizarla. Es la constante negativa a aprender de los propios errores y
remediarlos.
Para ello es necesario tomar lúcida conciencia de
que nada bueno puede nacer de los pensamientos y tendencias neuróticos y
destructivos, así como de que a cada persona compete ir poniendo los medios
para conseguir una visión más clara, un corazón más compasivo y un ánimo más sereno.
Sólo así, un mundo tan hostil dejará de serio y florecerán la simpatía, el
amor, la benevolencia, la cooperación desinteresada y la tan necesaria
clemencia. Se podría volver -permítasenos la utopía- a una vida sencilla y sin
artificios, iluminada por la generosidad, la auténtica liberalidad, la
indulgencia y la coparticipación, y entonces, por fin, no habría lugar para los
voraces conductores de masas ni para los mercenarios del espíritu. Cada persona
sería su propio guía y su propia lámpara que encender.
Ramiro
Calle – El Libro de la
Serenidad
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