El mundo del espíritu es
insensible, intangible e inmaterial. Está más allá de lo que pueden percibir
los sentidos y de lo que es objetivable. Con esta premisa ¿a quién puede
extrañar que se hayan apoderado de él clérigos, parapsicólogos, esotéricos de toda calaña, espiritistas, predicadores baratos, curanderos de opereta,
embaucadores y charlatanes de toda laya?
La espiritualidad no tiene nada que ver con
la fe ni con la esperanza. Sí tiene que ver con la pesquisa y el conocimiento
de los referentes últimos, de las causas ocultas de las cosas, de los misterios
que velan la realidad. Es espiritual quien inda en la hondura, sabedor de que
el mundo material solo es una apariencia.
El mundo del espíritu no
es el mundo de los espíritus. La peor manera de asomarse a las insondables
tinieblas del más allá es fantasear en el más acá y superponer la realidad
inventada sobre la incógnita viva. Los ignorantes que se conforman con la
miríada de hipótesis pueriles que pueblan el firmamento de lo ignoto jamás
poseerán el conocimiento. Allá ellos, pero no debemos permitir que detenten el
monopolio de la espiritualidad, del mismo modo que las distintas religiones se
han autoadjudicado el monopolio de Dios.
Para muchos, lo espiritual
se resume en el desprecio de lo material, en confiar que Dios los salve al
término de una vida sin méritos y sin esfuerzo, en refugiarse histéricamente en
los paraísos de su fantasía. Sepan quienes así piensan que el conocimiento no
se inventa, no se teoriza, no se compone de hipótesis, sino que se desvela con
cada experiencia, con cada desengaño, con cada reflexión cabal. Es un largo
camino que se adentra en los territorios gaseosos, transparentes, vacíos, donde
habita el espíritu. Lo verdaderamente espiritual es el tránsito por esas
veredas.
En este camino no hay
atajos voluntaristas, solo sudor y lágrimas, fracasos, errores, caídas,
desengaños y frustraciones que pavimentan el crecimiento humano. Quien cree poseer
una verdad, se estanca. Quien opta por aceptar doctrinas, renuncia al desafío
cotidiano de lo nuevo, al avance, a la sabiduría, a la evolución. En cambio, el
buscador siempre encontrará una verdad mejor que la anterior.
Hay que admitir la
habilidad de las religiones para hacerse con el patrimonio de lo espiritual,
pero una religión no es más que un conjunto de creencias, ceremonias, rituales
y ministros que tratan de administrar el miedo de otros. Aunque toda religión
tiene sus fundamentos en seres y lugares invisibles, en promesas y
acontecimientos por venir, sus principios no pueden considerarse verdaderamente
espirituales, porque no persiguen el conocimiento, sino la creencia, y no
procuran la libertad, sino el sometimiento.
¿Acaso no es espiritual
quien se sumerge en el silencio de la meditación, sin apriorismos, sin falsos
esquemas, con el corazón limpio, a la búsqueda de la experiencia mística, de la
inmersión en el ser? La vida espiritual requiere grandes dosis de valor para
adentrarse en las regiones inexploradas del alma, a la búsqueda de la
experiencia trascendente y reveladora. Mientras el hombre no acepte la
responsabilidad de la búsqueda personal, mientras necesite la tutela de una
institución, mientras se halle dispuesto a aceptar
lo que no sabe, no puede hablarse de un hombre espiritual, sino de un
feligrés, un seguidor, una persona gregaria refugiada en la confortable
seguridad de la masa, fortalecida por la compañía de muchos, limitada a aceptar
lo que le digan y a conformar su conducta según le impongan.
Espiritual, en cambio, es
quien bucea en las profundidades, quien vive en las esencias, quien tiene
hambre de conocimiento, quien se complace en desterrar falsa creencias porque
eso le acerca a la verdad. Hay que desprenderse de muchas etiquetas y
desaprender un buen número de apriorismos atávicos antes de estar en
condiciones de iniciar el gran viaje hacia el Espíritu.
De poco sirven en él esas alforjas cargadas
de suficiencia, vanidad, presunción y autoalabanza que algunos exhiben
ostentosamente sobre sus lomos de jumento.
La existencia es un enigma
que todas las religiones y filosofías tratan de explicar de diferentes modos.
De poco le sirve al hombre adscribirse a cualquiera de ellas si no busca una
respuesta personal. Meditar cada día es dedicar un tiempo y un esfuerzo a la
más trascendental de las funciones humanas: descubrir la naturaleza de la
existencia.
Francisco López-Seivane – Cosas que aprendí de Oriente
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