La moral no es otra cosa
que la obediencia a las costumbres, cualesquiera que sean, y éstas no son más
que la forma tradicional de comportarse y de valorar. Donde no se respetan las
costumbres, no existe la moral; y cuanto menos determinan éstas la existencia,
menor es el círculo de la moral. El hombre libre es inmoral, porque quiere
depender en todo de sí mismo, y no de un uso establecido. En todos los estados
primitivos de la humanidad, lo malo
se identifica con lo intelectual, lo libre, lo arbitrario, lo desacostumbrado,
lo imprevisto, lo que no se puede calcular previamente. En
estos estados primitivos, si se realiza un acto, no porque lo ordene la
tradición, sino por otras razones, incluyendo las que en un principio
determinaron la aparición de la costumbre, dicho acto es calificado de inmoral
hasta por el individuo que lo realiza, ya que no ha estado inspirado en la
obediencia a la tradición.
Obrar moralmente no tiene nada de moral. El someterse a las leyes de la moral puede
deberse al instinto de esclavitud, a la vanidad, al egoísmo, a la resignación,
al fanatismo o a la irreflexión. Puede tratarse de un acto de desesperación o
de un sometimiento a la autoridad de un soberano. En sí, no tiene nada de moral.
¿No estaremos obrando de
mala fe, por cobardía o por pereza, cuando aceptamos una creencia por el simple
hecho de que es costumbre hacerlo así? ¿Serían, entonces, la mala fe, la
cobardía y la pereza las condiciones previas de la moral?
Toda moral que se afirma
excluyendo a todas las demás destruye demasiadas fuerzas vivas y hace pagar un
precio muy caro a la humanidad. Los discrepantes, que con frecuencia son los
inventivos y los creadores, no deben ser sacrificados; no es conveniente
considerar vergonzosa la transgresión moral de pensamiento y de obra; hay que
llevar a cabo muchos intentos nuevos para transformar la existencia y la
sociedad, es preciso que le mundo se libere del enorme peso que supone la mala
conciencia; es necesario que estos fines generales sean aceptados por todo
aquel que busque honradamente la verdad.
¿Hay algo más funesto e
irracional que interpretar la causa y el efecto en términos de falta y de
castigo?: se le ha quitado su inocencia a los acontecimientos puramente
fortuitos, con ayuda de ese maldito arte de interpretar presidido por la idea
de castigo. La locura ha llegado hasta el extremo de considerar que la
existencia misma ya es un castigo. Cabría decir que lo que hasta ahora ha
dirigido la historia de la humanidad ha sido la negra imaginación de carceleros
y verdugos.
De entre todo lo que ha
exaltado al hombre, lo que más le ha elevado y espiritualizado, en cualquier
época, han sido los sacrificios humanos. Me refiero a la idea de que la humanidad se sacrifique. Pero ¿a quién
iba a sacrificarse? Evidentemente, el único objeto grandioso que correspondería
a tamaño sacrificio sería el conocimiento de la verdad, ya que ningún
sacrificio es poco si se hace en aras del conocimiento. Sin embargo, este
problema no se ha planteado nunca; jamás se han preguntado los hombres qué
medios habría que utilizar para llevar a toda la humanidad al sacrificio, y
menos aún qué instinto de conocimiento impulsaría a ofrecerse en holocausto,
para morir con la luz de una sabiduría brillando anticipadamente ante sus ojos.
Tal vez cuando lleguemos a fraternizar con los habitantes de otros planetas, a
fin de alcanzar un mayor conocimiento, y cuando, después de milenios, hayamos
transmitido nuestro saber de una estrella a otra, la ola de entusiasmo que
levante el conocimiento pueda llegar a semejante altura.
La mayoría de la gente,
independientemente de lo que piense y de lo que diga de su egoísmo, no hace nada, a lo largo de su vida, por su ego, sino solo por el fantasma de su ego que se ha formado en el cerebro de
quienes les rodean; en consecuencia, respecto a lo que piensan unos de otros,
todos viven en una nube de opiniones impersonales, de apreciaciones casuales y
ficticias. ¡Qué singular es este mundo de fantasmas, que es capaz de ofrecer una
apariencia tan racional! Esta bruma de opiniones y de hábitos crece y vive casi
independientemente de los hombres a quienes rodea. Ella es la causa de la
desproporción inherente a los juicios de carácter general que se formulan
respecto al concepto de hombre. Todos
esos hombres, que no se conocen entre sí, creen en ese ser abstracto al que
llaman hombre, es decir, creen en una
ficción. Todo cambio que traten de introducir con sus juicios en ese ser
abstracto los individuos poderosos produce un efecto extraordinario y
desmesurado en la mayoría. Y todo ello sucede porque cada uno de los individuos
que forman esa mayoría no es capaz de oponer el ego verdadero que le es propio y en el que ha profundizado, a esa
pálida ficción universal, que, de este modo, quedaría aniquilada.
¿Qué es el prójimo? ¿Cuáles son los límites de nuestro prójimo, esto
es, aquello en virtud de lo cual nos deja, por así decirlo, su huella? Todo lo
que entendemos del prójimo son los cambios
que, en virtud suya, se operan en nuestra
persona; lo que sabemos de él es como un molde vacío. Le atribuimos los sentimientos que sus actos provocan
en nosotros y le conferimos así el reflejo de una realidad falsa. Lo concebimos
de acuerdo con el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, haciendo de él
un satélite de nuestro propio sistema, y cuando se ilumina o se oscurece para
nosotros, somos nosotros la causa última de ello, aunque supongamos todo lo
contrario. ¡En qué mundo de fantasmas vivimos!: un mundo invertido y vacío, al
que, sin embargo, vemos, como en un sueño, del derecho y lleno.
Casi siempre ha sido la
locura la que ha abierto el camino a las nuevas ideas, la que ha roto la
barrera de una costumbre o de una superstición venerada. Aunque hoy se nos esté
constantemente diciendo que el genio tiene un grado más de locura que de
sentido común, los hombres de otros tiempos se acercaban mucho más a la idea de
que en la locura hay algo de genio y de sabiduría, algo de divino. ¡Concededme,
Dios mío, la locura, para que llegue a creer en mí!
Un futuro posible.
¿No cabría imaginar un estado social en el que el propio malhechor se declarara
culpable y se impusiera su castigo, con el orgullo de que así honraba la ley
que él mismo se había dictado, ejerciendo al castigarse el poder del
legislador? Algunas veces fallaría, pero, con su castigo voluntario, se
elevaría por encima de la bajeza de su delito, y no solo lavaría su culpa,
sino, por su franqueza, su magnanimidad y su paz, produciría con su conducta un
beneficio público. Así sería el criminal de un futuro posible, cuya condición
previa sería la existencia de una legislación futura, basada en la idea de que,
en lo grande y en lo pequeño, solo hay que someterse a la ley que uno mismo se
ha dictado. ¡Cuántas cosas habría que intentar! ¡Cuántos futuros deberían ser
sacados a la luz!
Friedrich Nietzsche – Aurora
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