No hay neutralidad en la
escuela, lo que hay es manipulación, que significa modelar, inflexionar,
conformar, adecuar. ¿Quién, con un mínimo de honestidad, puede negar que él es
manipulador de sus alumnos, y que por su parte él no ha sido manejado por los
profesores que tuvo, ni está siendo manipulado por la sociedad en que habita?
No estaría de más
desterrar de entrada el nombre de pedagogía,
término que solo abarca a una esfera muy restringida de la educación. Se es ser
humano desde que se nace hasta que se muere; por ello la educación es
permanente. Hay que hablar de antropogogía,
de educación de hombres, de seres humanos. Pero educar y ser educados permanentemente
no es no más ni menos que renunciar a vivir o ser vividos con la guardia baja,
animarse a estar siempre entre las cuerdas del cuadrilátero de la vida, entre
el clamor de la masa enloquecida y el sordo silencio interior del gladiador.
No hay ni puede haber una
escuela angélica o desinteresada, neutra o aséptica. Que toda docencia es de
hecho militancia, toma de partido. Nuestra pedagogía no puede nunca entrar en
vigor si quiere mantenerse vigorosa. Su voluntad es también noluntad, y su lema
es: destruiré y luego edificaré. Si tuviésemos que dar una normativa al
irresoluto necesitado de guías, sería ésta: nuestra pedagogía no coadunará
institución con enseñanza. Será renuente a toda moda. Tendrá más de profética
que de tecnocrática. Estará lejos del poder
y de la tranquilidad. Será imaginativa. Será una pedagogía de las
profundidades: responderá al mar de fondo.
No podríamos por menos de
reconocer, como mínimo, en la palabra “educación” tres sentidos: educir,
inducir, conducir. Las tres coinciden en que educar es, de algún modo,
manipular. No hay educación sin proceso de transmisión manipuladora de saberes
y haceres; siempre en el seno de unas condiciones socio-históricas determinadas
y siempre manipuladas. Eso ocurre porque el saber y el hacer han nacido en el
entramado de una estructura de clases sociales, y se ha desarrollado en medio
de una dialéctica histórica, es decir, que ha surgido de un clima de tensión
poco propicio para la neutralidad epistemológica. Podemos hablar de una
sobredeterminación de los saberes que, en el seno de la estructura en que se
han desarrollado, han adoptado muy frecuentemente la forma de una ideología al
servicio de una intención política muy determinada.
Nos guste o no, educar es
manipular, transformar, adaptar. Y, por lo tanto, destruir. Destruir la
ignorancia causada por el miedo, el inmovilismo causado por el poder, la
pudibundez enraizada en la hipocresía. Tal persona “educada” es una persona
domesticada, acomodada, asimilada, usada, abusada, sacrificada. La manipulación
es inevitable, pero destapémosla. No más fariseísmos que pretendan encubrir una
subterránea, artera e interesada manipulación al servicio de una clase, con
aires hipócritas de neutralidad y asepsia. Para una pedagogía de la
manipulación honrada y sin nada que ocultar, destruyamos el mito virginal de un
saber aséptico e incontaminado. Educar es también saber callar. Es desviarse.
Un aséptico distante siempre de lo que enseña, desvinculado de los contenidos
que su cabeza alberga, es un espantapájaros.
En la educación actual se
fomenta la esquizofrenia muy frecuentemente, al escindir y parcelar las
materias, que deberían aprenderse coordinadamente. Lo único que evita la total
esquizofrenia para la tecnocracia es la posesión del título, dotado de virtud unitiva
y englobante de los saberes parcelados y disconexos.
Si el saber es “crisis”,
es decir, crítica, muerte de lo decrépito y nacimiento de lo que nos hace más
libres, entonces el tutor, el hombre de las seguridades, el contenedor, el
asegurador, está de más. Su función es bloquear, calmar, neutralizar. El tutor
es la “paz”, el bastión del apoliticismo y el pilar del orden docente
establecido. Callar es otorgar. Quien calla otorga su consentimiento a la
pedagogía interesada en la neutralidad aparente. En una pedagogía estática, el
tutor sería el garante de las ideas transmitidas, que hay que defender, caiga
quien caiga. Lo importante de este tipo de magisterio es lograr cabezas bien llenas, sin importar que las
cabezas estén bien hechas: somos un
objeto más que sujetos. Somos en la clase su propiedad privada, por eso nos
“especializa”, nos reduce; de si tiene sentido o de cuál es el sentido de
cuanto aprendemos, ¿para qué acordarse?
En el fondo de tanta
tutoría lo que hay es una propensión a aceptar la disposición
institucionalizadora de la enseñanza. La docencia aséptica se suele ejercer por
vía de magistralidad: el magíster se limita a dar lecciones indiscutibles.
Tiene tras de sí, si no la fuerza de su saber, sí al menos el saber de su
fuerza. ¿Se entendería a un profesor que no aprobase ni suspendiese? ¿Sabemos
lo que puede ser una educación dinámica, si nunca lo hemos comprobado?
Los sentimientos más
contradictorios albergan al profesor honrado en su manipulación. Si no aprueba,
perpetúa la situación. Si aprueba, perpetúa la injusticia. Es un dilema que se
renueva en cada evaluación. Con ella, se desglosa de tal suerte la identidad de
la materia explicada, que queda pulverizada en exámenes parciales que todo lo
desconectan. El resultado es que el saber, que es auténtico placer de dioses,
resulta para muchos alumnos un aborrecible objeto, del que se zafan cuando
abandonan.
Solamente habrá
posibilidad de diálogo y de una manipulación que respete a la persona en la
medida en que renuncie a saberlo todo, a preverlo todo, a organizarlo todo. Sin
la libertad, no es posible una pedagogía. Una libertad estructural, y por lo
tanto no minoritaria, una libertad para toda la sociedad, que repercuta en toda
la sociedad a todos los niveles. A eso no tendríamos inconveniente en llamarla
pedagogía socialista. Pero no en un sentido dogmático de un Estado burocrático,
sino en una pedagogía socialista donde la persona cuente como el motor y el
plan primero que es el de la movilidad social, una pedagogía personalista y comunitaria
desde los pies hasta la cabeza, es decir, en la plurifuncionalidad de todos los
miembros que concurren integralmente para la marcha armónica del organismo.
Porque, en el fondo, lo
único claro es que una pedagogía nueva tiene que ser una pedagogía enraizada en
el pueblo en marcha, y no un elemento para garantizar la ominosa opresión
perpetuada de una minoría.
Carlos Díaz – No hay escuela neutral