En los templos solían
pronunciarse sermones en los que se afirmaba que los que quebrantaban la ley
acababan mal. Ni una sola vez se mencionaba a los que, en igual número,
acababan mal a pesar de haber observado fielmente la ley, ni tampoco a los
muchísimos que prosperaban a pesar de haberla quebrantado.
Y no podía hacerse nada
por cambiar la ley, porque el profeta que había pretendido haberla recibido de
Dios había muerto hacía muchísimo tiempo. De haber vivido, tal vez hubiera
tenido el valor y el sentido común de cambiar la ley a tenor de las
circunstancias, porque habría tomado la Palabra de Dios no como algo que hubiera que
reverenciar, sino como algo que debía usarse para el bienestar del pueblo.
La consecuencia de todo
ello es que había personas que se burlaban de la ley, de Dios y de la religión.
Otras la quebrantaban en secreto, y siempre con la sensación de estar pecando.
Pero la inmensa mayoría la observaba fielmente, llegando incluso a considerarse
santos por el simple hecho de haber respetado una absurda y anticuada costumbre
de la que el miedo les impedía prescindir.
Lo que produce daño
no es la diversidad de
nuestros dogmas,
sino nuestro dogmatismo.
Por eso, si cada uno de
nosotros hiciera
aquello de lo que está
firmemente persuadido
que es la voluntad de
Dios,
el resultado sería el más
absoluto caos.
La culpa la tiene la
certeza.
La persona espiritual
conoce la incertidumbre,
que es un estado de ánimo
desconocido para el
fanático religioso.
¿Has intentado alguna vez
organizar algo como, por
ejemplo, la paz?
En el momento en que lo
hagas
verás lo que son los
conflictos de poder
y las luchas internas
dentro de la organización.
La única manera de tener
paz
es dejarla crecer
libremente.
Las personas
verdaderamente religiosas observan la
Ley.
Pero ni la temen,
ni la reverencian,
ni la absolutizan,
ni la magnifican
desproporcionadamente,
ni la explotan.
Solo la reconciliación
salvará al mundo,
no la justicia,
que suele ser una forma de
venganza.
Por desgracia, la mayoría
de las personas poseen la religión suficiente para odiar, pero no bastante como
para amar.
Anthony de Mello – La
oración de la rana
Reflexión:
Si el Dios de las
religiones monoteístas existiera verdaderamente y revelara su Ley a algún ser
humano, ¿cuál sería el contenido de tal revelación?: Amor. Solo esa palabra
sería suficiente para que entendiéramos por qué nos creó, ningún mandato más,
ningún otro Libro Sagrado, ninguna religión ni creencia sería necesaria.
Si el Dios de las
religiones monoteístas existiera verdaderamente, ¿no sería el mismo y único
Dios? Entonces, no habría ninguna justificación para disputarse el privilegio y
la exclusividad de su Verdad. No
habría lugar para la intolerancia, ni para las cruzadas exterminatorias, ni
para el odio.
Si el Dios de las
religiones monoteístas existiera verdaderamente y, como dicen, hubiera creado
al ser humano en un acto de Amor, ¿qué importancia tendría la fe? Incluso sería
irrelevante si una buena parte de la humanidad determinara no creer en Él pero
que, sin embargo, practicara la
Ley del Amor. Él desearía que esa fuera la única religión.
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