El hombre es el engañado
del cosmos. Somos engañados conscientemente como si estuviéramos ansiosos de
engaño, de dependencia, como si estuviéramos ancestralmente necesitados de que otros nos saquen de nuestra radical
inseguridad, aunque sea a costa de dominios, de imposiciones y de obediencias
que hayan de marcarnos para siempre como esclavos de cuanto aceptamos como cosa
superior.
Curiosamente, el ser humano es el único
animal que obedece a aquello que desconoce radicalmente. Parece como si el ser
humano hubiera perdido definitivamente el sentido de su propia libertad y se
hubiera plegado a todas las fuerzas que le arrastran irremisiblemente hacia la
dependencia.
Si repasamos la historia
comprobaremos que el devenir de la especie, desde sus albores, ha sido una
constante sucesión de tensiones entre entidades minoritarias detentadoras de
poder y una masa informe de gente incapaz de ejercer su legítimo e inalienable
derecho a la libertad. El ser humano ha sido, y es, un ente condicionado,
dependiente, propicio a la manipulación. Obedece por miedo y hasta con alegría
a todo aquello que cree que le evita “la funesta manía de pensar” y le impone
sus verdades por decreto.
En esta tesitura, el hombre libre –y quiero
decir realmente libre– se convierte
en un proscrito, en un perseguido obligado al silencio. Y todo ello, ¿por qué?
No hay respuesta autorizada. Y, si la hay, queda ahogada por los gritos de los
que saben chillar mejor, o más fuerte.
Creo que puede
establecerse un paralelismo claro y tajante entre esa Gran Manipulación Cósmica
que incide en la naturaleza misma del hombre y esa otra menor, que se ejerce
sin que tengamos conciencia clara de las entidades más o menos anónimas de
nuestro entorno inmediato que la llevan a cabo.
El ser humano vive en un mundo de
apariencias. Nos movemos entre estas apariencias que nos transmiten los
sentidos sin detenernos a pensar que efectivamente lo son; las tomamos vitalmente como reales, como auténticas
e inamovibles. Y todo aquello que no encaja en esas coordenadas lo rechazamos
por ilógico, por irreal, por irracional
y por imposible; o lo que es peor aún, lo admitimos sin rechistar, como
manifestación de una presunta divinidad inalcanzable, todopoderosa y
omnisciente, a la que solo por la fe y por las creencias –impuestas– podemos
aprehender.
Esa Realidad nos está
manipulando en unas coordenadas que normalmente somos incapaces no solo de
alcanzar, sino de hasta entender. Pero su juego es exactamente igual al que
ejercen sobre nosotros las entidades manipuladoras de nuestro propio mundo,
hasta el punto de que nos es totalmente imposible distinguir sus límites. Como
reacción frente a esta otra teología prefabricada sobre la otra Realidad, surge
la ciencia académica, al menos, ese otro dogma
pragmático y pretendidamente experimental que llamamos ciencia. Sus
sacerdotes proclaman que todo debe poderse explicar por la razón. Es más, que
aquello que no puede explicarse racionalmente no existe.
El ser humano parece obligado
inapelablemente a elegir entre estas dos dependencias primarias: o cree y
acepta a ciegas la creencia, o se lanza a tumba abierta a confiar en una
ciencia que juega a los bolos con la realidad aparente y niega lo que no ha
pasado por el cedazo de su pragmatismo. El hombre “tiene que” creer o “tiene
que” aceptar a los que dicen saber. Si no lo hace, o se condena o se le suspende.
Pero esos niveles
–sociales, económicos, científicos, religiosos, o simplemente supersticiosos–
no son más que el puro y simple reflejo de otra manipulación que llega desde la Otra Realidad y que
es la que realmente configura y mediatiza el comportamiento humano en tanto que
especie.
Esas manipulaciones condicionan nuestro
comportamiento y el ser humano navega durante toda su existencia en un mar de
ciegas obediencias que, sin formar en modo alguno parte integrante de su
naturaleza, delimitan su libertad de acción y hasta de evolución,
condicionándole por donde quieren las fuerzas que pretender conformar las
conciencias y condicionar los actos en su propio y exclusivo beneficio.
No es el conformismo la
única y pasiva solución a las presiones manipuladoras, por el contrario, hay
una solución, un camino –o varios– de liberación. El hombre tiene absoluta
necesidad de comprender y asumir lo desconocido y el conocimiento que se le
escamotea. Solo puede temerse lo que se ignora radicalmente. Solo se obedece a
ciegas a lo que se teme.
Si logramos vislumbrar la naturaleza de la
otra Realidad o acceder a ella por voluntad
propia, dejaremos de sentirla como fuerzas desconocidas e incontrolables
que nos dominan. Ese hallazgo solo puede ser resultado de búsqueda y de
encuentro por parte de cada individuo,
porque la unión en grupo o sectas, sean del tipo que sean y por más que
proclamen a los cuatro vientos la libertad del hombre como intención, camino y
meta, conforman otra manera de dependencia en la que puede caer cualquiera que
no haya desarrollado su voluntad liberadora, o su intención trascendente.
No olvidemos que la labor
de los grandes maestros no consiste en enseñar,
sino en ayudar a que cada cual encuentre libremente su propio camino. Solo así
podrá el ser humano hallar el centro de su trascendencia. Y, al hallarlo, estará
en condiciones de enfrentarse conscientemente con probabilidades de triunfo a
la manipulación de que el género humano es objeto, intentando evitar nuestra
lógica evolución.
Juan G. Atienza – La Gran Manipulación Cósmica
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