lunes, 27 de abril de 2015

La economía mundial es la más eficiente expresión del crimen organizado (Eduardo Galeano)



La escuela del mundo al revés es la más democrática de las instituciones educativas. No exige examen de admisión, no cobra matrícula y gratuitamente dicta sus cursos, a todos y en todas partes, así en la tierra como en el cielo: por algo es hija del sistema que ha conquistado, por primera vez en toda la historia de la humanidad, el poder universal. En la escuela del mundo al revés, el plomo aprende a flotar y el corcho, a hundirse. Las víboras aprenden a volar y las nubes aprenden a arrastrarse por los caminos.

El mundo al revés premia al revés: desprecia la honestidad, castiga el trabajo, recompensa la falta de escrúpulos y alimenta el canibalismo. Sus maestros calumnian la naturaleza: la injusticia, dicen, es la ley natural. La aptitud más útil para abrirse paso y sobrevivir, el instinto asesino, es virtud humana cuando sirve para que las empresas grandes hagan la digestión de las empresas chicas y para que los países fuertes devoren a los países débiles, pero es prueba de  bestialidad cuando cualquier pobre tipo sin trabajo sale a buscar comida con un cuchillo en la mano. Los enfermos de la patología antisocial, locura y peligro que cada pobre contiene, se inspiran en los modelos de buena salud del éxito social. Los delincuentes de morondanga aprenden lo que saben elevando la mirada, desde abajo, hacia las cumbres; estudian el ejemplo de los triunfadores y, mal que bien, hacen lo que pueden para imitarles los méritos.



Las posibilidades de que un banquero que vacía un banco pueda disfrutar, en paz, del fruto de sus afanes son directamente proporcionales a las posibilidades de que un ladrón que roba un banco vaya a parar a la cárcel o al cementerio. Cuando un delincuente mata por alguna deuda impaga, la ejecución se llama ajuste de cuentas; y se llama plan de ajuste la ejecución de un país endeudado, cuando la tecnocracia internacional decide liquidarlo. El malevaje financiero secuestra países y los cocina si no pagan el rescate: si se compara, cualquier hampón resulta más inofensivo que Drácula bajo el sol. La economía mundial es la más eficiente expresión del crimen organizado.

Los organismos internacionales que controlan la moneda, el comercio y el crédito practican el terrorismo contra los países pobres, y contra los pobres de todos los países, con una frialdad profesional y una impunidad que humillan al mejor de los tirabombas.
El arte de engañar al prójimo, que los estafadores practican cazando incautos por las calles, llega a lo sublime cuando algunos políticos de éxito ejercitan su talento. En los suburbios del mundo, los jefes de estado venden los saldos y retazos de sus países, a precio de liquidación por fin de temporada, como en los suburbios de las ciudades los delincuentes venden, a precio vil, el botín de sus asaltos.
    Los pistoleros que se alquilan para matar realizan, en plan minorista, la misma tarea que cumplen, en gran escala, los generales condecorados por crímenes que se elevan a la categoría de glorias militares. Los asaltantes, al acecho en las esquinas, pegan zarpazos que son la versión artesanal de los golpes de fortuna asestados por los grandes especuladores que desvalijan multitudes por computadora. Los violadores que más ferozmente violan la naturaleza y los derechos humanos, jamás van presos. Ellos tienen las llaves de las cárceles.

En el mundo tal cual es, mundo al revés, los países que custodian la paz universal son los que más armas fabrican y los que más armas venden a los demás países; los bancos más prestigiosos son los que más narcodólares lavan y los que más dinero robado guardan; las industrias más exitosas son las que más envenenan el planeta; y la salvación del medio ambiente es el más brillante negocio de las empresas que lo aniquilan. Son dignos de impunidad y felicitación quienes matan la mayor cantidad de gente en el menor tiempo, quienes ganan la mayor cantidad de dinero con el menor trabajo y quienes exterminan la mayor cantidad de naturaleza al menor costo.

Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen. El mundo al revés nos entrena para ver al prójimo como una amenaza y no como una promesa, nos reduce a la soledad y nos consuela con drogas químicas y con amigos cibernéticos. Estamos condenados a morirnos de hambre, a morirnos de miedo o a morirnos de aburrimiento, si es que alguna bala perdida no nos abrevia la existencia.



¿Será esta libertad, la libertad de elegir entre esas desdichas amenazadas, nuestra única libertad posible? El mundo al revés nos enseña a padecer la realidad en lugar de cambiarla, a olvidar el pasado en lugar de escucharlo y a aceptar el futuro en lugar de imaginarlo: así practica el crimen, y así lo recomienda. En su escuela, escuela del crimen, son obligatorias las clases de impotencia, amnesia y resignación. Pero está visto que no hay desgracia sin gracia, ni cara que no tenga su contracara, ni desaliento que no busque su aliento. Ni tampoco hay escuela que no encuentre su contraescuela.

Atrapados en las trampas del pánico, los niños de clase media están cada vez más condenados a la humillación del encierro perpetuo. En la ciudad del futuro, que ya está siendo ciudad del presente, los teleniños, vigilados por niñeras electrónicas, contemplarán la calle desde alguna ventana de sus telecasas: la calle prohibida por la violencia o por el pánico a la violencia, la calle donde ocurre el siempre peligroso, y a veces prodigioso, espectáculo de la vida.
    No sólo enseña a confundir la calidad de vida con la cantidad de cosas sino que, además, brinda cotidianos cursos audiovisuales de violencia, que los videojuegos complementan. El crimen es el espectáculo más exitoso de la pantalla chica. Golpea antes de que te golpeen, aconsejan los maestros electrónicos de los videojuegos. Estás solo, sólo cuentas contigo. Coches que vuelan, gente que estalla: Tú también puedes matar. Y, mientras tanto, crecen las ciudades. Y con las ciudades, a ritmo de pánico, crece el delito.

La economía mundial exige mercados de consumo en perpetua expansión, para dar salida a su producción creciente y para que no se derrumben sus tasas de ganancia, pero a la vez exige brazos y  materias primas a precio irrisorio, para abatir sus costos de producción. El mismo sistema que necesita vender cada vez más, necesita también pagar cada vez menos. Esta paradoja es madre de otra paradoja: el norte del mundo dicta órdenes de consumo cada vez más imperiosas, dirigidas al sur y al este, para multiplicar a los
consumidores, pero en mucha mayor medida multiplica a los delincuentes. Al apoderarse de los fetiches que brindan la existencia real a las personas, cada asaltante quiere tener lo que su víctima tiene, para ser lo que su víctima es. Armaos los unos a los otros: hoy por hoy, en el manicomio de las calles, cualquiera puede morir de bala: el que ha nacido para morir de hambre y también el que ha nacido para morir de indigestión.



En la era de las privatizaciones y del mercado libre, el dinero gobierna sin intermediarios. ¿Cuál es la función que se atribuye al estado? El estado debe ocuparse de la disciplina de la mano de obra barata, condenada a salarios enanos, y de la represión de las peligrosas legiones de brazos que no encuentran trabajo: un estado juez y gendarme, y poco más. En muchos países del mundo, la justicia social ha sido reducida a justicia penal. El estado vela por la seguridad pública: de los otros servicios, ya se encargará el mercado; y de la pobreza, gente pobre, regiones pobres, ya se ocupará Dios, si la policía no alcanza. Aunque la administración pública quiera disfrazarse de madre piadosa, no tiene más remedio que consagrar sus menguadas energías a las funciones de vigilancia y castigo. En estos tiempos neoliberales, los derechos públicos se reducen a  favores del poder, y el poder se ocupa de la salud pública y de la educación pública, como si fueran formas de la caridad pública, en vísperas de elecciones.

El poder, que practica la injusticia y vive de ella, transpira violencia por todos los poros. Sociedades divididas en buenos y malos: en los infiernos suburbanos acechan los condenados de piel oscura, culpables de su pobreza y con tendencia hereditaria al crimen: la publicidad les hace agua la boca y la policía los echa de la mesa. El sistema niega lo que ofrece, objetos mágicos que hacen realidad los sueños, lujos que la tele promete, las luces de neón anunciando el paraíso en las noches de la ciudad, esplendores de la riqueza virtual: como bien saben los dueños de la riqueza real, no hay valium que pueda calmar tanta ansiedad, ni prozac capaz de apagar tanto tormento. La cárcel y las balas son la terapia de los pobres.

Hay pobres por ley de juego o fatalidad del destino. Tampoco la violencia es hija de la injusticia. El lenguaje dominante, imágenes y palabras producidas en serie, actúa casi siempre al servicio de un sistema de recompensas y castigos, que concibe la vida como una despiadada carrera entre pocos ganadores y muchos perdedores nacidos para perder. La violencia se exhibe, por regla general, como el fruto de la mala conducta de los malos perdedores, los numerosos y peligrosos inadaptados sociales que generan los barrios pobres y los países pobres. La violencia está en su naturaleza. Ella corresponde, como la pobreza, al orden natural, al orden biológico o, quizá, zoológico: así son, así han sido y así seguirán siendo. La injusticia, fuente del derecho que la perpetúa, es hoy por hoy más injusta que nunca, al sur del mundo y al norte también, pero tiene poca o ninguna existencia para los grandes medios de comunicación que fabrican la opinión pública en escala universal.



La memoria del poder no recuerda: bendice. Ella justifica la perpetuación del privilegio por derecho de herencia, absuelve los crímenes de los que mandan y proporciona coartadas a su discurso. La memoria del poder, que los centros de educación y los medios de comunicación difunden como única memoria posible, sólo escucha las voces que repiten la aburrida letanía de su propia sacralización. La impunidad exige la desmemoria. Hay países y personas exitosas y hay países y personas fracasadas, porque los eficientes merecen
premio y los inútiles, castigo. Para que las infamias puedan ser convertidas en hazañas, la memoria del norte se divorcia de la memoria del sur, la acumulación se desvincula del vaciamiento, la opulencia no tiene nada que ver con el despojo. La memoria rota nos hace creer que la riqueza y la pobreza vienen de la eternidad y hacia la eternidad caminan, y que así son las cosas porque Dios, o la costumbre, quieren que así sean.

Octava maravilla del mundo, décima sinfonía de Beethoven, undécimo mandamiento del Señor: por todas partes se escuchan himnos de alabanza al mercado libre, fuente de prosperidad y garantía de democracia. El mercado libre ha convertido a nuestros países en bazares repletos de chucherías importadas, que la mayoría de la gente puede mirar pero no puede tocar. Así ha sido desde los lejanos tiempos en que los comerciantes y los terratenientes usurparon la independencia, conquistada por nuestros soldados descalzos, y la pusieron en venta. Entonces fueron aniquilados los talleres artesanales que podían haber incubado a la industria nacional. Los puertos y las grandes ciudades, que arrasaron al interior, eligieron los delirios del consumo en lugar de los desafíos de la creación.

La realidad, que también existe aunque a veces se note poco, y que no es muda aunque a veces se hace la callada, nos informa que el libre flujo de capitales está engordando cada día más a los narcotraficantes y a los banqueros que dan refugio a sus narcodólares. El derrumbamiento de los controles públicos, en las finanzas y en la economía, les facilita el trabajo: les proporciona buenas máscaras y les permite organizar, con mayor eficacia, los circuitos de distribución de drogas y el lavado del dinero sucio. También dice la realidad que esa luz verde está sirviendo para que el norte del mundo pueda dar rienda suelta a su generosidad, instalando al sur y al este sus industrias más contaminantes, pagando salarios simbólicos y obsequiándonos sus residuos nucleares y otras basuras.


Eduardo Galeano – Patas Arriba 

miércoles, 22 de abril de 2015

El mundo tiene un Alma (Paulo Coelho)


¿Qué fuerza es esa que nos aleja de la comodidad que nos es familiar y nos hace afrontar desafíos, aun sabiendo que la gloria del mundo es transitoria? Creo que ese impulso se llama búsqueda del sentido de la vida. Durante muchos años he buscado, en los libros, en el arte, la ciencia, en los peligrosos o cómodos caminos que he recorrido, una respuesta definitiva a esa pregunta. He encontrado muchas. Hoy estoy convencido de que esa respuesta nunca nos será confiada en esta vida, aunque al final comprenderemos cada una de las oportunidades que nos fueron ofrecidas.




Cuando quieres una cosa, todo el Universo conspira para ayudarte a conseguirla. El universo siempre conspira a favor de los soñadores. Para alcanzar sus sueños, el guerrero necesita una voluntad firme, y una inmensa capacidad de entrega: aunque tenga un objetivo, no siempre el camino para lograrlo es aquel que se imagina.


Creo en señales. Creo en el Destino. Creo que la gente tiene, todos los días, una posibilidad de saber cuál es la mejor decisión en todo lo que hace. Los cambios que el destino provoca en las personas son favorables si sabemos descifrar su contenido.
   Que nunca nos veamos atrapados por las cosas que creemos conocer, porque en realidad poco sabemos del Destino. Pero que eso nos lleve a comportarnos de manera impecable y a utilizar cuatro virtudes que debemos conservar: valor, elegancia, amor y amistad.


En un determinado momento, perdemos el control de nuestras vidas, y éstas pasan a ser gobernadas por el destino. Hay cosas que son colocadas en nuestras vidas para reconducirnos al verdadero camino de nuestra Leyenda Personal. Otras surgen para que podamos aplicar todo aquello que aprendimos. Y, finalmente, algunas llegan para enseñarnos.
    Que una vez escogido el camino, no volvamos a mirar atrás, ni dejemos que nuestra alma se vea corroída por el remordimiento.
    El Camino incluye el respeto por todo lo que es pequeño y sutil.





Huir de la lucha es lo peor que puede sucedernos. Es peor que perder la lucha, porque en la derrota siempre podemos aprender algo, pero en la fuga todo lo que logramos es declarar la victoria de nuestro enemigo.
    La derrota termina cuando volvemos de nuevo al combate.


Tenemos siempre tendencia a fantasear acerca de las cosas y a no ver las lecciones que están delante de nuestros ojos. Huye de la rutina e intenta lo nuevo, lo espectacular. Ese detalle, por pequeño que sea, te puede abrir las puertas a una gran aventura, tanto humana como espiritual. No intentes ser útil. Intenta ser tú: eso basta, y en eso reside tu razón de ser.
    A medida que actúes, tienes que ser como el río que fluye, silencioso, entregándose a una energía mayor. Tienes que creer.
    Cada mañana trae consigo una bendición, una bendición que solo sirve para este día y que no se puede guardar ni reaprovechar.



Las pruebas más duras en el camino espiritual: la paciencia para esperar el momento adecuado y el coraje de no decepcionaros con lo que habéis encontrado. ¿Por qué la paciencia es tan importante? Porque nos hace prestar atención.
    Un guerrero responsable no es el que coloca sobre sus hombros el peso del mundo, sino aquel que aprendió a luchar contra los desafíos del momento. Tengo una única certeza. Existe un universo paralelo, espiritual, que interfiere en el mundo en que vivimos.





El camino de la magia –como, en general, el camino de la vida– es y será siempre el camino del misterio. He aprendido que el mundo tiene un Alma y que quien entiende esa Alma entenderá el lenguaje de las cosas.
    Existe un lenguaje que va más allá de las palabras. Si aprendo a descifrar este lenguaje sin palabras, conseguiré descifrar el mundo.


Ninguno de nosotros tiene prisa, durante este viaje estamos destruyendo y reconstruyendo continuamente lo que somos.
    No intentes acortar el camino, sino recorrerlo de tal manera que cada acción haga más sólido el terreno y más hermoso el paisaje.
Las cosas más sencillas de la vida son las más extraordinarias. Dejad que se manifiesten.


Existen momentos en la vida en que la única alternativa posible es perder el control. Los cambios solo se dan cuando hacemos algo que va en contra, totalmente en contra, de todo aquello a lo que estamos acostumbrados.
    El que haya decidido que no puede ser de una manera diferente será destruido por la rutina.


El hombre lejos de sus semejantes, por muy inteligente que sea, no conseguirá conservar su calor y su llama. Lo único seguro es la mediocridad, por eso debes correr tus riesgos y hacer lo que deseas.
    Conocimiento sin transformación no es sabiduría.



La felicidad es algo que se multiplica cuando se divide.



Paulo Coelho – Alquimia


domingo, 19 de abril de 2015

La filosofía separó la vida de la realidad (María Zambrano)



La poesía unida a la realidad es la historia. Pero, no es preciso decirlo así, no debiera serlo porque la realidad es poesía al mismo tiempo y al mismo tiempo, historia. El pensamiento, el riguroso pensamiento filosófico tradicional separó a ambas y casi las anuló reservándose para sí la realidad íntegra, para sustituirla en seguida por otra realidad, segura, ideal, estable y hecha a la medida del intelecto humano.

El hombre, todo hombre, ha sido racionalista con un racionalismo esencial, de base, de fundamento, que podía, inclusive, escindirse en teorías o «ismos» de enunciación opuesta. Mas, esta oposición no alteraba la medida, la proporción de verdad, seguridad y liberación que habían hecho de la confusa realidad virginal, de las oscuras y terribles pasiones, un mundo habitable, un orbe donde el hombre instalado ya casi naturalmente, se sentía con potencia para edificar y con humildad para contemplar lo edificado, con violencia para desprenderse de mucho y con amor para adherirse profundamente a algo.
         
Hoy este mundo se desploma. Nos ha tocado a nosotros, los vivientes de hoy, pero todavía más a los que atravesamos la difícil edad que pasa de la juventud y no alcanza la madurez, soportar este derrumbamiento; y digo «soportar» porque es el mínimo exigible y no me atrevo a expresar afirmativamente lo que late en el fondo de cada uno de nosotros. Porque no me atrevo a aceptar, sin más, el mandato, cuya voz de tantas maneras evitamos el oír: la voz que nos llama más allá del mero soportar este derrumbamiento para participar en la creación de lo que le siga. Porque algo forzosamente le ha de seguir.




Vemos un horizonte histórico cuando ya no estamos propiamente bajo su curva, cuando ya se ha congelado en algo escultórico, fundido en el hielo inmortal de toda muerte (allí donde acaban todas las confusiones, todas las disputas). Pero hay un instante peligroso y difícil en que podemos percibir el horizonte en unidad que nos deja y del que no acabamos de desprendernos por superstición e inercia, también por desamparo. Es el tiempo del desamparo, del triste desamparo humano de quien no siente su cabeza cubierta por un firmamento organizador. Tan sólo cúpulas, las falsas, mentirosas, cúpulas de la impostura.

¿Qué es lo que se va? De este horizonte de veinticuatro siglos de razón. ¿Qué es lo que nos deja o nos ha dejado ya? Muchas cosas; y lo que nos importa no son tanto las cosas de la cultura como la cultura misma; el horizonte y el suelo que la hizo posible. Y este horizonte fue el racionalismo.  
   Triunfó conquistándose la realidad indefinida definiéndola como ser; ser que es unidad, identidad consigo mismo, inmutabilidad residente más allá de las apariencias contradictorias del mundo sensible del movimiento; ser captable únicamente por una mirada intelectual que es «idea». Ser ideal, verdadero, en contraposición a la fluyente, movediza, confusa y dispersa heterogeneidad que es el encuentro primero de toda vida.
    
Fácilmente se comprende que todo ello significa una condena de la poesía. Y mientras tanto, de otro lado el poeta seguía su vía de desgarramiento, crucificado en las apariencias, en las adoradas apariencias, de las que no sabe ni quiere desprenderse, apegado a su mundo sensible: al tiempo, al cambio y a las cosas que más cambian, cual son los sentimientos y pasiones humanas, a lo irracional sin medida, íbamos a decir sin remedio, porque esto es sin remedio ni curación posible.



La Filosofía fue además curación, consuelo y remedio de la melancolía inmensa del vivir entre fantasmas, sombras y espejismos. Pero la poesía no quiso curarse, no aceptó remedio ni consuelo ante la melancolía  irremediable del tiempo, ante la tragedia del amor inalcanzado, ante la muerte. Más leal tal vez en esto que la filosofía, no quiso aceptar consuelo alguno y escarbó, escarbó en el misterio. Su única cura estaba en la contemplación de la propia herida y, tal vez, en herirse más y más.
     Aun otra cosa, muy decisiva: el pensamiento filosófico se presentó a sí mismo como desinteresado. Y mientras, el poeta vagaba entregado a la confusión de sus ensueños, ajeno en su poesía al establecimiento y afirmación del poder; tomaba el mundo tal y como se lo encontraba, sin pretender ejercer sobre él reforma alguna, porque su atención iba hacia lo que no puede reformarse, y porque sobre el fracaso que implica toda vida humana, reacciona aceptándolo, y más: hundiéndose en él.

Y con esto, hemos tocado el punto más íntimo y delicado de la divergencia -que muchas veces ha sido enemistad- entre filosofía y pensamiento, entendiendo por filosofía esta del racionalismo tradicional: la diferencia frente al hecho del humano fracaso. Porque, toda vida humana es en su fondo una vida que se encuentra ante el fracaso, sin que el reconocer esto lleve por el momento ninguna calificación de pesimismo, pues quizá sea la previa condición para no llegar a él. Pertenece a la contextura esencial de la vida el serse insuficiente, el verse incompleta, el estar siempre en déficit. De no ser así, nada se haría ni se hubiera hecho. Y hay muchas maneras de salvar este fracaso; hay la manera apresurada e ingenua que pretende llenar de «cosas», de éxitos, este vacío, como el que quiere cubrir un abismo y el abismo se traga todo lo que se echa en él y siempre sigue ahí con su boca abierta, ávido y siempre necesitado de más.
         
Ante este fracaso originario, la poesía no toma conscientemente posición alguna, no se hace problema y aquí está la divergencia porque la filosofía es problema ante todo. Para la poesía nada es problemático sino misterioso. La poesía no se pregunta ni toma determinaciones, sino que se abraza al fracaso, se hunde en él y hasta se identifica con él. No pretende resolverlo, porque no le interesa actuar; su único actuar es su decir y su decir es una momentánea liberación en que el grado de libertad es el mínimo, pues vuelve a caer en aquello de que se ha liberado. Poesía es siempre retorno; subir para caer de nuevo; por esto hay quien ha visto solamente el instante en que cae y la identifica con la caída, porque no ve ni su vuelo ni su morosa reiteración que es causa de su eterno retorno. Retorno que nos dice que la realidad para el poeta es inagotable, como para todo amante.




Pero, quedaba otra cosa, un saber acerca de lo temporal denominado historia, saber de lo temporal, del acontecimiento contingente que esclaviza, del dato cierto del que no cabe liberación; saber de este mundo sin trasmundo posible, ni vuelo. Oscilante entre el saber y la ignorancia, entre el poder y el desinterés, llena de consideraciones concretas y rebasando lo concreto a cada paso. Mientras ha durado el amplio racionalismo de que hablamos, la historia no ha alcanzado categoría de saber con plenitud. «Semiciencia» y «semiarte», razonable y sin ser plenamente racional. No se había hecho sino asimilar imperialmente la historia. La razón había subido a su más alto punto y con ello había llegado justamente a su límite, a su dintel. Más allá no podría proseguir.
          
Lo que queda claro es que adentrándose en el ámbito de la razón, la historia subió de rango, se relacionó íntimamente con el saber esencial; mas no se encontró consigo misma. Ha sido necesario que a la razón la sustituya la vida, que aparezca la comprensión de la vida, para que la historia tenga independencia y rango, tenga plenitud. La vida misma del hombre es historia, toda vida está en la historia por lo pronto, sin que sepamos si ha de salir de ella. Antes se creía que sólo algunas vidas alcanzaban lo histórico; hoy sabemos que toda vida es, por lo pronto, histórica. La irracionalidad profunda de la vida que es su temporalidad y su individualidad, el que la vida se dé en personas singulares, inconfundibles e incanjeables, es el punto de partida dramático de la actual filosofía que ha renunciado así, humildemente, a su imperialismo racionalista.


María Zambrano – La Crisis del racionalismo europeo



lunes, 13 de abril de 2015

El existencialismo ateo (Jean-Paul Sartre)




El existencialismo ateo que yo represento declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre, la realidad humana. El hombre, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Solo será después, y será tal como se haya hecho. Así pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no solo es tal como se concibe, sino tal como él se quiere. El hombre no es otra cosa que lo que él se hace.

El existencialista suele declarar que el hombre es angustia. Esto significa que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no solo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no suele escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad. El existencialismo se opone decididamente a cierto tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible. Nada se cambiará aunque Dios no exista.

El existencialista piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir, puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres.
  Este es el punto de partida del existencialismo: todo está permitido si Dios no existe. Y, en consecuencia, el hombre está abandonado, porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse. No encuentra ante todo excusas. No hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad.
   Si Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así no tenemos justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. El hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace.




Solo hay realidad en la acción; el hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es, por lo tanto, más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida. No hay otro amor que el que se construye, no hay otra posibilidad de amor que la que se manifiesta en el amor. Un hombre que se compromete en la vida dibuja su figura, y fuera de esta figura no hay nada. Este pensamiento dispone a las gentes para comprender que solo cuenta la realidad, que los sueños, las esperas, las esperanzas, permiten solamente definir a un hombre como sueño desilusionado, como esperanzas abortadas, como esperas inútiles. Es decir, que esto lo define negativamente y no positivamente; sin embargo, cuando se dice: tú no eres otra cosa que tu vida, queremos decir que el hombre no es más que una serie de empresas, que es la suma, la organización, el conjunto de las relaciones que constituyen estas empresas.

Para nosotros, el hombre se encuentra en una situación organizada, donde está él mismo comprometido. Compromete con su elección a la humanidad entera, y no puede evitar elegir. Elige sin referirse a valores preestablecidos. El hombre se hace, no está todo hecho desde el principio, se hace al elegir su moral, y la presión de las circunstancias es tal, que no puede dejar de elegir una. No definimos al hombre sino en relación con un compromiso. Si hemos definido la situación del hombre como una elección libre, sin excusas y sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe.



Los actos de los hombres de buena fe tienen como última significación la búsqueda de la libertad como tal, en lo concreto. Queremos la libertad por la libertad y a través de cada circunstancia particular. Y al querer la libertad descubrimos que depende enteramente de la libertad de otros. En cuanto hay compromiso, estoy obligado a querer, al mismo tiempo que mi libertad, la libertad de los otros.

El sentido del humanismo significa que el hombre está continuamente fuera de sí mismo; es proyectándose fuera de sí mismo como hace existir al hombre y, por otra parte, es persiguiendo fines trascendentales como puede existir. No hay otro universo que este universo humano, el universo de la objetividad humana. Esta unión de la trascendencia, como constitutiva del hombre, no en el sentido en que Dios es trascendente, sino en el sentido de rebasamiento y de la subjetividad en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo sino presente siempre en un universo humano, es lo que llamamos humanismo existencialista. Humanismo porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo, y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo sino buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente como humano.


El existencialismo no es de este modo un ateísmo en el sentido de que se extenuaría en demostrar que Dios no existe. Más bien declaro: aunque Dios existiera, esto no cambiaría. No es que creamos que Dios existe, sino que el problema no es el de su existencia; es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se convenza de que nada puede salvarlo de sí mismo, así sea una prueba válida de la existencia de Dios. En este sentido, el existencialismo es un optimismo, una doctrina de acción, y solo por mala fe, confundiendo su propia desesperación con la nuestra, es como los cristianos pueden llamarnos desesperados.


Jean-Paul Sartre – El existencialismo es un humanismo