La escuela del mundo al
revés es la más democrática de las instituciones educativas. No exige examen de
admisión, no cobra matrícula y gratuitamente dicta sus cursos, a todos y en
todas partes, así en la tierra como en el cielo: por algo es hija del sistema
que ha conquistado, por primera vez en toda la historia de la humanidad, el poder universal. En la
escuela del mundo al revés, el plomo aprende a flotar y el corcho, a hundirse.
Las víboras aprenden a volar y las nubes aprenden a arrastrarse por los
caminos.
El mundo al revés premia
al revés: desprecia la honestidad, castiga el trabajo, recompensa la falta de
escrúpulos y alimenta el canibalismo. Sus maestros calumnian la naturaleza: la
injusticia, dicen, es la ley natural. La aptitud más útil para abrirse paso y
sobrevivir, el instinto asesino, es virtud humana cuando sirve para que las
empresas grandes hagan la digestión de las empresas chicas y para que los
países fuertes devoren a los países débiles, pero es prueba de bestialidad cuando cualquier pobre tipo sin
trabajo sale a buscar comida con un cuchillo en la mano. Los enfermos de la
patología antisocial, locura y peligro que cada pobre contiene, se inspiran en
los modelos de buena salud del éxito social. Los delincuentes de morondanga
aprenden lo que saben elevando la mirada, desde abajo, hacia las cumbres;
estudian el ejemplo de los triunfadores y, mal que bien, hacen lo que pueden
para imitarles los méritos.
Las posibilidades de que
un banquero que vacía un banco pueda disfrutar, en paz, del fruto de sus afanes
son directamente proporcionales a las posibilidades de que un ladrón que roba
un banco vaya a parar a la cárcel o al cementerio. Cuando un delincuente mata
por alguna deuda impaga, la ejecución se llama ajuste de cuentas; y se llama
plan de ajuste la ejecución de un país endeudado, cuando la tecnocracia internacional
decide liquidarlo. El malevaje financiero secuestra países y los cocina si no pagan
el rescate: si se compara, cualquier hampón resulta más inofensivo que Drácula
bajo el sol. La economía mundial es la más eficiente expresión del crimen
organizado.
Los organismos
internacionales que controlan la moneda, el comercio y el crédito practican el terrorismo
contra los países pobres, y contra los pobres de todos los países, con una frialdad
profesional y una impunidad que humillan al mejor de los tirabombas.
El arte de engañar al
prójimo, que los estafadores practican cazando incautos por las calles, llega a
lo sublime cuando algunos políticos de éxito ejercitan su talento. En los suburbios
del mundo, los jefes de estado venden los saldos y retazos de sus países, a
precio de liquidación por fin de temporada, como en los suburbios de las
ciudades los delincuentes venden, a precio vil, el botín de sus asaltos.
Los pistoleros que se
alquilan para matar realizan, en plan minorista, la misma tarea que cumplen, en
gran escala, los generales condecorados por crímenes que se elevan a la categoría
de glorias militares. Los asaltantes, al acecho en las esquinas, pegan zarpazos
que son la versión artesanal de los golpes de fortuna asestados por los grandes
especuladores que desvalijan multitudes por computadora. Los violadores que más
ferozmente violan la naturaleza y los derechos humanos, jamás van presos. Ellos
tienen las llaves de las cárceles.
En el mundo tal cual es,
mundo al revés, los países que custodian la paz universal son los que más armas
fabrican y los que más armas venden a los demás países; los bancos más
prestigiosos son los que más narcodólares lavan y los que más dinero robado
guardan; las industrias más exitosas son las que más envenenan el planeta; y la
salvación del medio ambiente es el más brillante negocio de las empresas que lo
aniquilan. Son dignos de impunidad y felicitación quienes matan la mayor
cantidad de gente en el menor tiempo, quienes ganan la mayor
cantidad de dinero con el menor trabajo y quienes exterminan la mayor cantidad
de naturaleza al menor costo.
Quien no está preso de la
necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las
cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que
tienen. El mundo al revés nos entrena para ver al prójimo como una amenaza y no
como una promesa, nos reduce a la soledad y nos consuela con drogas químicas y
con amigos cibernéticos. Estamos condenados a morirnos de hambre, a morirnos de
miedo o a morirnos de aburrimiento, si es que alguna bala perdida no nos
abrevia la existencia.
¿Será esta libertad, la
libertad de elegir entre esas desdichas amenazadas, nuestra única libertad
posible? El mundo al revés nos enseña a padecer la realidad en lugar de
cambiarla, a olvidar el pasado en lugar de escucharlo y a aceptar el futuro en
lugar de imaginarlo: así practica el crimen, y así lo recomienda. En su
escuela, escuela del crimen, son obligatorias las clases de impotencia, amnesia
y resignación. Pero está visto que no hay desgracia sin gracia, ni cara que no
tenga su contracara, ni desaliento que no busque su aliento. Ni tampoco hay
escuela que no encuentre su contraescuela.
Atrapados en las trampas
del pánico, los niños de clase media están cada vez más condenados a la
humillación del encierro perpetuo. En la ciudad del futuro, que ya está siendo
ciudad del presente, los teleniños, vigilados por niñeras electrónicas,
contemplarán la calle desde alguna ventana de sus telecasas: la calle prohibida
por la violencia o por el pánico a la violencia, la calle donde ocurre el siempre
peligroso, y a veces prodigioso, espectáculo de la vida.
No sólo enseña a confundir
la calidad de vida con la cantidad de cosas sino que, además, brinda cotidianos
cursos audiovisuales de violencia, que los videojuegos complementan. El crimen
es el espectáculo más exitoso de la pantalla chica. Golpea antes de que te
golpeen, aconsejan los maestros electrónicos de los videojuegos. Estás solo,
sólo cuentas contigo. Coches que vuelan, gente que estalla: Tú también puedes
matar. Y, mientras tanto, crecen las ciudades. Y con las
ciudades, a ritmo de pánico, crece el delito.
La economía mundial exige
mercados de consumo en perpetua expansión, para dar salida a su producción
creciente y para que no se derrumben sus tasas de ganancia, pero a la vez exige
brazos y materias primas a precio
irrisorio, para abatir sus costos de producción. El mismo sistema que necesita
vender cada vez más, necesita también pagar cada vez menos. Esta paradoja es
madre de otra paradoja: el norte del mundo dicta órdenes de consumo cada vez
más imperiosas, dirigidas al sur y al este, para multiplicar a los
consumidores, pero en
mucha mayor medida multiplica a los delincuentes. Al apoderarse de los fetiches
que brindan la existencia real a las personas, cada asaltante quiere tener lo que
su víctima tiene, para ser lo que su víctima es. Armaos los unos a los otros:
hoy por hoy, en el manicomio de las calles, cualquiera puede morir de bala: el
que ha nacido para morir de hambre y también el que ha nacido para morir de
indigestión.
En la era de las
privatizaciones y del mercado libre, el dinero gobierna sin intermediarios.
¿Cuál es la función que se atribuye al estado? El estado debe ocuparse de la disciplina
de la mano de obra barata, condenada a salarios enanos, y de la represión de
las peligrosas legiones de
brazos que no encuentran trabajo: un estado juez y gendarme, y poco más. En
muchos países del mundo, la justicia social ha sido reducida a justicia penal. El
estado vela por la seguridad pública: de los otros servicios, ya se encargará
el mercado; y de la pobreza, gente
pobre, regiones pobres, ya se ocupará Dios, si la policía no alcanza. Aunque la
administración pública quiera disfrazarse de madre piadosa, no tiene más remedio
que consagrar sus menguadas energías a las funciones de vigilancia y castigo.
En estos tiempos
neoliberales, los derechos públicos se reducen a favores del poder, y el poder se ocupa de la
salud pública y de la educación pública, como si fueran formas de la caridad pública,
en vísperas de elecciones.
El poder, que practica la
injusticia y vive de ella, transpira violencia por todos los poros. Sociedades
divididas en buenos y malos: en los infiernos suburbanos acechan los condenados
de piel oscura, culpables de su pobreza y con tendencia hereditaria al crimen: la
publicidad les hace agua la boca y la policía los echa de la mesa. El sistema
niega lo que ofrece, objetos mágicos que hacen realidad los sueños, lujos que
la tele promete, las luces de neón anunciando el paraíso en las noches de la
ciudad, esplendores de la riqueza virtual: como bien saben los dueños
de la riqueza real, no hay valium que pueda calmar tanta ansiedad, ni prozac
capaz de apagar tanto tormento. La cárcel y las balas son la terapia de los
pobres.
Hay pobres por ley de
juego o fatalidad del destino. Tampoco la violencia es hija de la injusticia.
El lenguaje dominante, imágenes y palabras producidas en serie, actúa casi siempre
al servicio de un sistema de recompensas y castigos, que concibe la vida como
una despiadada carrera entre
pocos ganadores y muchos perdedores nacidos para perder. La violencia se
exhibe, por regla general, como el fruto de la mala conducta de los malos perdedores,
los numerosos y peligrosos inadaptados sociales que generan los barrios pobres
y los países pobres. La violencia está en su naturaleza. Ella corresponde, como
la pobreza, al orden natural, al orden biológico o, quizá, zoológico: así son,
así han sido y así seguirán siendo. La injusticia, fuente del derecho que la
perpetúa, es hoy por hoy más injusta que nunca, al sur del mundo y al norte
también, pero tiene poca o ninguna existencia para los grandes medios de
comunicación que fabrican la opinión pública en escala universal.
La memoria del poder no
recuerda: bendice. Ella justifica la perpetuación del privilegio por derecho de
herencia, absuelve los crímenes de los que mandan y proporciona coartadas a su
discurso. La memoria del poder, que los centros de educación y los medios de comunicación difunden como
única memoria posible, sólo escucha las voces que repiten la aburrida letanía
de su propia sacralización. La impunidad exige la desmemoria. Hay países y
personas exitosas y hay países y personas fracasadas, porque los eficientes
merecen
premio y los inútiles,
castigo. Para que las infamias puedan ser convertidas en hazañas, la memoria
del norte se divorcia de la memoria del sur, la acumulación se desvincula del vaciamiento,
la opulencia no tiene nada que ver con el despojo. La memoria rota nos hace creer
que la riqueza y la pobreza vienen de la eternidad y hacia la eternidad
caminan, y que así son las cosas porque Dios, o la costumbre, quieren que así
sean.
Octava maravilla del
mundo, décima sinfonía de Beethoven, undécimo mandamiento del Señor: por todas partes
se escuchan himnos de alabanza al mercado libre, fuente de prosperidad y
garantía de democracia. El mercado libre ha convertido a nuestros países en bazares
repletos de chucherías importadas, que la mayoría de la gente puede mirar pero
no puede tocar. Así ha sido desde los lejanos tiempos en que los comerciantes y
los terratenientes usurparon la independencia, conquistada por nuestros
soldados descalzos, y la pusieron en venta. Entonces fueron aniquilados los
talleres artesanales que podían haber incubado a la industria nacional. Los
puertos y las grandes ciudades, que arrasaron al interior, eligieron los
delirios del consumo en lugar de los desafíos de la creación.
La realidad, que también
existe aunque a veces se note poco, y que no es muda aunque a veces se hace la
callada, nos informa que el libre flujo de capitales está engordando cada día
más a los narcotraficantes y a los banqueros que dan refugio a sus
narcodólares. El derrumbamiento de los controles públicos, en las finanzas y en la economía,
les facilita el trabajo: les proporciona buenas máscaras y les permite
organizar, con mayor eficacia, los circuitos de distribución de drogas y el
lavado del dinero sucio. También dice la realidad que esa luz verde está
sirviendo para que el norte del mundo pueda dar
rienda suelta a su generosidad, instalando al sur y al este sus industrias más
contaminantes, pagando salarios simbólicos y obsequiándonos sus residuos nucleares
y otras basuras.
Eduardo Galeano – Patas Arriba