La obra maestra de la
filosofía sería desarrollar los medios de que se sirve la Providencia para
alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ahí,
unos planes de conducta que puedan hacer conocer a ese desdichado individuo
bípedo el modo en que debe avanzar en la espinosa carrera de la vida a fin de
prevenir los caprichos extravagantes de esta fatalidad a la que se dan veinte
nombres diferentes, sin haber llegado todavía a conocerla ni a definirla.
Si, llenos de respeto por
nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos jamás de los diques que nos
imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos zarzas cuando los malvados sólo
recogen rosas, personas carentes de un fondo de virtudes lo bastante probado
como para superar tales observaciones ¿no considerarán entonces que es
preferible abandonarse al torrente que resistirlo? ¿No dirán que la virtud, por
hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que pueda tomarse,
si resulta demasiado débil para luchar contra el vacío, y que, en un siglo totalmente
corrompido, lo más seguro es actuar como los demás?
Algo más instruidos, si se
quiere, y abusando de las luces que han adquirido, ¿no dirán que
no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse al
mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de
producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al plan general que tal o
cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortunio persigue a la
virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los
proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los
malvados, que prosperan, que entre los virtuosos, que fracasan?
Es cierto, por tanto, que
la prosperidad puede acompañar la peor conducta, y que en el mismo centro del
desorden y de la corrupción, cuanto los hombres denominan la felicidad puede
esparcirse sobre la vida; pero que no nos alarme esta cruel y fatal verdad; que
el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por doquier a la virtud, no atormente
más a las personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo
aparente; además del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes
han seducido sus éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos
incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja
en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los crímenes que les han
llevado donde están? En cambio, el infortunado al que la suerte persigue, tiene
su corazón como consuelo, y los goces interiores que le procuran sus virtudes
le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.
La dureza de los ricos
legitima el mal comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a
nuestras necesidades, que la humanidad reine en su corazón, y las virtudes
podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio,
nuestra paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo
sirvan para aumentar nuestros
grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y seríamos muy tontos en
negárnoslos cuando pueden aliviar el yugo con que su crueldad nos sobrecarga.
La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales; si la suerte se complace en
estorbar este primer plan de las leyes generales, a nosotros nos corresponde
corregir sus caprichos y reparar, mediante nuestra habilidad, las usurpaciones
del más fuerte.
Me gusta oír a la gente
rica, a la gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta verles
predicarnos la virtud! Es muy difícil asegurarse contra el robo cuando se tiene
tres veces más de lo que hace falta para vivir; muy incómodo no concebir jamás
el asesinato, cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos para quienes
nuestras voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser moderado y
sobrio, cuando a cada hora se está rodeado de los manjares más suculentos; les
cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando no tienen ningún interés en mentir!... Pero nosotros,
nosotros a quienes esta Providencia bárbara, con la que cometes la locura de
convertirla en tu ídolo, ha condenado a arrastrarnos por la humillación como la
serpiente por la hierba; nosotros, a los que se nos mira sólo con menosprecio,
porque somos pobres; a los que se tiraniza, porque somos débiles; nosotros,
cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos pasos sólo encuentran abrojos,
¡quieres que nos privemos del crimen cuando sólo su mano nos abre la puerta de
la vida, nos mantiene en ella, nos conserva en ella, y nos impide perderla!
¡Quieres que perpetuamente sometidos y degradados, mientras la clase que nos
domina tiene para sí todos los favores de la Fortuna , nos reservemos sólo la pena, el
abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso!
No, o esta Providencia que tú reverencias sólo merece nuestro desprecio, o no
son éstas en absoluto sus voluntades.
Convéncete de que si nos pone en
situaciones en las que el mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo
la posibilidad de ejercerlo, es porque ese mal sirve tanto a sus leyes como el
bien, y gana tanto con uno como con el otro. Si nos ha creado a todos en el
estado de la igualdad, quien la altera no es más culpable que quien procura
restablecerla. Ambos actúan de acuerdo con los impulsos recibidos, ambos deben
seguirlos y disfrutar.
¿Acaso la sociedad no está
autorizada a no soportar jamás en su seno al que se manifiesta en contra de
ella? Y el individuo que se aísla, ¿puede luchar contra todos?, ¿puede vanagloriarse
de vivir feliz y tranquilo si, por no aceptar el pacto social, no consiente en
ceder una pequeña parte de su felicidad para garantizar la restante? La
sociedad sólo se sostiene mediante intercambios perpetuos de favores, que son
los vínculos que la cimentan; aquel que, en lugar de esos favores, sólo ofrezca
crímenes, deberá ser temido a partir de entonces, y será necesariamente
atacado, si es el más fuerte, y sacrificado por el primero al que ofenda, si es
el más débil; pero destruido en cualquier caso por la poderosa razón que obliga
al hombre a asegurar su reposo y a dañar a los que quieren turbarlo.
Esta es la razón que hace casi imposible la
duración de las asociaciones criminales:
al oponer únicamente unas puntas aceradas a los intereses de los demás, todos
deben reunirse sin demora para mellar su aguijón. Lo que llamamos interés de la
sociedad no es otra cosa que la suma de los intereses particulares reunidos, pero
sólo cediendo este interés particular se puede coincidir y colaborar con los intereses generales. Ahora
bien, ¿qué quieres que ceda el que no tiene nada? Si lo hace, no me negarás que
su error ha sido mucho mayor al dar infinitamente más de lo que recibe, y en
tal caso la desigualdad de la transacción debe impedir que la cumpla. Atrapado
en esta situación, lo mejor que puede hacer ese hombre ¿no es alejarse de esta
sociedad injusta para conceder los derechos a una sociedad diferente
que, situada en la misma posición que él, tenga interés en combatir, con la
reunión de sus pequeños poderes, el poder más amplio que quería obligar al
desdichado a ceder lo poco que tenía para no recibir nada de los demás?
Pero de ahí nacerá, me dirás, un estado de
guerra perpetuo. ¡De acuerdo! ¿Acaso no es el de la naturaleza? ¿El único que
nos conviene realmente? Todos los hombres nacieron aislados, envidiosos,
crueles y déspotas, deseosos de tenerlo todo y no ceder nada, y luchando
incesantemente por mantener tanto su ambición como sus derechos. Llegó el
legislador y dijo: «Dejad de enfrentaros así; al ceder un poco de uno y otro
lado, renacerá la tranquilidad». Yo no censuro en absoluto la existencia de
este pacto, pero sostengo que hay dos tipos de individuos que jamás debieron
someterse a él: aquellos que, sintiéndose más fuertes, no tenían necesidad de
ceder nada para ser felices, y aquellos que, siendo los más débiles, tenían que
ceder infinitamente más de lo que se les otorgaba. Y el caso es que la sociedad
sólo está compuesta de seres débiles y de seres fuertes. Ahora bien, si el
pacto tuvo que disgustar a los fuertes y a los débiles, estaba claro que no
convenía a la sociedad, y el estado de guerra, que existía antes, debía
resultar infinitamente preferible, ya que dejaba a cada cual el libre ejercicio
de sus fuerzas y de su ingenio, de los que se veían privados por el pacto
injusto de una sociedad, que siempre quitaba demasiado a uno y jamás concedía
suficiente a otro.
Así que el ser realmente
sensato es aquel que, con el riesgo de reanudar el estado de guerra que reinaba
antes del pacto, se revuelve irrevocablemente contra él, lo viola cuanto puede,
convencido de que lo que obtendrá de estas lesiones siempre será superior a lo
que podrá perder, si es el más débil, pues también lo era respetando el pacto:
puede convertirse en el más fuerte violándolo y, si las leyes lo devuelven a la
clase de la que ha querido escapar, el mal menor es perder la vida, que
representa una desdicha infinitamente menor que la de vivir en el oprobio y la
miseria.
Marqués de Sade - Justine o El infortunio de la virtud
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