La espiritualidad es el
esfuerzo por hallar el sentido y la finalidad última a nuestras vidas. Esta
espiritualidad se puede vivir en el marco de las sabidurías sin Dios. Desde el
Tao en China hasta los Upanishads en India, todas son un llamamiento al dominio e incluso a la extinción del
“yo pequeño individual” y de sus deseos parciales, lo que supone una toma de
conciencia de que el centro más íntimo del yo es el centro de la vida total del
universo, una llamada a ser uno con el Todo.
Todas las grandes
mutaciones humanas comienzan en la mente y en el corazón de los hombres cuando
éstos se preguntan sobre el sentido de su vida y de su historia común. Las
religiones instituidas no responden hoy día a los problemas vitales de nuestro
tiempo. Es el caso, por ejemplo, de las tres religiones reveladas, que se
fueron degradando muy pronto hasta convertirse en teologías de dominación.
La defensa de lo sagrado
es asunto de todos: el Reino de Dios está dentro de nosotros y no fuera del
mundo y de la historia; cada uno de nosotros es responsable de su advenimiento.
No se trata ya de las religiones del porvenir ni del porvenir de las
religiones, sino del porvenir de la vida, de la realización plena del hombre,
de su fe en el porvenir de la vida.
Hay, pues, una necesidad
de “reformular” en nuestras nuevas circunstancias históricas lo que podría ser
un orden social para el siglo XXI, a partir de los principios esenciales de
nuestra fe común. Semejante reformulación exige una relectura de textos
sagrados, hecha a la luz de las exigencias de los pueblos y, en primer lugar,
de los más desamparados de nuestra época.
Si un hombre o una mujer
va a la sinagoga, a la iglesia o a la mezquita, lo importante es que su rezo
sea el momento en que cada uno se concentre para tomar conciencia de su
relación con Dios, o con el Todo, pues el centro más íntimo y más preciado de
uno mismo es el centro de toda vida, y solo hay existencia por esta relación,
no simplemente concebida, sino vivida, y vivida en el amor. Su religión o su
sabiduría le hacen encontrar a Dios o al Uno en cada acto cotidiano, fuera de
cualquier sectarismo religioso, de todo espíritu particularista de partido o de
nación. Su única lealtad es en relación con el Todo y con la comunidad
universal de los hombres.
La sabiduría consiste en
reconocer que nuestros conocimientos siempre nos dejan a la orilla de un
abismo, de un vacío poblado de una infinidad de posibles. Esta conciencia de
los límites y de los postulados de nuestro conocimiento y esta apertura al
infinito de los posibles, es la experiencia primera de la fe en lo que las
religiones reveladas llaman Dios, y las sabidurías sin Dios la marcha hacia el
Uno y el todo. La fe es una razón sin fronteras. Es el acceso a la realidad en
su plenitud: ser para los demás es la única experiencia de la trascendencia. El
amor es la salida de sí mismo, fundamental y primera: la unión del “yo” con un
“tú” que le trae el mensaje. Un mensaje por el cual el hombre se vuelve humano
y divino.
El reinado de Dios se hace
presente ahí donde un hombre realiza esta total desposesión. Si no se hace
“todavía” presente, es porque esta relación con el mundo no se ha realizado aún
en todos. Esta tensión entre el “ya aquí” del despertar personal a la vida del
Todo, y el “aún no” del despertar de todos a la vida del Todo es la tragedia
optimista del despertar, pues cada uno de nosotros es responsable del despertar
de todos.
La fe es el motor
inagotable de la búsqueda que, sin ella, degeneraría en supersticiones
sugeridas por formas infantiles de la ciencia. La fe es, antes que nada, fe en
la razón, fe en el hombre al que insta a proseguir la búsqueda hasta sus
límites extremos, hasta alcanzar el silencio de la sabiduría y de la ciencia,
disponiéndose a acoger nuevas dimensiones de lo real. Esta sabiduría, como la
ciencia, toma conciencia durante la
lucha de sus límites y postulados, de su apertura, sin excluir ninguna, a todas
las experiencias, de lo radicalmente nuevo, apertura fundada sobre milenios de
errores y de victorias, siempre posibles, de lo nuevo, de lo inesperado, de lo
inédito.
El problema de la “defensa
de lo sagrado” no es, pues, el de una rivalidad de las religiones ni el de una
mezcla ecléctica de sus enseñanzas, sino la conciencia de lo que, en su
búsqueda sobre el sentido de la vida, es no solo común a todos, sino también
accesible, además, a un mundo irreligioso. Cuando un hombre que detesta el
nombre (de Dios) y se cree ateo, empieza por dedicarse por entero al diálogo
con el “tú” de su ser, como un “tú” que no puede estar limitado por otro, ya se
está dirigiendo a Dios.
“Lo sagrado” no es sino la
plenitud de lo real en todas sus dimensiones, es decir, más allá de los
sentidos y de la razón, con su significado y su trascendencia. No se puede
hallar a Dios si no es en todas partes. Esta es nuestra defensa de lo sagrado: descubrir en cada persona lo que le falta
para ser más humana. La realidad central y el drama de nuestro tiempo es que
estamos viviendo la más cruel de las guerras de religión. Se trata de la guerra
declarada por una religión que no se atreve a proclamar abiertamente su nombre
todavía, pero que, de hecho, rige hoy tanto las relaciones sociales como las
internacionales: lo que llamo el “monoteísmo” del mercado, que abarca todas las
idolatrías. En realidad, nuestra época no es atea, sino más bien politeísta,
pues el monoteísmo del mercado engendra el culto de numerosos ídolos, como el
dinero, el poder, los nacionalismos o los integrismos.
La tarea más urgente es
congregar a todos aquellos para los que la vida tiene un sentido y que son
conscientes de ser personalmente responsables de descubrirlo y ponerlo en
práctica. Estamos viviendo un momento histórico de crisis, de cuestionamiento y
de inevitable toma de decisiones. La condición primordial de cualquier solución
a este problema único y vital es que el mundo viva en su unidad.
Roger Garaudy – El Diálogo entre Oriente y Occidente. La religión y la fe en el Siglo XXI