Hace muy poco tiempo que
el hombre cuenta su historia, examina su presente y proyecta su futuro sin
contar con los dioses, con Dios, con alguna forma de manifestación de lo divino.
Lo divino eliminado como tal, borrado bajo el nombre familiar y conocido de
Dios, aparece, múltiple, irreductible, ávido, hecho “ídolo”, en suma, de la
historia. Pues la historia parece devorarnos con la misma insaciable avidez de
los ídolos más remotos. El hombre está siendo reducido, allanado en su
condición a simple humano, degradado bajo la categoría de la cantidad.
Reducir lo humano llevará
consigo, inexorablemente, dejar sitio a lo divino, en esa forma en que se hace
posible que lo divino se insinúe y aparezca como presencia y aún como ausencia
que nos devora. La deificación que arrastra por fuerza la limitación humana –la
impotencia de ser Dios– provoca, hace que lo divino se configure en ídolo
insaciable, a través del cual el hombre –sin saberlo– devora su propia vida,
destruye él mismo su existencia. Ante lo divino “verdadero”, el hombre se
detiene, espera, inquiere, razona. Ante lo divino extraído de su propia
sustancia, queda inerme. Porque es su propia impotencia de ser Dios la que se
le presenta y representa, objetivamente, bajo un nombre que designa tan solo la
realidad que él no puede eludir.
La ausencia, el vacío de
Dios podemos sentirlo bajo la forma intelectual del ateísmo, y la angustia, la
anonadadora irrealidad que envuelve al hombre cuando Dios ha muerto. Que no
haya Dios, que nos dispongamos a pensar acerca de todas las cosas sin contar
con Él, parece marcar la situación de la mente actual. Mas existe otra
situación, y dentro de ese vivir sin Dios se distingue la simple aceptación
casi inconsciente de ese ímpetu, de esa violencia, de esa otra esperanza que
cifra el cumplimiento de lo humano, la promesa final de nuestra historia sobre
la tierra a la desaparición total de la conciencia de Dios.
Y aún… lo más inabordable: toda la
desenfrenada provocación en que, sin conciencia o con ella, algunos hombres han
apurado las posibilidades del mal, el reto a todos los temores últimos,
llegando hasta la acción sin sentido ni justificación en que el hombre no es ya
reconocible; desafíos realizados como un crimen que traspasa a las víctimas y
que va dirigido contra esa instancia ultima de la conciencia antes ocupada por
Dios, esa violencia pasiva, ese abandonarse automáticamente a cualquier
instinto o “tentación”, si todo ese horror múltiple se produjera sobre un vacío
y una anonadada conciencia que se dijera: “Puesto que Dios ha muerto”.
¿De dónde ha surgido tan
tremenda pesadilla? Pues la religión para una conciencia irreligiosa ha de ser
considerada como delirio, pesadilla sufrida en común. Que los dioses, que lo
divino en sus diversas configuraciones se muera, que Dios haya muerto a manos
del hombre, de los hombres. Y así, tenemos un proceso “sagrado” de destrucción
de lo divino. Parece como si esta acción de negar a Dios naciera en un momento
de querer volver a la situación primaria de la vida, a la situación en que el
hombre no había recibido ninguna revelación, ni había él mismo descubierto a
Dios; a la situación en que lo sagrado envolvía la vida humana.
El ateísmo niega
matemáticamente la existencia de Dios, mas se refiere al Dios-idea, mientras
que la destrucción de lo divino solamente se verifica en el abismo del Dios
desconocido, atentando a lo que de irrevelado, de no descubierto hay bajo la
idea de Dios. Y es, así, la acción sagrada y trágica entre todas, pues la
tragedia solo tiene lugar bajo el dominio del Dios desconocido. La acción
destructora de lo divino nace de una desesperación, de la necesidad.
El vacío de Dios que deja sentir el ateísmo
formalmente expresado, no es todavía la muerte de Dios. Mas la muerte de Dios
no es su negación. Solo se entiende plenamente el “Dios ha muerto” cuando es el
Dios del amor quien muere, pues solo muere en verdad lo que se ama. Y solo
cuando Dios se hizo Dios del amor pudo morir por y entre los hombres de verdad.
Y Dios no puede morir si no es a manos humanas.
Y es que el hombre
necesita proyectar en lo divino, en una acción absoluta, el fondo oculto de sus
acciones más secretas. La necesidad que exige matar a lo que se ama, y aún más,
lo que se adora, es un afán de poderío con la avidez de absorber lo que oculta
dentro. Se quiere heredar lo que se adora, liberándose al par de ello.
Y así la destrucción de los dioses es una
etapa cumplida en toda religión, que no la muerte de Dios. El hombre se ha
alimentado de la destrucción de sus dioses, de cada uno de ellos gana en su
medio o en su sustancia.
“Dios ha muerto” es la
frase que Nietzsche enuncia y profetiza al par la tragedia de nuestra época.
Para sentirlo así, es preciso creer en Él y aún más, amarlo. Pues solo el amor
descubre la muerte; solo por el amor sabemos lo poco que sabemos de ella. Y en
cuanto a Dios, el amor ha sido una fase tardía. Los primeros sentimientos que
señalan la relación del hombre con un Dios revelado son el temor y aun el
espanto.
“Dios ha muerto”, el grito
de Nietzsche no es sino el grito de una conciencia cristiana. Aún para el no
cristiano, este grito tendrá que ser aceptado como un momento límite de la
condición humana.
El crimen contra Dios es el crimen contra el
amor. Quien dice “Dios ha muerto” participa al menos en su muerte, en el
crimen. ¿No lo hará acaso movido por la esperanza de hundirse en Él, de
identificarse abismándose, llevado por esa locura de amor que llega hasta el
crimen cuando ya no se soporta más la diferencia con el amado, el abismo que
aun en los amores entre iguales permanece siempre? Y profiere su grito “Dios ha
muerto” esperando, quizá, absorber a Dios dentro de sí, comulgar en la muerte
de un modo absoluto, que no haya más esa diferencia entre la vida divina y la
nuestra. Desesperación de seguir soportando la inaccesibilidad de lo divino.
Dios puede morir; podemos
matarlo… mas solo en nosotros, haciéndolo descender a nuestro infierno, a esas
entrañas donde el amor germina; donde toda destrucción se vuelve en ansia de
creación. Donde el amor padece la necesidad de engendrar y toda la sustancia
acumulada se convierte en semilla. Nuestro infierno creador.
María Zambrano – El hombre y lo divino
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