Hemos creado una sociedad
en la que las personas cada vez tienen mayores dificultades para darse muestras
de afecto. A pesar de que millones de personas viven en muy estrecha
proximidad, parece que muchísimas de ellas no tienen a nadie con quien hablar.
La moderna sociedad industrial parece una especie de inmensa máquina
autopropulsada. En vez de tener a seres humanos al frente de esa máquina, cada
individuo no pasa de ser un minúsculo e insignificante elemento, una pieza más
de la máquina, sin otra opción que la de moverse cuando se mueve la máquina.
Y así, encontramos
enfermedades relacionadas con el estrés. Existe un vínculo entre el énfasis
desproporcionado que ponemos en el progreso externo y la infelicidad, la
ansiedad y la falta de contento que se da en la sociedad moderna.
Esta entrega al progreso material nos lleva
a suponer que las claves de la felicidad son el bienestar material y, por otra
parte, el poder que nos confiere el conocimiento. Y si bien para cualquiera que
lo piense con un poco de madurez es evidente que el bienestar material no puede
aportarnos por sí mismo la felicidad, tal vez no lo sea tanto que el
conocimiento tampoco pueda dárnosla. Lejos de aportarnos felicidad, puede
llevarnos a perder el contacto con la realidad más amplia de la experiencia
humana y, en particular, con nuestra dependencia de los demás.
El reto ante el cual nos
encontramos es el de encontrar un medio para disfrutar de la armonía y la
tranquilidad como lo hacen las comunidades más tradicionales, al tiempo que nos
beneficiamos plenamente del desarrollo material.
Nuestros problemas –tanto los que
experimentamos externamente, como las guerras, el crimen o la violencia, como
los que experimentamos internamente, esto es, nuestros sufrimientos emocionales
y psicológicos- no podrán resolverse hasta que abordemos nuestra dimensión
interior. No cabe duda de que es necesaria una revolución, pero no será una
revolución política, económica, ni siquiera técnica. Lo que yo propongo es una
revolución espiritual.
Cuando abogo por una
revolución espiritual no pretendo hacer un llamamiento a una revolución
religiosa. Tampoco quiero hacer referencia a una manera de vivir que de algún
modo sea propia del más allá y, menos aún, a algo mágico o misterioso. Más bien
se trata de una invocación o un llamamiento a una radical reorientación que nos
aleje de nuestras habituales preocupaciones por el propio yo. Se trata de un
llamamiento para centrarnos más en la amplia comunidad de seres con los que
mantenemos una estrecha relación, y en un comportamiento que reconozca los
intereses de los demás junto con los nuestros. Si las personas optasen más por
el amor y la compasión mutua, los problemas son susceptibles de una solución
espiritual.
¿Qué relación existe entre
la espiritualidad y la práctica ética? Es imposible que amemos y que seamos
compasivos si al mismo tiempo no sabemos dominar nuestros impulsos y deseos más
perjudiciales. Establecer principios éticos vinculantes es posible siempre y
cuando tomemos como punto de partida la observación de que todos deseamos la
felicidad y aspiramos a evitar el sufrimiento; todos tienen derecho a tratar de
alcanzar esa meta.
Como nuestros intereses están
interrelacionados de manera inextricable, nos vemos impulsados a aceptar la
ética como la superficie de contacto indispensable entre mi deseo de ser feliz
y el deseo de ser felices que anima a los demás.
La característica
principal de la felicidad genuina es la paz, la paz interior. Esta paz está
hondamente arraigada en la preocupación por los demás, e implica un alto grado
de sensibilidad y sentimiento. ¿Dónde hemos de hallar la paz interior? En
nuestra actitud mental básica y las acciones que emprendamos en nuestra
búsqueda de la felicidad. En primer lugar, como todos nuestros actos tienen una
dimensión universal, una repercusión potencial sobre la felicidad de los demás,
la ética es necesaria en cuanto medio para asegurarnos de que no les causemos
perjuicios. En segundo lugar, la felicidad genuina consiste en esas cualidades
espirituales como son el amor, la compasión, la paciencia, la tolerancia, el
perdón, la humildad, etc. estas cualidades son las que proporcionan la
felicidad a nosotros y a los demás.
¿Habrá algo más sublime
que aquello que aporta paz y felicidad a todos? La mera capacidad que tenemos
como seres humanos de cantar las alabanzas del amor y la compasión es sin duda
nuestro don más preciado. A la inversa, ni siquiera el más escéptico podría
suponer que la paz puede llegarle a resultas de un comportamiento agresivo y
desconsiderado, esto es, contrario a la ética. El fundamento de la conducta
ética consistente en no perjudicar a los demás es nuestra capacidad de empatía
innata. Y a medida que transformemos esta capacidad en amor y compasión,
nuestra práctica de la ética tiende a mejorar de forma natural. Esto es algo
que nos acerca a la felicidad, tanto propia como ajena.
Por tanto, lo primero será
cultivar un hábito de disciplina interior. Las emociones aflictivas son del
todo inservibles. Cuanto más cedamos a su empuje, menos espacio tendremos para
desarrollar nuestras cualidades positivas y menos capaces seremos de resolver
nuestros problemas. De hecho, resulta totalmente contrario a la lógica buscar
la felicidad si no hacemos nada para controlar la ira, el rencor y los
pensamientos y emociones maliciosas.
A fin de transformarnos,
de cambiar nuestros hábitos y disposiciones de modo que nuestros actos sean
acordes con la compasión, es necesario que desarrollemos lo que podríamos
denominar una “ética de la virtud”. Esta tarea de la transformación ética, que
dura la vida entera, supone convertir en un hábito la preocupación por los
demás y su bienestar, es lo que nos aporta mayor alegría y satisfacción.
Después, siempre será posible dar otro paso adelante, como los interrogantes
fundamentales de la existencia humana, como son el porqué estamos aquí, adónde
vamos, el principio del universo, etc., pero es evidente que la generosidad de
corazón y la integridad de nuestros actos nos conducen a una mayor paz
espiritual.
La felicidad brota de
diversas causas, todas ellas relacionadas con la virtud. Si verdaderamente
deseamos ser felices, no hay otro proceder que no sea el de la virtud: ése es
el método para alcanzar la felicidad. Y la base de la virtud, su fundamento, es
la disciplina ética. Cuando llegamos más allá de los estrechos confines del
interés propio, nuestros corazones de colman de fuerza. La paz y la alegría
pasan a ser nuestros compañeros inseparables; rompen toda clase de barreras y a
la postre destruyen la idea de que mis intereses son independientes de los
intereses de los demás. Más importante aún, en lo que a la ética se refiere,
allí donde viven el amor al prójimo, el afecto, la amabilidad y la compasión,
descubrimos que la conducta ética es algo automático. Las acciones éticamente
íntegras surgen con toda naturalidad en el contexto de la compasión.
Dalai Lama – El arte de vivir en el nuevo milenio
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