La hierba –como todas las
cosas grandes e importantes del mundo– crece de noche, en silencio, sin que
nadie la vea crecer porque bondad y bien empalman con silencio, así como la
estupidez va siempre acompañada del brillo y del estrépito.
La gran peste de este
mundo contemporáneo es que en él solo se conceden altavoces a los necios. Si
usted “solo” ama, “solo” trabaja, “solo” piensa y estudia, “solo” trata de ser
honesto, ya puede matarse a hacer todas esas cosas tan poco importantes, que
jamás saldrá en la primera página. Cualquier criminal será más importante que usted.
Y así es como los hombres de hoy estamos condenados a ver perpetuamente la
realidad a través de un espejo deformante.
Henos aquí en un mundo superinformado que
informa de todo menos de lo fundamental. Henos aquí en un tiempo en que nunca
sabremos si los hombres aman, esperan, trabajan y construyen, pero en el que se
nos contará con todo detalle el día que un hombre muerda a un perro.
Presiento que aquí está
una de las claves del hombre contemporáneo: solo vemos el mal, solo parece
triunfar la estupidez. Esto último no es culpa de la prensa: desde que el mundo
es mundo, los tontos han hacho siempre mucho ruido. Y así como 100 violentos
son capaces de traer en jaque a 30 millones de pacíficos, una docena de
infradesarrollados son capaces de poner patas arriba todo lo que los mejores
hombres lograron construir a lo largo de los siglos. Frente a ello solo nos
queda la sonrisa, reírse un poco de la condición humana y de esa ancha zona de
tontería que todos llevamos dentro de nuestra propia alma. Sonreír, mirarnos al
espejo, sacarle la lengua a la tontería externa y la interna… y seguir
trabajando.
Porque ésta es la gran
verdad: toda la necesidad del mundo nunca será capaz de impedir que la hierba
siga creciendo de noche… siempre que la hierba sea capaz de seguir creciendo
callada y oscuramente y no caiga también ella en las tentaciones de envidiar a
los ruidosos. Puede el dolor acorralarnos, pero no emponzoñarnos. Puede la
justicia agredirnos, pero no ahogarnos. Solo la propia cobardía puede
conducirnos al desaliento y, con él, envenenarnos.
Damos una importancia
desmesurada al mal. Invertimos lo mejor de nuestras horas en lamentarnos de él
o en combatirlo. Y casi ya no nos resta tiempo para construir el bien.
Efectivamente: sobran en el mundo los llorones, faltan trabajadores. Y las
lágrimas son malas si solo sirven para enturbiar los ojos y maniatar las manos.
¡Ni una lágrima, pues! Mis ojos –cuando
están claros– saben, aunque no vean, que en la negrura del mundo hay millones
de almas creciendo en la noche, silenciosas y humildes, constructoras y
ardientes. No gritan, pero aman. No son ilustres, pero están vivas. No salen en
los periódicos, pero ellas sostienen al mundo.
Hay en todo lo ancho del
planeta millones de flores que nuca verá nadie, que crecerán y morirán sin
haber “servido” para nada, pero que están orgullosas por el simple hecho de
vivir y haber sido hermosas.
Los hombres deberíamos
vivir con el alma siempre en borrador; sabiendo siempre que todo está en
camino, que nada es definitivo ni irrepetible, que, en todo caso, todo puede
ser mejorado y multiplicado. Cuando se nos endurece el alma y las ideas,
envejecemos y empezamos a ser juguetes de la anarquía. ¡Qué pocas veces
desenvainan los hombres sus almas! Las tienen, son enormes y magníficas,
resistentes al dolor, literalmente invencibles. Pero anestesiadas, atrofiadas
de grasa, mojadas como paja que humea y no arde.
Sí, la ceguera es una gran
misericordia. Si los hombres viéramos el mal que nos hacemos los unos a los
otros y, sobre todo, el bien que podríamos hacernos y que, por cobardía,
dejamos de hacer, moriríamos. Sigamos, pues, viviendo. No vayan el miedo o la
cobardía a destruirnos ni un solo segundo antes de lo absolutamente inevitable.
José Luis Martín Descalzo – Razones para la esperanza
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