Esperaba ansioso en el andén la llegada del tren. No soporto estos tiempos perdidos en los que parece que se te va la vida sin provecho; tampoco disfruto con observar la idas y venidas de los demás, ni me deleita escrutar sus vestimentas ni el empalago de sus aburridas tertulias. Además, hacía el mismo trayecto dos veces por semana, en el que empleaba una hora de camino, por lo que traté de suplir esa monotonía con algo de interés. Así, que, en cuanto se acercó a la parada, me lancé al borde de la vía y pulsé insistentemente el botón de apertura incluso antes de pararse del todo. Necesitaba tomar asiento y continuar la lectura del libro en que estaba enfrascado momentos antes. Tuve suerte de pillar uno vacío al lado de la ventanilla e, inmediatamente, abrí el libro de bolsillo por donde indicaba un bello marca-páginas, decorado con un ramo de flores en tono pastel y que, como único texto, aparecía debajo escrita a lápiz la frase: “para un ángel”. En su portada, con una mirada penetrante y enigmática, aparecía la figura de un rostro hipnotizante encuadrado en una sucesión de espejos que se difuminaban.
El interés del estudio estribaba en conversaciones con personas presuntamente dotadas de poderes psíquicos y realizadas por un periodista italiano en los años de postguerra, recibiendo el encargo de un célebre semanario italiano con el fin primordial de indagar y destapar el velo de lo oculto y lo mágico, si es que por ventura esos individuos seleccionados poseían algo de ello, o más bien se trataba de embaucadores o ilusionistas aprovechados de la incredulidad ajena. Concertaba sus citas a través de terceras personas de confianza, y para trasladarse a sus lugares de residencia utilizaba el transporte ferroviario. En el trayecto consultaba los datos que poseía y la manera de acercarse a ellos sin crear reticencias, mientras describía con detalle la geografía de la región. En ocasiones yo levantaba la vista y creía estar contemplando idénticos escenarios, campos sinuosos y pueblos apartados, gentes sencillas que saludaban a los viajantes, y compartía un cierto temor con el autor de que no pudiera vencerse su lógica hostilidad hacia un extraño de corte inquisidor y que los parapsíquicos prefirieran ocultar celosamente sus facultades.
No obstante, fueron apareciendo ante el entrevistador personas que por sus cualidades inexplicables, demostraban en su intimidad una especie de certeza la de considerar, como trascendental para la existencia, la opción de que el mundo tal como lo vemos es nada más que una pequeña parte de la realidad que nos envuelve, y que en conjunto supone aceptar que están en juego otras fuerzas y energías más poderosas, de carácter rebeldes y escurridizas, no visibles ni entendibles para el resto de los mortales.
Así, en tanto el periodista, de corte un tanto escéptico y precavido, iba interrogando a los supuestamente “dotados” que eran la base de su artículo, se estaba operando en él una seria transformación, cambio que igualmente trasladaba al lector, tanto que yo mismo fui envolviéndome cada vez más hasta quedarme ausente de todo lo exterior, tal era la intensidad de lo tratado que perdí un poco la noción del tiempo.. Fue comprobando tras algunas visitas que los hechos que se les narraban y los experimentos a los que él mismo fue sometido, distaban mucho de ser considerados disparates de gente excéntrica y alucinada, sino que sucedían ante sus ojos _mejor dicho, ante su mente pensante_ fenómenos del todo inexplicables que se escapaban de la esfera de lo razonable.
Tan metido estaba en el estudio que por poco me paso de mi apeadero; se abrieron las puertas justo cuando el autor entrevistaba al cineasta Federico Fellini _cuyas vivencias en el ámbito paranormal intentó plasmarlas en sus películas casi como una obsesión_, en el momento preciso en que el artista confesaba: “hay una parte de nosotros que puede estar en desacuerdo con lo que hace el consciente”. Entonces dando saltos, un poco atolondrado por las prisas, al salir del vagón, que era el último del vehículo se me deslizó el libro entre los raíles. El tren reinició su marcha y seguramente se percató del hecho un operario de la estación, que vi avanzar hacia mí haciendo gestos con la mano, indicándome que esperara. No quise comprobar sus intenciones, en cuanto partió el tren me deslicé hacia las traviesas para recuperar el libro. No sé aún qué explicación tiene el suceso, pero la maquinaria del tren lo había aplastado y ennegrecido, mientras hojas sueltas se desparramaban por doquier, haciéndose añicos la imagen de portada, pero de la que se salvó curiosamente un fragmento como cortado a cuchillo, justo donde aparecían los ojos con la mirada penetrante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario