Ni siquiera sé que voy a decir, por eso me gusta este espacio, que no hace falta decir casi nada para venir. Es como el bosque, ¿se le pregunta de antemano si podemos pasear por él y si es adecuada la visita? Me acordé de lo que dijo Marisa sobre lo de las “livianas”; mi madre, que tampoco sabe muy bien lo que es, cuando se lo expliqué, se partía de risa, y eso es un peligro, porque casi se me cae en medio de la calzada. El caso es que paseábamos por el barrio donde está la Residencia, o sea, más allá de ninguna parte, tan lejos y olvidado está que es más difícil encontrar un policía que una moneda de diez céntimos, que ya es decir por la pobreza que hay por allí. Ni limpian ni barren las calles, tanto que los banquitos de un descampado a la sombra de los olmos donde nos sentamos, están tan guarros que tomo la precaución de coger prestados dos diarios de esos gratuitos, uno para no sentarnos directamente encima de las inmundicias, y otro para leérselo a ella, haciendo un chiste de todo. Lo mejor fue cuando pasamos por una panadería en cuya puerta hay siempre una vendedora de cupones, que ve más que yo. Es rubia y simpática, pero como no hay quien le compre un décimo con la ruina que circunda, ha ideado una sutil estratagema; sentada en una sillita de anea con una guitarra te interpela: “Cómprame un cuponcito y te toco un fandanguito”. No falla.
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