La exploración del
propio yo, la implacable observación de nuestros pensamientos, es una dura y
demoledora experiencia, capaz de pulverizar al ego más soberbio. Sin embargo,
el verdadero autoanálisis opera matemáticamente, produciendo sabios. La vía de
la “expresión de la personalidad” y de los reconocimientos individuales produce
egotistas, hombres seguros de sus derechos a abrigar sus propias
interpretaciones particulares acerca de Dios y del universo.
Mientras no se
libere de sus pretensiones, el ser humano es incapaz de comprender las verdades
eternas. Anegada por un fango centenario, la mente humana bulle con la
repulsiva vida de innumerables ilusiones mundanas.
¡Las luchas de los
campos de batalla palidecen en su insignificancia ante las primeras contiendas
del hombre con sus enemigos internos! No se trata aquí de meros adversarios
mortales, fácilmente dominables mediante un arrollador despliegue de fuerza.
Omnipresentes, infatigables, persiguiendo al hombre incluso durante el sueño,
sutilmente dotados de miasmáticas armas, los soldados de los apetitos que
surgen de la ignorancia pretenden asesinarnos a todos. Necio es el hombre que
sepulta sus ideales sometiéndose al destino común.
Olvida el pasado.
Las vidas desvanecidas de todos los hombres se encuentran manchadas por
múltiples culpas. La conducta de cada ser humano será siempre imperfecta
mientras no haya establecido su conciencia en la Divinidad. Todo
mejorará en el futuro, si estás haciendo un esfuerzo espiritual en el presente.
El hombre no
regresa con facilidad a la sencillez. Para un intelectual raramente “Dios” es
suficiente. Requiere más bien de un conjunto de pomposos postulados, y su ego
se deleita ante su capacidad de captar semejante erudición.
Es el Espíritu de
Dios el que activamente sostiene cada forma y fuerza del Universo, sin embargo,
Él es trascendental y reposa apartado en el beatífico e increado vacío más allá
de los vibratorios mundos de los fenómenos. Los que experimentan su divinidad
durante su encarnación terrenal, viven una parecida doble existencia.
Conscientemente dedicados a sus labores en este mundo, permanecen, sin embargo,
sumergidos en interna beatitud. El Señor ha Creado a todos los hombres del
ilimitado gozo de su Ser. Aun cuando estén dolorosamente aprisionados en el
cuerpo, no obstante Dios espera que los seres humanos, hechos a su imagen,
puedan fácilmente elevarse más allá de la identificación de los sentidos y
reunirse con Él.
¡El Amor
simultáneamente al invisible Dios, Depositario de todas las virtudes, y al
hombre visible, aparentemente privado por completo de éstas, es a menudo
desconcertante! Mas la ingeniosidad puede equipararse a la confusión. La
exploración interna deja rápidamente al descubierto un elemento de unión entre
todas las mentes humanas: el fuerte lazo de la motivación egotista. En este sentido
al menos, la fraternidad humana se manifiesta abiertamente. Semejante
descubrimento trae consigo una atónita humildad, la cual madura hasta
convertirse en compasión hacia nuestros semejantes, quienes están ciegos a las
inexploradas potencialidades terapéuticas del alma.
Solamente un
hombre superficial puede permanecer insensible ante las desgracias ajenas, mientras
se sumerge en el mezquino sufrimiento de sus propias miserias. Todo aquel que
aplique el bisturí de la autodisección descubrirá que su ser se expande en una
compasión universal, liberándose de las ensordecedoras demandas de su ego. En
semejante terreno, el Amor de Dios florece. La criatura se vuelve finalmente
hacia su Creador, aun cuando no sea sino para preguntarse angustiada: “¿Por
qué, Señor, por qué?”. A través de los innobles latigazos del dolor, el hombre
es llevado por fin ante la Infinita
Presencia , cuya belleza debería constituir su única
tentación.
¡Qué pronto nos
hastiamos de los paceres mundanos! El deseo de cosas materiales no tiene
límite, el hombre jamás está completamente satisfecho, y persigue una meta tras
otra. Ese “algo más” que busca es el Señor, el único que puede proporcionarle
el gozo imperecedero.
Los deseos
externos nos sacan del Jardín del Edén interno, ofreciéndonos falsos placeres
que únicamente remedan la felicidad del alma. El paraíso perdido se recupera
rápidamente a través de la meditación. Puesto que Dios es la “Eterna Novedad”
inesperada, jamás nos cansamos de Él. ¿Podríamos saciarnos de la bienaventuranza,
deliciosamente variada a través de la eternidad? El gozo siempre renovado es
una evidencia de su existencia, que nos penetra hasta los átomos.
La experiencia
divina se presenta con una naturaleza inevitable al devoto sincero. Su intenso
anhelo principia en atraer a Dios con una fuerza irresistible. El Señor, como
Visión Cósmica, es atraído por el magnético ardor del buscador, hasta penetrar
en el campo de su conciencia.
Dios es Gozo
eternamente renovado. Él es inagotable. Los devotos que han encontrado la vía
para comulgar con Dios jamás sueñan siquiera con intercambiar al Señor por
cualquier otra felicidad, la felicidad divina está más allá de toda posibilidad
de competencia.
Dios es armonía;
el devoto que “sintoniza” con Él nunca ejecuta una acción desequilibrada. Todos
los males humanos son originados por la transgresión de alguna ley universal.
Las escrituras nos enseñan que el hombre debe cumplir con las leyes de la
naturaleza, confiando simultáneamente en la omnipotencia divina.
La vida humana
está sobrecargada de tristeza hasta que aprendemos cómo armonizarnos con la Voluntad Divina ,
cuya “vía correcta” es con frecuencia desconcertante para la inteligencia del
ego.
Cuanto más tome
conciencia el hombre de su unidad con el Espíritu, menos podrá ser dominado por
la materia.
El alma es siempre
libre, no está sujeta a la muerte, porque no tiene nacimiento. No puede regirse
por las estrellas.
El hombre “es” un
alma y “tiene” un cuerpo. Mientras permanezca confundido en su estado ordinario
de amnesia espiritual, se hallará bajo el dominio de las sutiles ligaduras de
la ley del ambiente.
Paramahansa Yogananda - Autobiografía de un Yogui
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