Todo lo que era sólido se
desvanece en el aire. Lo que recordamos es como si no hubiera existido. Lo que
ahora nos parece retrospectivamente tan claro era invisible mientras sucedía.
Lo que había valido mucho de pronto no valía nada. El dinero parece lo más
irrefutable y tiene el poder de comprarlo todo y trastornarlo todo, y de pronto
se evapora y ya es como si no hubiera existido.
Ahora que de un día a otro
todo lo que dábamos por supuesto y nos permitíamos desdeñar puede que esté a
punto de perderse, quizá nos falta poco para sentir nostalgia de un tiempo que
casi nadie supo apreciar mientras lo vivía. Ahora nos da miedo abrir el
periódico o esperar la hora del telediario porque no sabemos si nos informarán
de que ya no existe lo que creíamos perdurable, de que los billetes que
guardamos en la cartera se han quedado sin valor o nuestro puesto de trabajo o
nuestros ahorros los ha barrido un viento de desastre, de que iremos a un
servicio de urgencias y no habrá un médico que nos atienda. Ahora el porvenir
de dentro de unos días o semanas es una incógnita llena de amenazas y el pasado
es un lujo que ya no podemos permitirnos.
La ruina en la que nos
ahogamos hoy empezó cuando la potestad de disponer del dinero público pudo
ejercerse sin los mecanismos previos de control de las leyes; y cuando las
leyes se hicieron tan elásticas como para no entorpecer el abuso, la fantasía
insensata, la codicia, el delirio –o simplemente para no ser cumplidas. Pero
una administración clientelar no solo fomenta la incompetencia y facilita la
corrupción: también desalienta a los empleados más capaces y vuelve habitual el
cinismo.
Las únicas carreras
administrativas que se han hecho en España a lo largo de los últimos treinta
años son la de los mediocres arrimados a los partidos que han llegado a ocupar
los puestos más altos sin poseer ningún mérito, sin saber nada, sin adquirir a
lo largo del tiempo otra habilidad que la de simular que hacen algo, o que han
aprendido algo. No hay lugar de la administración cultural o de la política o
de la vida económica que no hayan escalado. Nadie puede calcular el número o el
costo total de los puestos que se fueron creando no para cubrir ninguna
necesidad racional prevista de antemano, sino para dar colocación a parientes
más o menos cercanos o pagar favores políticos. Ahora mismo nos hundimos bajo
el peso muerto de su innumerable incompetencia.
Había un país real, más
bien austero, habitado por gente dedicada a trabajar lo mejor que podía, a cuidar
enfermos, a criar niños y educarlos, a construir casas sólidas, a juzgar
delitos, a cultivar la tierra, a ganar dinero ideando o vendiendo bienes
necesarios. Pero por encima de ese país más visible estuvo desde muy pronto el
otro país de los simulacros y los espejismos, el de las obras ingentes
destinadas no a ningún uso real sino al exhibicionismo de los políticos que las
imaginaban y al halago paleto de los ciudadanos que se sentían prestigiados por
ellas.
Casi cualquier gasto era factible, a condición
de que se dedicara a algo superfluo:
porque ni en las épocas de mayor abundancia ha sobrado el dinero para lo que
era necesario, para la educación pública rigurosa, para la investigación
científica, para la protección de la naturaleza, para dotar de sueldos dignos a
los empleados públicos de los que depende la salud o la vida de los demás y los
que se juegan la vida para protegerlos.
A la tarea poco gloriosa de administrar con
austeridad y eficiencia el país que existía, prefirieron muy pronto la
invención de otros países paralelos, de ciudades convertidas en proyecciones
fantásticas o decorados de sí mismas.
En una sociedad sólida los
méritos están muy repartidos y el protagonismo de lo que sale bien casi nunca
corresponde a quien ostenta un cargo público. Cuanto más razonablemente
funciona un país menos espacio queda para el providencialismo populista del
buen líder que sabe lo que es mejor para los suyos y les consigue lo que piden
o lo que necesitan, casi siempre arrancándoselo con determinación a un poder más
lejano al que también podría achacar oportunamente cualquier contratiempo.
Una mezcla del viejo
caciquismo español y del reverdecido populismo sudamericano coincidió con los
flujos de dinero barato que llegaba de Europa para engendrar una multiplicación
fantástica de simulacros y festejos, de despliegues barrocos para durar unas
semanas o unos días y celebraciones hipertróficas, algunas rancias y otras
recién inventadas, muchas de ellas bárbaras: la conmemoración y no el presente;
el simulacro y no la realidad; la apariencia y no la sustancia; el
acontecimiento espectacular de unos días y no el empeño duradero en mejorar lo
cotidiano; la fiesta como identidad y casi como forma de vida y no la secuencia
del tiempo en el que el trabajo se compensa con el ocio.
Para bien y para mal lo
que parecía más sólido deja de existir. Lo que no existía y casi no se
imaginaba puede hacerse real. Lo que hoy es más indiscutible y más sólido y nos
importa más mañana puede haberse desmoronado o puede haber sucumbido a un
desguace motivado por intereses económicos o designios políticos, o simplemente
porque no hubo un número suficiente de personas capaces que tuvieran el coraje
de defenderlo.
Nada importó demasiado mientras había
dinero. Nada importaba de verdad. Podíamos estar gobernados por incompetentes o
por ladrones o por ignorantes o por gente que reunía las tres cualidades a la
vez.
Hace falta una serena
rebelión cívica que utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de
las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de
soberanía usurpados por la clase política. Hay que exigir de manera eficaz la
limitación de mandatos, las listas electorales abiertas, la profesionalidad e
independencia de la administración; la revisión cuidadosa de toda la maraña de
organismos y empresas oficiales para decidir qué puede aligerarse o suprimirse,
a qué límites estrictos tienen que estar sujetos, el número de puestos y las
remuneraciones, qué normas se deben eliminar. Hay que defender sin timidez ni
mala conciencia el valor de lo público.
Ha terminado el simulacro.
Que la clase política española quiera seguir viviendo en él es una estafa que
ya no podemos permitirles, que no podemos permitirnos. Tenemos un país a medias
desarrollado y a medias devastado, con una administración hipertrofiada y
politizada, sin el pulso cívico necesario para emprender grandes proyectos
comunes.
Hemos mirado con demasiada tolerancia o
demasiado distraidamente la incompetencia y la corrupción. Ya no nos queda más
remedio que empeñarnos en ver las cosas tal como son, a la sobria luz de lo
real.
Después de tantas alucinaciones, quizás
solo ahora hemos llegado o deberíamos haber llegado a la edad de la razón.
Antonio Muñoz Molina – Todo lo que era sólido
Acostumbramos a no valorar el presente. Y es cierto que la estabilidad que tuvimos fue un verdadero lujo. ¡Cuántos cambios han habido! Mi opinión es que todavía la "edad de la razón" está por llegar.
ResponderEliminarLo que había era un gran castillo de naipes flotando en una fantasía que se creó por el boom inmobiliario. Se intuía su inestabilidad, era una farsa, pero todos creímos aquello de los derechos sociales amparados por la Constitución como algo para siempre. Sí, valoremos el presente de ahora, porque todavía no hemos tocado fondo, como podemos ver en el trabajo precario, la inseguridad sobre las pensiones o los subsidios de desempleo, por citar algún ejemplo. La razón, si es que llega, solo surgirá cuando estemos todos con el agua al cuello.
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