Las estrellas representan mucho más que una realidad
objetiva y material. Las estrellas invitan a soñar, a pensar en voz alta, a
meditar en lo efímero de nuestras vidas y, también, en las inmensas
posibilidades de nuestro espíritu… en el supuesto de que quisiéramos
desarrollarlas.
En los magnos laberintos de piedra de las urbes
modernas, y sumido en su ambiente ensordecedor, nace un nuevo género humano, a
semblanza de las estrellas, que también nacen y mueren cada día en múltiples
lugares del Universo, brota una nueva humanidad, cada día más numerosa, pero
apartada de los murmullos de la fuente eterna de la Naturaleza. Y , si
bien es verdad que nunca llegaremos a ser tantos como las estrellas, al paso que
vamos, también es cierto que jamás estableceremos un nexo de unión entre
nosotros y la armonía universal.
En efecto, a quien observe la cultura humana con ojos
de filósofo, ¡cuán lento le parecerá el desarrollo de las múltiples
elucubraciones político-sociales en sus intentos por superar los
convencionalismos que rigen el proceso histórico!. Lenta es la aparición de las
mentes que contemplan la Tierra
como fértil huerto y jardín del género humano. En la mente humana hay alturas,
cimas de oleaje, profundidades y tersas llanuras. Es el mar de las creaciones
espirituales, cuyas olas más altaneras a veces van a perderse sin fuerza en las
playas yermas de la
Decadencia. El hombre del siglo XX propende a los objetivos y
lo material de una manera mercantilista y fría. Y las estrellas, que
científicamente se nos acercan, en realidad cada vez se hallan más lejos de
nosotros.
¿Por qué? Porque lo que el homo technologicus considera grande, no es más que una ciencia
llegada a un óptimo grado de desarrollo, como las maravillas de la electrónica
o de la astronáutica, que circundan el mundo, y se adentran en el espacio de
cuatro dimensiones, auténticas obras de arte de una joven ingeniería muy
refinada, pero a las que una persona sensible encuentra a faltar alma. A pesar
de sus logros, la ciencia y la técnica de nuestra época no tienen carisma,
están faltas del soplo del espíritu.
Para el observador que aún atesora dentro de su piel
el alma de las antiguas catedrales, la profunda melancolía de la noche
estrellada es como el eco redivivo de viejas y olvidadas canciones
tradicionales. Es como un sentimiento atávico que nos invita a reflexionar en
no sabemos qué remotos orígenes, porque el alma se nos eleva, se nos va hacia
arriba en busca de las esferas, como atraída por ellas, como si quisiera
retornar a una presentida patria sin nombre.
Pero lo material, la lucha de todos contra todos,
propia de una absurda sociedad competitiva se ha convertido en la bandera del
mundo. Ajenas le son al hombre las estrellas como nunca lo habían sido. Frías,
distantes y mudas. Antaño la noche era viva. Todo, en este mundo y en el de las
estrellas, era vivo. Existía como un invisible lazo, un nexo de unión entre el
hombre y los relucientes astros. Hoy, millones de mundos, enjambres de soles
quedan eclipsados por la luz eléctrica de las populosas ciudades. El hombre de
nuestro tiempo, que vive y que plasma en esas urbes su carácter, ya no conoce
las estrellas. Cedieron su valimiento y el espacio de su idilio a los formidables
rascacielos de hierro y de cemento, de cristal y de acero. Un nuevo espíritu
dotado de otra inteligencia y de otro corazón se ha ido forjando, alejado de la
fuente clara y original de la naturaleza.
Nunca han estado las estrellas más distantes de los
hombres, y ellos tan cerca de ellas. Poderosos telescopios, aparatos de la
mayor precisión, obras portentosas de la técnica fotográfica… es de ese modo
que nos acercamos a las estrellas. Pero, ¿es una cercanía real? ¿Llegamos a la
esencia verdadera de lo real? ¿O bien solo logramos hilaciones aparentes,
producidas por nuestra limitada comprensión? Finalmente, ¿acaso de lo
inasequible e inconmensurable sacamos una estructura formal, para edificar algo
tangible a semblanza de nuestra facultad creadora?
Desde que el hombre se cree otro, y todo porque domina
la Naturaleza
con su técnica, algo importante ha cambiado en este mundo. No es que la técnica
sea mala en sí misma: es la exhaustiva aplicación que de ella hace el hombre lo
que es –o resulta– malo. Recordemos aquel infausto día de Agosto de 1945 en
Hiroshima. Comenzó una nueva era bajo el signo de la adoración a la máquina, el
combinado electrónico-cibernético que elevaría a la falsa diosa computadora a
categoría de oráculo. A partir de entonces es como si la humanidad,
enloquecida, se hubiera apoderado del fuego sagrado de los dioses. Quien dice
“humanidad”, ya se entiende, dice los líderes del nuevo mundo
político-tecnológico industrial.
Y ante la usurpación idólatra, ante el nuevo fetiche
de oro, diríase que las estrellas tiemblan perdidas en la noche, horrorizadas
por la traición del hombre a su hermano hombre. A pesar de todo, el hombre no
ha perdido su conexión cósmica, porque cuando hay grandeza en la obra humana,
muchas veces está en función de lo que comprenda del alma o armonía del
universo. Una corriente vital fluye a través de las venas del tiempo y nos hace
perennes, si no inmortales, a través de la relatividad de nuestro mundo,
contrastada con la presencia eternamente renovada de las estrellas en la huida
incesante de las estaciones y las edades. Diríase que las creaciones
espirituales del hombre se reflejan en la luz de los astros y nos son devueltas
a su debido tiempo por esos ojos y oídos de la noche que son los luceros.
En el firmamento aprendemos dos cosas muy importantes:
modestia y dignidad. Modestia, porque la contemplación del Universo nos hace
ver que no somos más que simples avecillas temblorosas en el árbol de la Tierra. Y la dignidad
que se funda en nuestro código genético, esa especie de abecedario universal
capaz de ayudarnos a pensar cósmicamente. Reconocer que somos simples parásitos
inteligentes sobre un móvil grano de arena. Hermanos somos, a quienes la madre
Naturaleza presta un arado en el inmenso imperio del ser. Cuando los hombres de
todas las naciones aprendan a sentirse hijos del Cosmos y a considerarse
hermanos de todos sus habitantes, el Libro de la Historia será considerado
por la humanidad como el testimonio de un bárbaro pasado en trance de
definitiva liquidación.
La dignidad humana corre paralela con la adquisición
de una conciencia cósmica. Iniciémonos en la razón cósmica; aprendamos a ser
así; sumémonos en la magnitud del Universo y veremos cómo las lejanas estrellas
se nos acercan. Y no nos avergüence soñar un poco. ¿Hemos pensado acaso que las
estrellas pudieran no ser, en última instancia, más que un sueño divino: el
sueño de Dios?
Marius
Lleget – El Enigma del Quinto Planeta
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