“Francisco
me abrió el alma a la sintonía profunda de las cosas y a la armonía de todo lo
que vive. En un universo desencantado, él ha sido para mí el encantador. Me ha
mostrado el camino de una humanidad verdadera...” “Estaba condenado a escribir
caóticos recuerdos infernales. Pero he aquí que el encuentro con el Pobre de
Asís hizo brillar en mi camino una claridad divina. Y mi "amarga amargura"
se trocó, más allá del horror, en un dulcísimo canto”
(Dedicado con cariño a las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones de Madre Carmen; su labor con los ancianos es digna de elogio y admiración. Diariamente se hacen "obra de Dios")
La palabra más terrible que haya sido pronunciada
contra nuestro tiempo es quizá ésta: “Hemos perdido la ingenuidad.” Decir eso
no es condenar necesariamente el progreso de las ciencias y de las técnicas de
que está tan orgulloso nuestro mundo. El progreso es en sí admirable. Pero es
reconocer que este progreso no se ha realizado sin una pérdida considerable en
el plano humano. El hombre, enorgullecido de su ciencia y de sus técnicas, ha
perdido algo de su simplicidad.
Los impulsos de la fe, como las fidelidades
humanas, se apoyan sobre adhesiones vitales e instintivas particularmente
fuertes. Y no estaban de ningún modo sacudidas o enervadas. El hombre
participaba del mundo, ingenuamente.
Al perder esta “ingenuidad”, el hombre ha perdido
también el secreto de la felicidad. Toda su ciencia y todas sus técnicas le
dejan inquieto y solo. Solo ante la muerte. Solo ante sus infidelidades y las
de los otros, en medio del gran rebaño humano. Solo en los encuentros con sus
demonios, que no le han desertado. En algunas horas de lucidez el hombre
comprende que nada, absolutamente nada, podrá darle una alegre y profunda
confianza en la vida, a menos que recurra a una fuente que sea al mismo tiempo
una vuelta al espíritu de infancia.
Hay un tiempo para todos los seres. Pero ese
tiempo no es el mismo para todos. El tiempo de las cosas no es el de los
animales. Y el de los animales no es el de los hombres. Y, sobre todo y
diferente a todo, está el tiempo de Dios que encierra todos los otros y les
sobrepasa. El corazón de Dios no late al mismo ritmo que el nuestro. Tiene su
movimiento propio. El de su eterna misericordia, que se extiende de edad en edad
y no envejece nunca. No es muy difícil entrar en este tiempo divino. Y, sin
embargo, solamente en él podemos encontrar la paz. ¿Quién se atrevería a
pretender que vive en el tiempo de Dios? Sería preciso para eso tener el
corazón mismo de Dios.
Aprender a vivir en el tiempo de Dios; ahí está
seguramente el secreto de la
Sabiduría.
La tierra con su vida secreta no se había separado
de este tiempo, lo mismo que las estrellas del cielo. Las grandes árboles en el
bosque dilataban sus ramas al soplo de Dios, igual que en los primeros días de
la creación. Con el mismo temblor. Solo, el hombre había salido de ese tiempo
del principio. Había querido trazar su camino y vivir en su propio tiempo. Y
desde entonces no conocía descanso, sino la solamente el cansancio, la
turbación y la precipitación hacia la muerte.
Un hombre a quien invade la turbación deja ver que
la fuente de inspiración de sus actos no es pura, está mezclada. Mientras que
un hombre tiene todo lo que desea, no puede saber si es verdaderamente el espíritu
de Dios el que le conduce. Es tan fácil elevar sus vicios a la altura de
virtudes, y buscarse a sí mismo bajo apariencia de fines nobles y
desinteresados. Y eso con la mayor inconsciencia. Pero cuando llega la ocasión
en que el hombre que así se miente a sí mismo se ve contradicho y contrariado,
entonces cae la máscara. Se turba y se irrita. Detrás del hombre “espiritual”,
que no era más que un personaje prestado, aparece el hombre “carnal”. Vivo, con
todas sus uñas, defendiéndose. Esa turbación y esa agresividad revelan que el
hombre es llevado por otros fondos que los del espíritu.
Dios coge al pobre por la mano, le saca de su
barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria.
Dios se hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios,
descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o
podemos llegar a ser, gozarse totalmente de lo que Él es. Extasiarse delante de
su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su misericordia
indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el Espíritu de Dios no
deja de derramar en nuestros corazones, y es eso tener un corazón puro. Pero
esta pureza no se obtiene a fuerza de puños y poniéndose en tensión.
Es preciso simplemente no guardar nada de sí
mismo. Barrerlo todo, aun esa percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio
libre; aceptar el ser pobre; renunciar a todo lo que pesa, aun el peso de
nuestras faltas; no ver más que la gloria de Dios y dejarse irradiar por ella.
Dios es, eso basta. El corazón se hace entonces ligero, no se siente ya el
mismo, como la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo
cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en un simple y
puro querer a Dios. Dios es como el sol. Se le vea o no se le vea, que aparezca
o se oculte, Él brilla. ¡Vaya usted a impedir al sol que brille! Pues menos se
puede todavía impedir a Dios que derrame su misericordia. Hay en eso algo de
maravilloso y también de temible. Depende de cada uno de nosotros, por nuestra
parte, que los hombres sientan o no la misericordia de Dios. Por eso la bondad
es una cosa tan grande.
El hombre no es grande hasta que se eleva por
encima de su obra para no ver más que a Dios. Solamente entonces alcanza toda
su talla. Pero esto es muy difícil. Ese renunciamiento está por encima de las
fuerzas humanas. Solo el entusiasmo es creador; pero crear algo es también
marcarlo con su sello, hacerlo suyo inevitablemente. Esta obra que ha hecho, en
la medida en que él se apega, se hace para él el centro del mundo; le pone en
un estado de indisponibilidad radical. Será preciso romperse para arrancarle de
ella. Esta crisis inevitable se presenta más pronto o más tarde en todos los
estados de vida. El hombre se ha consagrado a fondo a su obra y ha creído darle
gloria a Dios por su generosidad, y he aquí que, de repente, Dios parece
abandonarle a sí mismo, parece pedirle que renuncie a su obra. El hombre no es
salvado por sus obras, por muy buenas que sean. Es preciso que se haga él mismo
obra de Dios. Debe hacerse más maleable y más humilde en las manos de su
Creador que la arcilla en manos del alfarero. Solamente a partir de este estado
de abandono el hombre puede abrir a Dios un crédito ilimitado. Se hace niño y
juega el juego divino de la creación. Más allá del dolor y del gozo, llega al
conocimiento de la alegría y el poder. Puede mirar con un corazón igual al sol
y a la muerte. Con la misma gravedad y con la misma alegría.
El hombre no sabe verdaderamente más que lo que
experimenta.
El hombre que sigue su idea permanece cerrado en
sí mismo. No comunica verdaderamente con los otros seres. No llega a conocer
nunca el universo. Le falta el silencio, la profundidad y la paz. La
profundidad de un hombre está en su poder de acogimiento. La mayor parte de los
hombres permanecen aislados en sí mismos, a pesar de todas las apariencias. Se
agitan desesperadamente en el interior de sus límites. A fin de cuentas, se
encuentran como al principio. Creen haber cambiado algo, pero mueren sin haber
visto ni siquiera la luz. No se han despertado nunca a la realidad. Han vivido
en sueños.
Basta que Dios sea Dios. Solo el hombre que acepta
a Dios de esta manera es capaz de aceptarse verdaderamente a sí mismo. Se hace
libre de todo querer particular. Ninguna otra cosa viene a turbar en él el
juego divino de la creación. Su querer se ha simplificado y al mismo tiempo se
hace vasto y hondo como el mundo. Ya nada le separa del acto creador. Ve claro
en el interior del mundo. Descubre esa soberana bondad que está en el origen de
todos los seres. Participa él mismo en la gran forma de la bondad.
Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es
delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y
el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios.
Es preciso que al ir hacia ellos no les aparezcamos como una nueva especie de
competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos de Dios, hombres
sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente sus amigos.
Eloi Leclerc – Sabiduría de un pobre
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