“La
vida es como un tren de alta velocidad. La muerte, una parada obligatoria para
reponer fuerzas en una estación desconocida, donde cogeremos el lento tren de
la eternidad”.
La
enfermedad mortal es la desesperación. Enfermedad del espíritu, del yo, la
desesperación puede adquirir tres figuras: el desesperado inconsciente de tener
un yo (en este caso no es verdadera desesperación); el desesperado que no
quiere ser él mismo; y aquel que quiere serlo.
El hombre es una síntesis de infinito y
finito, de temporal y eterno, de libertad y necesidad. Desde este punto de
vista el yo todavía no existe, es la relación de dos términos. El yo del hombre
es una relación que se refiere a sí misma, y haciéndolo, a otra. De aquí surge
que haya dos formas de verdadera desesperación. Si nuestro yo se hubiese
planteado él mismo, no existirá más que una: no querer ser uno mismo, querer
desembarazarse de su yo, y no se trataría de esta otra: la voluntad desesperada
de ser uno mismo. Lo que en efecto traduce esta fórmula es la incapacidad del
yo de alcanzar por sus solas fuerzas el equilibrio y el reposo.
¿Es
la desesperación una ventaja o un defecto? No reteniendo más que la idea
abstracta de ella, debería tomársela como una ventaja enorme. Ser pasible de
este mal, nos coloca por encima de la bestia, progreso que nos diferencia mucho
mejor que la marcha vertical o de lo sublime de nuestra espiritualidad. De este
modo, es una ventaja infinita y, sin embargo, la desesperación no es solo la
peor de las miserias, sino, también, nuestra perdición. Si es una ventaja poder
ser lo que se desea, es una ventaja todavía mayor serlo, es decir, que el
pasaje de lo visible a lo real es un progreso, una elevación. Por el contrario,
con la desesperación, se cae de lo virtual a lo real, y el margen infinito
entre lo virtual y lo real mide aquí la caída. Por lo tanto, es elevarse no
estar desesperado. Aquí, lo real no es estar desesperado, es lo virtual
impotente y destruido.
Esta
idea de enfermedad mortal significa un mal cuyo término, cuya salida es la
muerte, sin nada más después de ella. Y esto genera la desesperación. Lejos de
que ese mal termine con la muerte física, su tortura, por el contrario,
consiste en no poder morir. Así, estar enfermo de muerte es no poder morir. La desesperación
es la ausencia de la última esperanza, la falta de muerte. La desesperación es
la desesperación de no poder, incluso, morir.
Así
pues, es la desesperación la enfermedad mortal, ese suplicio contradictorio,
ese mal del yo: morir eternamente, morir sin poder morir sin embargo, morir la
muerte. Pues morir quiere decir que todo ha terminado. Pero morir la muerte
significa vivir la propia muerte; y vivirla un solo instante, es vivirla
eternamente. Para que se muera de desesperación como de una enfermedad, lo que
hay de eterno en nosotros, en el yo, debería poder morir, como hace el cuerpo,
de enfermedad.
¡Quimera! En la desesperación, el morir se transforma
continuamente en vivir. Quien desespera no puede morir; como un puñal no sirve
de nada para matar pensamientos; nunca la desesperación, gusano inmortal,
inextinguible fuego, devora la eternidad del yo, que es su propio soporte, pero
esta destrucción de sí misma que es la desesperación, es impotente y no llega a
sus fines. Su voluntad propia está en destruirse, pero no puede hacerlo, y esta
impotencia misma es una segunda forma de destrucción de sí misma, en la cual la
desesperación no logra por segunda vez su finalidad, la destrucción del yo. Por
el contrario, es ella el ácido, la gangrena de la desesperación, el suplicio
cuya punta, dirigida hacia el interior, nos hunde cada vez más en una
autodestrucción impotente. El fracaso de su desesperación para destruirse es
una tortura que reaviva su rencor, pues acumulando incesantemente en la
actualidad desesperación pasada, desespera de no poder devorarse ni de deshacerse
de su yo, ni de aniquilarse.
Desesperar
de algo no es pues, todavía, la verdadera desesperación; es su comienzo, se
incuba como una enfermedad. Quien desespera, ¿no quiere desprenderse de su yo? Ese
yo, que ese desesperado quiere ser, es un yo que no es él, lo que desea es
separar su yo de su autor. Pero aquí fracasa, ese autor sigue siendo el más
fuerte y le obliga a ser el yo que no quiere ser: no puede desembarazarse de sí
mismo.
Se puede demostrar la eternidad del hombre
por la impotencia de la desesperación para destruir al yo, por esa atroz
contradicción en la desesperación. Sin eternidad en nosotros mismos, no podríamos
desesperar; pero si se pudiera destruir el yo, entonces tampoco habría
desesperación.
Tal
es la desesperación, ese mal del yo, la enfermedad mortal. El desesperado es un
enfermo de muerte. Más que en cualquier otro mal, se ataca aquí a la parte más
noble del ser; pero el hombre no puede morir por ello. La muerte no es aquí un
término interminable del mal, es aquí un término interminable. La muerte misma
no puede salvarnos de ese mal, pues aquí el mal con su sufrimiento y… la muerte
consiste en no poder morir. Allí se encuentra el estado de desesperación: la
eternidad, a pesar de todo pondrá luz a la desesperación de su estado y le
clavará a su yo, así el suplicio continúa siendo siempre no poder desprenderse
de sí mismo, y entonces el hombre descubre toda la ilusión que había en su
creencia de haberse desprendido de su yo.
¿Y
por qué asombrarse de este rigor?, puesto que ese yo, nuestro haber, nuestro
yo, es la suprema concesión infinita de la Eternidad al hombre y su garantía. No existe un
hombre exento de desesperación, en cuyo fondo no habite una inquietud, una
perturbación, una desarmonía, un temor a algo desconocido o a algo que no se
atreve a conocer, un temor a sí mismo. La concepción corriente de la
desesperación pretende que cada uno de nosotros sea el primero en saber si está
o no desesperado. Basta que uno se sienta tal, para que ya no pase por
desesperado. De este modo se ratifica la desesperación cuando, en realidad, es
universal. Lo raro no es estar desesperado, sino, por el contrario, lo raro, lo
rarísimo es, verdaderamente, no estarlo.
La
desesperación es fácil de imitar y uno se puede engañar, y por desesperación
tomar toda clase de abatimientos sin consecuencias, todos los desgarramientos
pasajeros, sin llegar a ella. Pero esta misma imitación es también desesperación,
su insignificancia misma ya es desesperación. Estar confortado y sereno puede
significar que se está desesperado; pues esa serenidad misma, esa seguridad
puedan ser desesperación; e igualmente destacar que se la ha superado, que se
ha conquistado la paz.
La desesperación es precisamente la
inconsciencia en que se encuentran los hombres sobre su destino espiritual. Incluso
lo más bello y adorable, toda paz, armonía y gozo es, a pesar de todo,
desesperación. Así, esa inocencia de algún modo es suficiente pata atravesar la
vida.
Soren Kierkegaard - La enfermedad mortal
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