La
felicidad fundamental depende, sobre todo, de lo que pudiéramos llamar un
interés amistoso por las personas y las cosas. El interés amistoso por las
personas es una variante del cariño, pero no del cariño que quiere poseer y
busca siempre una correspondencia categórica. Lo que contribuye a la felicidad
es observar a la gente y encontrar placer en sus rasgos individuales, procurar
ayudar a las personas con quienes nos ponemos en contacto, sin el deseo de
influir en ellas ni de asegurarnos su entusiasta admiración.
La persona cuya
actitud hacia las demás sea genuinamente de este tipo será una fuente de
felicidad y un recipiente de recíproca simpatía. Sus relaciones con los demás,
serias o ligeras, satisfarán sus conveniencias y sus afectos, no le amargará la
ingratitud, porque apenas sufre de ella, y no se entera cuando existe. La misma
idiosincrasia que desesperaría a otro es para él motivo de alegre diversión. Al
ser feliz, será un compañero agradable, y esto, a su vez, aumentará su
felicidad. Pero todo esto debe ser sincero, no debe proceder de la idea de
sacrificio inspirado por el sentido del deber. La gente desea que la quieran,
no que la soporten con resignación paciente. El querer espontáneamente a muchas
personas y sin esfuerzo es, tal vez, la mayor fuente de felicidad personal.
El
interés hacia las cosas, aunque quizá menos valioso como elemento de nuestra
felicidad cotidiana que una actitud amistosa hacia nuestros conocidos es, sin
embargo, muy importante. El mundo es amplio y nuestros poderes limitados. Si
toda nuestra felicidad ha de depender exclusivamente de las circunstancias
personales, es probable que pidamos a la vida más de lo que puede darnos. Y
pedir demasiado es el mejor camino para obtener lo menos posible.
El que pueda
olvidar sus preocupaciones interesándose
sinceramente en algo, notará que al volver de su excursión a ese mundo
impersonal, ha adquirido un reposo y una calma que le capacitan para afrontar
de buen humor toda molestia, y al mismo tiempo habrá gozado de una felicidad
genuina, aunque sea temporal. El secreto de la felicidad es éste: que tus
intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones hacia cosas y
personas interesantes sean amistosas en vez de ser hostiles.
Es completamente imposible predecir lo que
ha de interesar a un hombre, pero la mayor parte son susceptibles de
interesarse vivamente en algo, y en cuanto este interés surge, desaparece el
fastidio de la vida. Sin embargo, nada produce tanta satisfacción como un
interés general por la vida misma, pues aunque otras ocupaciones tengan
atractivos, no pueden llenar por completo la vida de un hombre, y existe el
peligro de agotar el tema que absorbe nuestra atención.
El
afecto, en el sentido de un genuino interés recíproco de dos personas, no solo
persiguiendo cada una de ellas su propia felicidad, sino aspirando al bien
común, es uno de los elementos más importantes de la felicidad real, y el
hombre cuyo ego encerrado en muros de acero, no puede expansionarse, pierde lo
mejor que puede ofrecer la vida, aunque tenga los mayores éxitos en su
profesión. El ego desmesurado es una posición de la que el hombre debe huir si
quiere gozar del mundo plenamente. La capacidad para los afectos genuinos es
una de las señales de que el hombre ha escapado de esta prisión de sí mismo.
Quien
haya comprendido, aunque sea temporal y pasajeramente, lo que constituye la
grandeza del alma, no puede ser feliz preocupándose egoístamente de cosas
triviales y temeroso de lo que el destino le reserve. El hombre capaz de esta
grandeza de alma tendrá abiertas las ventanas de su mente, para airearla a los
vientos más apartados del universo. Comprendiendo la brevedad e insignificancia
de la vida humana, entenderá a sí mismo que en el cerebro del hombre se
concentra todo lo que encierra el mundo de valioso. Al emanciparse de los
miedos que agobian al esclavo de las circunstancias, experimentará una profunda
alegría y, a través de todas las vicisitudes de su vida exterior, será
profundamente feliz interiormente.
El
hombre feliz es el que vive objetivamente, el que tiene afectos libres y se
interesa en cosas de importancia, el que asegura su felicidad gracias a estos
afectos e intereses, y por el hecho de que le han de convertir, a su vez, en
objeto de interés, de cariño para muchas otras personas. El cariño recibido es
una causa importante de felicidad, pero no es precisamente la persona que lo
pide aquella a quien se lo dan. De una manera general, puede decirse que el que
recibe cariño es quien a su vez lo da.
No cabe duda de que deseamos la felicidad de
aquellos a quienes amamos, pero no como una alternativa para nuestra propia
felicidad. De hecho, toda la antítesis entre el yo y el resto del mundo
desaparece tan pronto como tengamos un interés verdadero por personas o cosas
ajenas a nosotros mismos. Gracias a tales intereses, el hombre llega a sentirse
como una parte de la corriente de la vida, y no una entidad fríamente separada
como una bola de billar que no tiene más relación que la del choque con las
otras bolas. Toda desgracia depende de alguna clase de desintegración o falta
de integración; hay desintegración entre el individuo y la sociedad, hay
desintegración dentro del yo por falta de coordinación entre lo consciente y lo
inconsciente; hay falta de integración entre el individuo y la sociedad cuando
no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos.
El
hombre de vitalidad y entusiasmo adecuado vencerá todos los infortunios con un
nuevo interés por la vida y por el mundo, que no puede limitarse hasta el punto
de que una desgracia sea fatal. El declararnos vencidos por una o varias
desgracias no es una prueba admirable de sensibilidad, sino algo deplorable
como un fracaso vital. Todos nuestros afectos están a merced del destino que en
cualquier momento puede acabar con las personas que amamos. Es, pues,
necesario, que nuestras vidas superen con su intensidad los accidentes del
destino.
El
hombre feliz es el que no siente el fracaso, aquel cuya personalidad no se
escinde contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano
del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías
que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que
vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la
vida se halla la dicha verdadera.
Bertrand
Russell – La conquista de la felicidad
Y luego cualquier cosa, la más absurda si me apuras, convierte nuestra felicidad en desdicha. Yo creo que nos sentimos tan ombligos del mundo y somos tan sumamente despreocupados de los demás, que únicamente nos importa lo nuestro y a la mínima nos venimos abajo pues lo que nos toca más de cerca es lo que nos interesa. Del resto pasamos olímpicamente.
ResponderEliminarUn abrazo
Coincide plenamente Russell con una máxima del Dalai Lama, de un libro que leo ahora para una próxima entrada: el acto más meritorio de nuestra vida radica en ayudar a los demás dentro de nuestras posibilidades. Ahí reside la felicidad, junto con no dejarnos vencer por los acontecimientos adversos.
ResponderEliminarUn abrazo.