Intimidad, sensibilidad,
delicadeza, ternura. Se me enternecen las entrañas con solo escribir estas
palabras. Lo que cuenta en la vida es la amistad, y la satisfacción del alma
está en el cariño. De poco sirve la inteligencia, el éxito y la fama si el
corazón está vacío y no sabe amar y ser amado. Es lo más delicado del mundo, y
por eso es lo que menos se nos ha enseñado. Y por lo visto ni siquiera
acertamos a enseñarlo ahora.
La intimidad es la combinación de transparencia de la mente y afecto
del corazón. Cuando lo pide la vida, cuando hay crisis o baches, momentos de
disgusto o ataques de frustración o, sencillamente, cansancio con todo de una
vez, tedio del vivir y tentaciones de darse de baja de todo, entonces se busca
la compañía fiel y el oído amigo, se abren diques, se desahogan fondos
agobiantes, se confiesan mezquindades humillantes, se habla, se calla y se
llora. Y todo se calma porque hay quien lo entiende, lo recibe, lo valora y lo
suaviza con solo oírlo, saberlo y aceptarlo. Muchos problemas se solucionan al
decirlos y muchas heridas se cierran al mostrarlas. Así es el ser humano.
A la comunión de ideas y
experiencias se junta en la amistad el efecto tierno de la cercanía personal.
Ahora ya no solo se trata de contar cosas, sino de estar juntos, no es ya la
comunicación sino la presencia; no es solo la cabeza, sino el corazón. Y cuando
se junta el afecto profundo con la confianza comunicativa, surge el vínculo que
une vidas al tiempo que libera la fuerza más sagrada del corazón humano.
La delicadeza es la virtud de las virtudes. Sin ello, las demás dejan
de ser virtudes y ella sola por su cuenta constituye ya virtud excelsa. Saber
mirar a la gente a la cara, sentir talantes, adivinar necesidades; anticipar
deseos; preguntar por interés, escuchar con afecto; no mirar el reloj;
reconocer el valor del tacto y administrar delicadamente el toque, la caricia,
el largo apretón de manos que comunica más que cualquier otra palabra; mirar
con afecto, despedirse con pena y cariño en una misma sonrisa. ¿Quién sabe
hacer todo eso?
La intimidad es el alma de
la vida. Hay que abrirse con delicadeza a la delicadeza, con sensibilidad a la
sensibilidad, con ternura a la ternura. Para todos y para mí deseo la gracia de
la intimidad, que es la que en definitiva nos hace hombres y mujeres vivir y
reales en lo más íntimo de nuestro ser. El que no ama, no vive.
Asombro.
Es la virtud del niño. Es la inocencia de la vida. La capacidad de ver, de
aprender, de ser. Es la pupila limpia, la mirada transparente, la memoria sin
estrenar. Todo es nuevo, y por eso todo es maravilloso porque todo se vive por
primera vez. La capacidad de asombro es la medida de la vitalidad en el ser humano.
El pesimismo nos viene de la pérdida de la inocencia. Recobrar nuestra mirada
inocente en ponernos en marcha hacia el descubrimiento de la vida. Tal como
hemos vivido, nos han dicho el final del cuento antes de empezar a leerlo. Y ya
no nos interesa. Hemos aprendido todo y estudiado todo y definido todo. Búscalo
en los archivos y los encontrarás. Los archivos están siempre llenos de polvo.
Entre ese polvo yacen las reliquias de lo que era fuerza y energía, de lo que
era historia, de lo que era vida. Hay que sacudir el polvo para volver a los
campos verdes de la historia viva.
La naturaleza espera su turno con paciencia infalible. Vientos
juguetones, brisas alegres, chaparrones inesperados, nubarrones ceñudos. Olor a
hierba en los prados mojados, flores abiertas en ramas despertadas, vida que le
revienta a la tierra por todas partes, la cantan los pájaros, la sienten los
árboles y la viven los hombres y mujeres que disfrutan con júbilo la mejor
estación de la vida. La estación del asombro.
Yo era ecologista antes de
saberlo. Antes de que se descubriera la ecología y se inventara el nombre.
Antes de leer libros sobre ecosistemas o de preocuparme por la capa de ozono.
El amor a la naturaleza, el contacto con el entorno vivo, la devoción al agua y
el cariño a las rocas, la reverencia a las montañas y la contemplación del mar
han sido parte de mi vida desde que me conozco. La madre Tierra. El saludo al sol. La amistad con las estrellas. Vibro con
todo lo que me habla de aire y de espacio, de pájaros y de flores. Me siento
ciudadano del universo.
Los valles tienen su
historia, su belleza, sus peligros y su vida, tienen fuentes de agua y caminos
encontrados, tienen cuevas de refugio y alturas de observación para dominar el
terreno y fijar direcciones. Hay que cultivar su amistad y conversar con sus
espíritus si deseamos un buen viaje y un feliz regreso. Las montañas son las
dueñas del paisaje, y nos miran con
benevolencia si les hablamos con respeto. Nos trae cuenta dialogar con la
tierra.
La tierra son también las
ciudades, ya que en ellas vivimos, y no hay que esperar ir al campo para sentir
el cosmos. También aquí hay aire y luz, y se ven el sol, la luna y las
estrellas, y hay árboles y pájaros, y se adivina la superficie del planeta bajo
el asfalto, el hierro y el cemento. Hay que hacer lo posible para mejorar la
salud ecológica de las ciudades; pero no podemos esperar a su salud perfecta
para sentirnos a gusto en nuestro entorno. Amo la tierra tal y como es, al
tiempo que quiero verla cada vez mejor.
¿Te has fijado que cuando
dices ¡Sí! estás afirmando tu vida,
estás confiando en Dios, estás invocando a la Providencia que se
compromete a hacer realidad tu confianza y verdad tu palabra? Cuando dices ¡sí!
Con esa energía y esa vibración con que lo dices, estás haciendo que todo el
que te oiga crea en la vida, se enamore del mundo, se afiance en la eternidad.
Cada “sí” tuyo es un sermón, un testimonio, un empujón de gracia para los que
te oímos.
Toda la vida es un lento
aprender a decir ¡sí! Nos cuesta. Es decir, no nos cuesta el decir que sí, así
por las buenas en cualquier momento y con cualquier motivo. Son afirmaciones
fáciles de valor pasajero. Hay un sí más serio, más profundo y comprometido,
más vital y decisivo, que es el que ha de sonar en la vida para que tenga
sentido, dirección, valor y finalidad. Si el sí que define nuestra vida nos
sale de dentro y suena en plenitud, todos los otros síes que nos saldrán en la
conversación derivarán su sentido de él, y entonces nuestra palabra tendrá
fuerza y nuestra vida tendrá fundamento. Sin ese sí radical de entrega y
compromiso, la vida quedará vacía de contenido e inerme de fuerzas. Nos falta
afirmación.
El sí alegra el alma. No
hay palabra más abierta, más confiada, más entregada. Es ensanchar los
horizontes y respirar a fondo. Ante un nuevo plan, una propuesta, una ventana
abierta, una senda adivinada, la primera reacción es lanzarse, avanzar y
explorar. Para volver sobre los pasos siempre habrá tiempo. De entrada, déjame
ver y averiguar lo que hay por delante. Si nunca me muevo, nunca me entero. El
“no” viene de la pereza, que quiere evitarse las molestias que le vendrán del
“sí”. Ése es el origen del “no”. La pereza, la comodidad, la cobardía. El miedo
a lo desconocido. El creerse con el derecho adquirido de hacer siempre lo que
se ha hecho. El “no” es fácil, cómodo y seguro. El “sí” es atrevido, arriesgado
y aventurado.
Yo prefiero la aventura,
decir que sí a la idea nueva, a la inspiración súbita, a la novedad inesperada.
Abrirme confiado a nuevos paisajes de ideas, trabajo, gentes y lugares. Me he
equivocado con frecuencia, pero los
errores son el precio normal que se paga a gusto para seguir avanzando. Se da
media vuelta, se aprende con la experiencia y se intenta otro camino. No hay
que hacer tragedias de los fracasos. Y sin fracasos tampoco hay éxitos. Me han
salido cosas bien porque me arriesgué en ellas.
Carlos G. Vallés – Las 7 palabras
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