A mayor grado de madurez,
más proclives estaremos a experimentar y expresar la belleza del mundo. El
hálito vital correrá entonces sin obstáculos a través de la materia humana,
como en una ventana abierta de par en par. No tengo la menor duda de que el
arte tiene un valor ético. El arte no es una mercancía, sino cultura. Cultura
que nos convierte en más humanos. Más humanos significa más sensibles, en
sintonía con el entorno, con más capacidad de sentir física y anímicamente, con
la mente y el corazón.
La virtud humana no se
desarrolla con el conocimiento puramente intelectual. En la cultura falla algo
cuando nos dedicamos a aprender lo que una computadora ya sabe. La sociedad
debe modificar un sistema basado exclusivamente en la instrucción y en el
intelecto. El fin último de la cultura ha de asentarse en la dicha de los seres
que la disfrutan. Sencillamente, porque los objetos no tienen más sentido que
servirnos y no al revés.
El arte reconoce
plásticamente la realidad no ordinaria y la amplifica. Se necesita un estado de
simplicidad, apertura y esperanza para experimentar lo extraordinario en la vida
normal. El arte no posee una doctrina, ni tiene jerarquías, no es una creencia,
sino un proceso de toma de conciencia a través del hacer. El arte consiste en
una aventura de descubrir nosotros.
La realidad ordinaria está repleta de hechos extraordinarios. Cualidades tales
como sensibilidad, equilibrio, riqueza,
expresión… artísticas, emanan de una persona previamente equilibrada,
sensible, expresiva y rica. La creatividad artística no se ajusta a categorías
puramente intelectuales, pues envuelve a la emoción. El artista tiene una
misión social y el mundo adquiere más cromatismo y las matemáticas de dios
actúan con su inapelable ley: cuanto más arte ofrezco, más pleno me encuentro.
El arte responde a la relación con el mundo: “¿Cuánta belleza experimento? ¿Cuánta
felicidad colma mi vida?”.
El artista se convierte en
su propio estilo. No hay arte que se diferencia de la fuente de su autor, como
la sombra al cuerpo. Los estilos no resultan sino una elección entre infinitas
posibilidades. El arte se entiende como la incesante búsqueda para ensanchar al
mundo.
La separación entre el mundo
cinco-sensorial y el multidimensional es delgada como un papel de fumar. La
forma que elegimos para rasgarlo es a través del arte, porque nos proporciona
más consciencia. El arte así empleado puede resultar un poderoso medio de
despertar. Cuando trabajamos en arte, realmente trabajamos con nuestra propia
vida. La creencia general es que el artista se basa en la fantasía, pero si
fuese así perpetuaría una ilusión, un engaño o un sueño. La creatividad se basa
en la estricta realidad, fijando con una percepción más sutil y afinada
nuestras vivencias. De ahí que el arte puede servir para evolucionar a los
seres humanos.
Podemos convertirnos en
verdaderos escultores de nuestro propio yo. El tratamiento comienza en
recuperarlo de su letargo, al que ha sido sometido por el intelecto. No en el
sentido de objetualizar-lo, sino en sensibilizar-nos. Con esta sensibilización,
enfocamos la atención no en actuar-manipular, sino en recibir de manera abierta
y confiada del medio. Entonces el yo se diluye, se vuelve más discreto y
acallamos los excesos inútiles. Desde este “yo permisivo” sentimos la fuerza
creadora y vibrante, la frescura de la existencia. Reconocerse creativo va
ligado a reconocerse vivo y usar el talento que tenemos. Para que despierte y
prospere el arte en nosotros, aplicamos la paciencia y la amabilidad. Por ello
resulta capital atender nuestra vida como si fuese el papel y la tinta de ese
lenguaje, evitando emborronarlo, tacharlo o tirarlo, pues, literalmente, eso
mismo estaríamos haciendo con nuestra persona. Los pequeños cambios son
imprescindibles y suman: pequeñas victorias, pequeñas demostraciones de valor,
de generosidad, de diligencia. Finalmente, el artista ha de volverse tan
sensible como para proclamar con su obra el verdadero “privilegio de vivir
despierto”.
¿Existe un sendero que
eleve al ser humano a una existencia superior? El arte actualiza el ser,
facilitando la apertura del artista, a través de su corazón. El arte posibilita
el ensanche, el relajamiento y el disfrute de nuestra valía, disolviendo los
bloqueos autoimpuestos. Somos dignos y con aptitud suficiente para asumir el
goce y el dolor que el juego de la vida nos ofrece. Más allá de cumplir
expectativas ajenas a nosotros, aceptamos cómo somos en realidad. La sinceridad
en el artista resulta así tanto una necesidad como un derecho, y para ello nos
concedemos un espacio íntimo. Si experimentamos nuestro mundo interior como
algo rico y digno, tanto más trataremos con delicadeza el ajeno.
Los artistas necesitamos de las personas.
Sin ellas no seríamos literalmente nadie. Ofrecemos nuestro corazón y nos
completamos compartiéndolo, nos empequeñecemos para agrandar así al mundo, nos
callamos para escuchar su sutil murmullo. Esto nos responsabiliza y nos vincula
definitivamente al resto de los seres.
Todos en cada momento
aspiramos a ser felices. Lo que pugna por salir es el anhelo de amor y la
necesidad de sentirse vivo. Cuando experimentamos esta energía fluyendo por
nuestro cuerpo, tenemos felicidad a raudales para compartir. No hay nada que
completar, somos perfectos. Cada momento nos desafía a ser auténticos y cada
desafío se vuelve en un goce. Entonces comprendemos que tal y como somos ya
contenemos los ingredientes para nuestra felicidad. Hoy más que nunca existe
una urgencia de embellecer y sensibilizar un mundo egoísta, feo y gris.
Encontramos una misión, un lugar en el grupo, con confianza, apertura y
disciplina interior. El artista es una persona que, consciente del permanente
milagro que ve, agradece el privilegio de explicar la belleza de la vida.
Joaquín Sánchez-Ruiz – Enseñar Arte es hacer Feliz
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