jueves, 30 de julio de 2015

Si el universo no es consciente de tu existencia, ¡tranquilo! (Anthony de Mello)



La realidad existente no puede realmente ser rechazada ni aceptada.
Huir de ella es como tratar de huir de tus propios pies.
Aceptarla es como tratar de besar tus propios labios.
Todo lo que hay que hacer es mirar, comprender y estar en paz.


¡Escucha! Oye el canto del pájaro,
el viento entre los árboles,
el estruendo del océano…;
mira un árbol, una hoja que cae o una flor,
como si fuera la primera vez.

Puede que, de pronto,
entres en contacto con la Realidad,
con ese Paraíso del que
nos ha arrojado nuestro saber
por haber caído desde la infancia.


 ¿Qué es lo que te hace reaccionar:
la Realidad o lo que tú supones de ella?


Primero sacamos nuestras conclusiones…
y luego hallamos la forma de llegar a ellas.


Casi nunca vemos la realidad. Lo que vemos es un reflejo de la misma en forma de palabras y conceptos que en seguida confundimos con la realidad.
El mundo en el que vivimos es, en su mayor parte, una construcción mental.


No trates de animar a las personas con doctrinas; devuélvelos a la realidad. Porque el secreto de la vida hay que encontrarlo en la vida misma, no en las doctrinas sobre ella.


La gente no desea la verdad.
Desea promesas tranquilizadoras. 




Las cuatro fases de la oración:
Yo hablo, tú escuchas.
Tú hablas, yo escucho.
Nadie habla. Los dos escuchamos.
Nadie habla y nadie escucha. Silencio.


No es como si la vida estuviera llena de milagros; es más que eso: la vida es milagrosa. Y quien deje de darlo por supuesto no tardará en comprobarlo.


No todos los que tienen los ojos cerrados están dormidos.
Ni todos los que tienen los ojos abiertos pueden ver.

¿De qué sirve tener ojos
si el corazón está ciego?





Solo la reconciliación salvará al mundo, no la justicia,
que puede ser una forma de venganza.

  
Propiamente, para ser malo, no necesitas quebrantar la ley.
Basta con que la observes a la letra.


Cuando las personas están alegres,
siempre son buenas;
Mientras que, cuando son buenas,
rara vez están alegres.


Lo malo de los ideales es que, si vives con arreglo a todos ellos,
resulta imposible vivir contigo.




Cuando el zapato encaja, te olvidas del pie;
cuando el cinturón no aprieta, te olvidas de la cintura; 
cuando todo armoniza, te olvidas del “ego”.
Entonces, ¿de qué te sirven tus austeridades?


Hay personas a las que el ver practicada su religión las inquieta tanto como el enterarse de que alguien la pone en duda.


Tanto aquello de lo que huyes como aquello por lo que suspiras está dentro de ti.


Si el universo no es consciente de tu existencia, ¡tranquilo!


La música necesita la oquedad de la flauta;
las cartas, la blancura del papel;
la luz, el hueco de la ventana;
la santidad, la ausencia del “yo”.


Hay un solo motivo de todos los males de la tierra:

“!Esto me pertenece!”



Anthony de Mello – La oración de la rana

Restaurar el Estado Primordial (René Guenon)





Quien se apegue al razonamiento y no lo supere en el momento requerido permanece prisionero de la forma, que es la limitación mediante la que se define el estado individual; no sobrepasará jamás a ésta, y nunca irá más lejos de lo exterior, es decir, permanecerá unido al ciclo indefinido de la manifestación. El paso de lo “exterior” a lo “interior” es también el paso de la “multiplicidad” a la unidad, de la circunferencia al centro, al punto único desde donde le es posible al ser humano, restaurado en las prerrogativas del “estado primordial” elevarse a los estados superiores y, mediante la realización total de su verdadera esencia, ser en fin efectiva y actualmente lo que es desde toda eternidad potencialmente.

Quien se conoce a sí mismo en la “verdad” de la “Esencia” eterna e infinita conoce y posee todas las cosas en sí mismo, pues ha alcanzado el estado incondicionado que no deja fuera de sí ninguna posibilidad, y este estado, con respecto al cual todos los demás, por elevados que sean, no son realmente sino estados preliminares sin ninguna medida común con él; este estado, que es el fin último de toda iniciación, es propiamente lo que debe entenderse por la “Identidad Suprema”.

Por consiguiente, todo ser tiende, conscientemente o no, a realizar en él mismo, por los medios apropiados a su naturaleza particular, el plan del Gran Arquitecto del Universo, lo cual no es en suma sino la universalización de su propia realización personal. Es en el punto preciso de su desarrollo en el cual un ser toma realmente conciencia de esta finalidad, cuando comienza para él la iniciación efectiva, que debe conducirle por grados, y según su vía personal, a esa realización integral que se cumple en el desarrollo completo, armónico y jerárquico de todas las posibilidades implicadas en la esencia de ese ser.



Aquellos que han pasado más allá de la forma están, por ello mismo, liberados de las limitaciones inherentes a la condición individual de la humanidad ordinaria; aquellos que no han llegado más que al centro del estado humano, sin todavía haber realizado efectivamente los estados superiores, están al menos libres de las limitaciones por las cuales el hombre caído de este “estado primordial” en el cual están reintegrados, está unido a una individualidad particular así como a una forma determinada.

Lo que está en la base misma de toda enseñanza verdaderamente iniciática, es que toda realización digna de este nombre es de orden esencialmente interior, incluso aunque sea susceptible de tener repercusiones de cualquier género en el exterior. El hombre no puede encontrar los principios sino en sí mismo; y puede porque lleva en él la correspondencia de todo lo que existe, pues “el hombre es el símbolo de la existencia universal”; y, si alcanza a penetrar hasta el centro de su propio ser, alcanzará con ello el conocimiento total, con todo lo que por añadidura implica: “aquel que conoce a su Sí conoce a su Señor”, y conoce entonces todas las cosas en la suprema unidad del Principio, en el cual está contenida “eminentemente” toda realidad.


Los elementos que constituyen el cuerpo pueden ser “transmutados” y “sutilizados”, de modo que puedan transferirse a una modalidad extracorporal, donde el ser podrá desde entonces existir en condiciones menos estrechamente limitadas en relación con las del dominio corporal, especialmente bajo el aspecto de la duración. En tal caso, el ser desaparecerá en un determinado momento sin dejar tras él ninguna huella de su cuerpo; podrá, por otra parte, en circunstancias particulares, reaparecer temporalmente en el mundo corporal. No es necesario por otra parte ver en ello nada “trascendente” en el verdadero sentido de la palabra, puesto que no se trata todavía sino de posibilidades humanas, cuya realización, además, no puede tener interés más que para un ser al que ésta torna capaz de desempeñar alguna “misión” especial; aparte de este caso, ello no sería en suma sino una simple “digresión” en el curso del proceso iniciático, y una demora más o menos prolongada sobre la vía que debe normalmente conducir a la restauración del “estado primordial”.




El ser establecido en este punto ocupa una posición realmente “central” con respecto a todas las condiciones del estado humano, de manera que, sin haber pasado más allá, las domina no obstante en cierta manera, en lugar de estar por el contrario dominado por ellas, como es el caso del hombre ordinario; y esto es cierto especialmente en lo que concierne a la condición temporal como a la espacial. De ahí que él podrá entonces, si quiere (por alguna razón profunda) transportarse a un momento cualquiera del tiempo, así como a un lugar cualquiera del espacio. Esta posibilidad puede, por lo demás, en el curso ordinario de las cosas, no manifestarse al exterior en modo alguno; pero el ser que la adquiera la posee desde entonces de una manera permanente e inmutable, y nada podrá hacérsela perder, le basta con retirarse del mundo exterior y entrar en sí mismo, todas las veces que le convenga hacerlo, para encontrar siempre en el centro de su propio ser, la verdadera “fuente de la inmortalidad”.


René Guenon -  Apreciaciones sobre la Iniciación. 
                            Hermetismo

lunes, 27 de julio de 2015

Creer en la inmortalidad, bálsamo de la religión (Malinowsky)




De todas las fuentes de la religión, la suprema y final crisis de la vida, esto es, la muerte, es la que reviste importancia mayor. La muerte es la puerta de entrada al otro mundo en un sentido que no solo es el literal. El hombre ha de entregar su vida en la sombra de la muerte, y el que se agarra a la vida y goza de su plenitud tiene que temer la amenaza de su final. Y el que se enfrenta con la muerte se vuelve a la promesa de la vida.

La muerte y su negación –“la inmortalidad”- han formado siempre el más acerbo tema de los presentimientos del hombre. La extrema complejidad de las reacciones emotivas hacia la vida encuentra por necesidad su paralelo a la actitud que el hombre muestra para con la muerte. Sin embargo, lo que durante toda la vida se habrá prolongado por un largo espacio de tiempo y manifestado en una sucesión de experiencias y sucesos, aquí da en su fin,  y se condensa en una sola crisis que produce una violenta explosión de manifestaciones religiosas.



El hombre teme a la muerte de manera intensa, lo que probablemente sea el resultado de ciertos instintos que, profundamente asentados, son comunes a los animales y al hombre. No quiere darse cuenta de que la muerte es un fin, ni puede enfrentarse con la idea de la completa cesación, de la aniquilación. Atendiendo a la idea de un espíritu y de una existencia espiritual, el hombre consigue la confortadora creencia en la continuidad espiritual y en la vida tras la muerte. Sin embargo, tal creencia no permanece incólume en el complejo y doble juego de esperanza y temor que acaece siempre cuando la muerte tiene lugar. A la confortadora voz de la esperanza, al intenso deseo de inmortalidad, a la dificultad o a la imposibilidad de hacer frente a la aniquilación, se oponen poderosos y terribles presentimientos. El testimonio de los sentidos, la horrorosa descomposición del cadáver, la visible desaparición de la personalidad, y parece ser que ciertas sugerencias instintivas de miedo y horror, parecen amenazar al hombre, en todos los estadios de la cultura, con una idea de aniquilación y con presagios y terrores escondidos.

Y aquí, en este juego de fuerzas emotivas, en este supremo dilema del vivir y de la muerte final, la religión entra en escena, seleccionando el credo positivo, la idea confortadora, la creencia culturalmente válida de la inmortalidad del espíritu independiente del cuerpo. De esta manera, la creencia en la inmortalidad es el resultado de una revelación emotiva profunda, establecida por la religión, y no se trata de una doctrina filosófica primitiva. La convicción del hombre de continuar su vida es un de los dones supremos de la religión, que juzga y selecciona la mejor de las alternativas, la esperanza de vida continuada y el temor ante la aniquilación. La religión salva al hombre de rendirse ante la muerte y la destrucción.



Así, los ritos del luto, la conducta ritual inmediata a la muerte, pueden ser tomados como modelos del acto religioso, mientras que la creencia en la continuidad de la vida en el más allá puede considerarse como prototipo de lo que es un acto de fe. Aunque en los actos de duelo, en la desesperación del llanto, en el trato del cadáver y en su funeral no se consiga ningún efecto ulterior, tales actos cumplen una función importante y poseen un considerable valor: ponen al hombre en comunión con la providencia, con las fuerzas benéficas de la abundancia.


Ante la muerte, la religión concede al hombre, sacrificando y regularizando así otra clase de impulsos, el don de la integridad mental, neutraliza las fuerzas centrífugas del miedo, del desaliento y de la desesperación, y proporciona los más poderosos medios de reintegración en la solidaridad del grupo y el restablecimiento de su presencia de ánimo. En resumen, la religión asegura la victoria de la tradición y de la cultura frente a la respuesta puramente negativa de los instintos frustrados.


Bronislaw Malinowsky – Magia, Ciencia y Religión