miércoles, 23 de noviembre de 2016

Vivir con Arte (Joaquín Sánchez-Ruiz)



A mayor grado de madurez, más proclives estaremos a experimentar y expresar la belleza del mundo. El hálito vital correrá entonces sin obstáculos a través de la materia humana, como en una ventana abierta de par en par. No tengo la menor duda de que el arte tiene un valor ético. El arte no es una mercancía, sino cultura. Cultura que nos convierte en más humanos. Más humanos significa más sensibles, en sintonía con el entorno, con más capacidad de sentir física y anímicamente, con la mente y el corazón.

La virtud humana no se desarrolla con el conocimiento puramente intelectual. En la cultura falla algo cuando nos dedicamos a aprender lo que una computadora ya sabe. La sociedad debe modificar un sistema basado exclusivamente en la instrucción y en el intelecto. El fin último de la cultura ha de asentarse en la dicha de los seres que la disfrutan. Sencillamente, porque los objetos no tienen más sentido que servirnos y no al revés.

El arte reconoce plásticamente la realidad no ordinaria y la amplifica. Se necesita un estado de simplicidad, apertura y esperanza para experimentar lo extraordinario en la vida normal. El arte no posee una doctrina, ni tiene jerarquías, no es una creencia, sino un proceso de toma de conciencia a través del hacer. El arte consiste en una aventura de descubrir nosotros. La realidad ordinaria está repleta de hechos extraordinarios. Cualidades tales como sensibilidad, equilibrio, riqueza, expresión… artísticas, emanan de una persona previamente equilibrada, sensible, expresiva y rica. La creatividad artística no se ajusta a categorías puramente intelectuales, pues envuelve a la emoción. El artista tiene una misión social y el mundo adquiere más cromatismo y las matemáticas de dios actúan con su inapelable ley: cuanto más arte ofrezco, más pleno me encuentro. El arte responde a la relación con el mundo: “¿Cuánta belleza experimento? ¿Cuánta felicidad colma mi vida?”.



El artista se convierte en su propio estilo. No hay arte que se diferencia de la fuente de su autor, como la sombra al cuerpo. Los estilos no resultan sino una elección entre infinitas posibilidades. El arte se entiende como la incesante búsqueda para ensanchar al mundo.
    La separación entre el mundo cinco-sensorial y el multidimensional es delgada como un papel de fumar. La forma que elegimos para rasgarlo es a través del arte, porque nos proporciona más consciencia. El arte así empleado puede resultar un poderoso medio de despertar. Cuando trabajamos en arte, realmente trabajamos con nuestra propia vida. La creencia general es que el artista se basa en la fantasía, pero si fuese así perpetuaría una ilusión, un engaño o un sueño. La creatividad se basa en la estricta realidad, fijando con una percepción más sutil y afinada nuestras vivencias. De ahí que el arte puede servir para evolucionar a los seres humanos.



Podemos convertirnos en verdaderos escultores de nuestro propio yo. El tratamiento comienza en recuperarlo de su letargo, al que ha sido sometido por el intelecto. No en el sentido de objetualizar-lo, sino en sensibilizar-nos. Con esta sensibilización, enfocamos la atención no en actuar-manipular, sino en recibir de manera abierta y confiada del medio. Entonces el yo se diluye, se vuelve más discreto y acallamos los excesos inútiles. Desde este “yo permisivo” sentimos la fuerza creadora y vibrante, la frescura de la existencia. Reconocerse creativo va ligado a reconocerse vivo y usar el talento que tenemos. Para que despierte y prospere el arte en nosotros, aplicamos la paciencia y la amabilidad. Por ello resulta capital atender nuestra vida como si fuese el papel y la tinta de ese lenguaje, evitando emborronarlo, tacharlo o tirarlo, pues, literalmente, eso mismo estaríamos haciendo con nuestra persona. Los pequeños cambios son imprescindibles y suman: pequeñas victorias, pequeñas demostraciones de valor, de generosidad, de diligencia. Finalmente, el artista ha de volverse tan sensible como para proclamar con su obra el verdadero “privilegio de vivir despierto”.



¿Existe un sendero que eleve al ser humano a una existencia superior? El arte actualiza el ser, facilitando la apertura del artista, a través de su corazón. El arte posibilita el ensanche, el relajamiento y el disfrute de nuestra valía, disolviendo los bloqueos autoimpuestos. Somos dignos y con aptitud suficiente para asumir el goce y el dolor que el juego de la vida nos ofrece. Más allá de cumplir expectativas ajenas a nosotros, aceptamos cómo somos en realidad. La sinceridad en el artista resulta así tanto una necesidad como un derecho, y para ello nos concedemos un espacio íntimo. Si experimentamos nuestro mundo interior como algo rico y digno, tanto más trataremos con delicadeza el ajeno.
    Los artistas necesitamos de las personas. Sin ellas no seríamos literalmente nadie. Ofrecemos nuestro corazón y nos completamos compartiéndolo, nos empequeñecemos para agrandar así al mundo, nos callamos para escuchar su sutil murmullo. Esto nos responsabiliza y nos vincula definitivamente al resto de los seres.




Todos en cada momento aspiramos a ser felices. Lo que pugna por salir es el anhelo de amor y la necesidad de sentirse vivo. Cuando experimentamos esta energía fluyendo por nuestro cuerpo, tenemos felicidad a raudales para compartir. No hay nada que completar, somos perfectos. Cada momento nos desafía a ser auténticos y cada desafío se vuelve en un goce. Entonces comprendemos que tal y como somos ya contenemos los ingredientes para nuestra felicidad. Hoy más que nunca existe una urgencia de embellecer y sensibilizar un mundo egoísta, feo y gris. Encontramos una misión, un lugar en el grupo, con confianza, apertura y disciplina interior. El artista es una persona que, consciente del permanente milagro que ve, agradece el privilegio de explicar la belleza de la vida.


Joaquín Sánchez-Ruiz – Enseñar Arte es hacer Feliz

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