miércoles, 18 de agosto de 2010

PALABRAS - 1ª PARTE - Prólogo, I,II y III

PALABRAS





MANUEL CINTADO
1º EDICIÓN: JULIO 1.979







“… Vivimos reafirmándonos ante tanta amenaza de muerte

Luchamos aunque existen cárceles

y estén preparadas las cadenas

Buscamos solidaridad aunque todo sea traición

Edificamos la nueva ciudad aunque no la habitemos”



PRÓLOGO



… Si permites que empiece, lo haré contando lo último que me ha pasado por la mente. Y no es nuevo, comenzó ya hace ocho años, brotando en mí de forma imparable, y que muchos se esfuerzan en llamar “adolescencia”. Y, ahora… ¿a quién puede molestarle que penetre en esa madurez odiada y esperada, anhelada puerilmente en todos mis actos, aquí, en mi casa, en mi soledad? ¿a quién?...

… ¿Es así? Tras el funeral que seguirá mañana, recorriendo calles angostas, moviendo un pie tras otro, una rueda tras otra rueda, todo dejando marcas en el asfalto. La muerte de la juventud: el engendro del hombre. ¿Puedo anticiparos ahora la sentencia de mi tumba, la que mañana ocuparé rodeado de tierra y cubierto de flores, y cerrada, con lágrimas y risas de todos los que en vida me han odiado y querido? ¿Puede importarme que haya un cura que bendiga mi muerte ó mi suerte, y una mujer de negro arrodillada ante la sepultura? Si no crees que de ese lugar brote pasado mañana un hombre, si es así, deja de leer, porque lo siguiente será demasiado grave como para que no intentes, sin éxito, preguntarte el por qué.

Y esto no es para disfrutar, ni sólo para leerlo de carretilla, es para tomarlo ó dejarlo, para comprenderlo ó quemarlo. Hay una objeción, nada de lo que aquí diga puede servir para formar una imagen de mí, jamás podrá compararse una palabra a un trozo de materia, aunque, en mi caso, hay mucha similitud entre ambas cosas. Así, el valor de mi vida, de mi personalidad concreta, debe sintetizarse de un conocimiento global de todas mis facetas, si no, sólo hay confusión.

Porque llegar a hombre no se limita a penetrar en su mundo, cambiar de cara y aspecto, emplear una visión materialista de la vida, sentirse más seguro, indiferente ó centrado. Implica mucho más. Lo verdaderamente discutible no es pasar a formar parte de un número más en una estadística, de un elemento más de producción, sino el simple hecho de perder la juventud y todo lo que trae consigo.

El convivir con otros, a veces más jóvenes que yo, hablar, reír, discutir con ellos, me plantea en ocasiones una finalidad: el hacerles ver la inutilidad de seguir mi camino, u otro parecido, un camino lento, perezoso y asustadizo, sin sustancia.

Por todo esto, no quería perder la oportunidad de imprimir mis últimas reflexiones como adolescente, confusas y enrevesadas, sin una continuidad propia, sin decir nada y todo a la vez. A veces, muchos piensan que pueden esperar grandes cosas de mí y sin temor a equivocarse; eso no puedo asegurarlo, pero pueden descubrir que no hay motivo para encasillarme en esa apariencia incognoscible, de ese ser extraño que parezco mostrar. Mas bien un tipo inasible, absurdo, común, con poca carne y una animación limitada, y con la suerte ó desgracia de aparentar profundidad. De una u otra forma, de mi naturaleza incongruente, podrían suponer un loco ó un tonto, o alguien sustentado en una dimensión distinta, lejana. Aún así, conociendo mis limitadas posibilidades, me aventuro a decir algunas cosas, ideas que desvarían, que forman de mí una concepción errónea.

Me parece horrible que hayáis tenido audacia suficiente para llegar hasta aquí, serán actos mecánicos. Cambiaré un poco mi postura egocéntrica para hallar una posible unión con la vida. La vida, esa cosa que nos pasa unida irremediablemente a la monotonía. Es la monotonía que me envuelve, que os puede envolver y llegar a formar, sin darnos cuenta, un yugo esclavizante del que no es fácil salir. El hecho sin importancia aparente de repetir los actos día tras día, no sólo imprime tono monótono a esos momentos, sino lo que es peor, a toda tu existencia. Pero, ¿por qué darle tanta importancia? Ver en lo que me rodea el defecto que también existe en mí no me exime de él, sino que me culpa aún más por no saberlo evitar. El conocer a alguien que siente como yo, que vive la indiferencia, me lleva a reconocer el fracaso del ser humano como eje principal del mundo. Ya que, ¿qué es lo que en realidad diferencia al hombre del animal? ¿la inteligencia? ¿la posibilidad de cambiar? ¿no será el hecho de creernos diferentes de todo lo demás?

Así, nosotros, como humanos, quizá sólo encontremos la felicidad con lo distinto a nosotros, como la naturaleza. Asímismo necesitaremos siempre a nuestro lado alguien que pueda comprendernos, porque se nos asemeje, aunque ese placer concluya en fracaso. También puede que sólo necesitemos amarnos a nosotros mismos… ¡cruel estabilidad!

Para terminar este prólogo imagino ahora la dedicatoria de mi tumba, la tumba en la que hay que enterrar 19 años:
“Olvidadme cuando queráis pensar en mí, y no buscadme en un cielo luminoso, ni en un infierno de dolor, sino aquí mismo, entre vosotros, pero ausente. Si me encontráis y me reconocéis, no parad, seguid por vuestra senda, porque para conquistar a un hombre sólo se necesita una cosa: la totalidad de él mismo. Y el joven se transformó en hombre, sosteniendo el mismo y pesado cuerpo, trabajando con las mismas manos, pero gozando y odiando eso, el ser ya un hombre”.







PRIMERA PARTE





A quien, algún día, vendrá a mí.




I


(Escenificación de una centésima de segundo; explosión gris entre dos acantilados; desenlace.)


Va a comenzar la batalla. ¿Sabéis? Son los prolegómenos de la gran guerra, entre flautas y tambores, tras días de fiesta y noches de insomnio… ¡qué emoción! Por fin podremos luchar… ¿luchar?

En un momento se hicieron las provocaciones de rigor, la guerra fue decretada por ambos bando a la vez. Quizá los generales, por fin, vieron culminado el momento ansiado. La confrontación iba a iniciarse. ¡Qué maravillosa escena! Se designaron rangos y obligaciones, se dispuso el armamento, que cada uno estuviera alerta en su puesto. No importaba lo pasado, lo que de verdad interesaba es que se sintieran satisfechos de cumplir sus misiones. En cuando se vio que el enfrentamiento era inevitable, se fueron escogiendo y seleccionando todos los detalles, se exigía una organización lo más escrupulosa y estricta, pero se permitió algo impensable: el libre albedrío. Los soldados, que ya no eran hombres, no sólo servirían para luchar y destrozarse entre ellos ante una orden superior, sino que tendrían todo a su alcance para que dispusieran de libertad de criterio, en caso de tener que conservar su integridad, en la medida de su relativa capacidad. Se hizo apología libre de cada certificado, teorema, carta de conversión, de cada uno de los engranajes del sistema, de la identificación plena del legislador con el ejecutor, del mando supremo en cada peón de la partida.

A uno y otro lado se dividían las opiniones, se fomentaba la necesidad de las hostilidades con el otro, con un eje central: vencer. Si no se propone la victoria nadie hubiera nunca comenzado una guerra. De igual forma, todo el que lucha, aún con la confianza en la victoria, sabe que tiene delante la posibilidad de la derrota, aunque eso no aminora el valor de algunos hombres. La competición, la oposición y el orgullo han sido realmente los fundadores del mundo, ¿como no iban a estar presentes en una guerra?

Hay guerras físicas, contiendas en la que mueren muchos, se destrozan países, corre sangre. Son actos cuyo único sentido es la selección de la especie, ó el mantener un índice bajo de aumento demográfico. No creo que los artífices de tales guerras sean solamente señores de chaqueta sentados listos para pulsar un botón; el poder de la naturaleza misma aceleraría ese deseo, hay mecanismos más fuertes fuera de control.

Pero este ejemplo no es el que me interesaba atisbar, hay otras luchas, más cercanas en las que somos, a la vez, soldados impecablemente uniformados, armados, insignes y valerosos, y generales de alto rango, con las fases de la partida ya pensadas, con movimientos calculados al detalle, y esa espera ansiosa e irascible de que se cumplan sus propósitos. ¡Se parece tanto el grupo al individuo!

Y esta es la otra guerra, la guerra vital del sentimiento humano, en la que no hay cadáveres para enterrar, sino hombres para reencarnar; donde no hay sangre, sino lágrimas de hielo, donde no hay destrucción de pueblos y campos, de agua y cielo, sino sólo una regeneración constante de las células y neuronas dañadas. El fuego ruidoso y los cultivos devastados son reemplazados con imitaciones de pasiones burguesas, con ensoñadores histéricos, creyentes en placeres juveniles. La lucha deja de serlo cuando todos callan, mientras se miran uno a otro con la espera de que el contrario reinicie la batalla, convirtiéndose todo en una escena agónica, plagada de laceraciones mentales, reprimendas mudas, una vez agotados los castigos psicológicos.

En este primer instante, algunos quieren auparse en importancia, otros piensan en retirarse y que los exilien para siempre de sus mentes, los menos abandonan antes de empezar, ni aún los que se auto tildaron de generales confían plenamente en la necesidad de combatir. Los fieles a su ideal quedaron decepcionados, cuando supieron que eran las marionetas del vicio; otros, después de elegir en poco tiempo sus aliados y programar sistemas de defensa y contraataque, tardaron menos en verter sobre el escenario latas de gasolina, ¡somos incapaces de seguir un plan!

Porque un sistema tarda en elaborarse una vida entera, para tener que dejarlo después en manos de corruptos, que despedazan la hoja de instrucciones y reparten los trozos entre las fieras, en menos de una hora. En una hora muere toda una vida, no importa haber trabajado cuidadosamente durante años con la pobreza inculcando envidia, pero con el deseo de sentirse digno y puro. Eso es para ellos un sacrilegio absurdo, jamás acabaré comprendiéndolos. No tengamos la osadía de interesarnos por sus vidas. Muchos creen que si un sistema ha fallado una vez, será para la eternidad un mal sistema, ¿no serán los hombres los que fallan?

Es decepcionante ver que esta corta guerra, ha terminado justo al empezar, esta avanzadilla ha tenido un final de lo más decadente, acaba por sí sola sin vencedores ni vencidos. Esto no da opción. Una buena victoria da al orgulloso la satisfacción por la derrota del contrario, la victoria en sí da al hombre común una alternativa, avanza un escalón propio ó, al menos, una forma abstracta de decir: he cambiado. Entonces, el vencedor, erigido en juez, dedica su triunfo a un posterior propósito común. Por su parte, el perdedor, asume de forma aceptable la derrota y la validez de su experiencia. Hay un desenlace oscuro, el empate, la intromisión de un elemento hostil entre los dos frentes que impida verse uno a otro; ante esta aparente desaparición del contrario, uno a su vez opta por retirarse también. En este supuesto, el objeto oscuro se ha convertido en juez inapelable que practica su justicia propia, niega a todos su defensa, todos se sienten impotentes ante su sentencia.

Así acaba esta extraña guerra llamada indiferencia. Desperté del sueño que había sido sólo un cabeceo, no comprendía nada, asustado como un desertor, fastidiado… ¡no!, apagado, como cuando de pronto se va la luz. A mí se me apagó de repente la luz de la ilusión. Algún día me preguntaré. ¿qué fue de este sueño de guerra, que pasó realmente? Sólo podré decir: está en un archivo, en un fichero cualquiera, amarillento, la tinta desvaída dejará entrever: guerra confusa, sin final conocido.

(Texto inspirado tras leer “Opiniones de un payaso” de Heinrich Böll. El estar tan alejado de ese autor como de mí mismo no es un fruto muy dulce al paladar. Sólo puede dulcificarlo una fruta madura)








II




Mi vida es un lúgubre y aritmético escenario de manifestaciones fetichistas, un enjambre de modalidades de hombre, de deliciosos contextos de especulación, de dimensiones idealistas del mismo cuerpo. La vida es un puro pisoteo; la muerte, un hundimiento definitivo, ó una levitación quejumbrosa entre el espacio y la mente. El sol es reflejado en mi pasado, y todos los astros me siguen y avanzan tras mí en una persecución envidiosa. No paso de ser pura estadística, una pura y lenta presentación de mí mismo.

¡A escena! Subamos en la carrera rápida del mundo, acostémosnos en nuestro ocaso, pero despertemos antes de la desaparición. ¡Huyamos al sol! Escondámosnos antes de tener miedo.

Nuestro amigo sol no existirá para siempre, en cuanto el hombre piense su destrucción. Este ser humano, está horadando su pasado, sin saber que su cuna es similar a su féretro, y creyendo que en un futuro obtendrá la perfección. Está graduándose en una universidad más lejana que las estrellas, tan ilusoria como la Tierra, en la que no tiene cabida su propio cuerpo. Está olvidando su naturaleza por creer atender a una primera causa, y está dejando a un lado todo el color, toda la forma, toda la belleza de su figura por el hecho de adelantar una dimensión más.

El ser humano es como un jabato herido, como un perezoso reptil, como un ciego topo, como una mecánica hormiga. Animal auto destructible, no ha previsto que sus descendientes caerán en una inmensa hoguera donde no sea posible una mirada, una sonrisa, una luz violeta. No sabe que, detrás de él, habrá otra especie que rija el mundo, porque él mismo está carcomiéndose y aniquilándose. No entiende que, detrás de él, no habrá nadie que pueda celebrar el día de la vida, el día de la llegada del hombre a sí mismo.







III



El simple hecho de vivir es una falta, un suceso grave que hay que remediar. Es un defecto que llevamos como adherido a ese ser apacible que queremos olvidar. ¿Estamos contentos con nuestra personalidad? ¿Nos sentimos felices con ella? ¿Podemos cambiarla? Si no es así, pulsemos el botón destructor que facilite las cosas a esa energía, con ritmo y rumbo preconcebidos, que deje libre el lugar que ocupamos. Bien, hacer esto es fácil, basta afanarse en aparentar lo que no somos, hacernos olvidar y apartarnos del camino, para que todo aquello que pensamos de nosotros gire a lo inimaginable, se desdoble nuestra personalidad, y nos creamos un engendro de la sociedad, un feto moribundo del amor que nos concibió. Eso es fácil, es lo normal, es el ejemplo que nos han ido inculcando.

¿Qué queremos? ¿Vivir? ¿Profundizar en nosotros mismos? ¿Queremos busca la libertad y la felicidad que supone ser como somos? Si es así, que todos vean qué queremos, a qué aspiramos, cuál es nuestra ilusión, nuestra chispa que nos impulsa a vivir, ser conocidos. No es fácil, ni difícil, debe ser la vida. El resultado del grito que debió darse en un momento dado, necesariamente preciso para llegar a nacer. No nacemos hasta ese momento, y hay algunos que andan muertos por la vida. Pero a estos les coartaron las ansias de ser, trataron de impedirles el paso hacia lo fantástico, eran robots y, como tales, jamás gritaron.

Somos nosotros, los débiles, los que presos de una angustiosa ignorancia creemos que el fin lo tenemos dado a cada segundo, y aún así, nos atribuimos todo lo que corresponde a personas. Luchar para convertirse en máquinas es fácil, es lo tradicional socialmente. Reflejar en inmutables espejos lo de dentro y verdadero, es lo único apreciable. Es lo que conforma el egoísmo; el egoísmo ese de tener una propia personalidad, ni íntegra ni acabada. Es ese un egoísmo inútil en su primer momento, pero es la fuerza perenne que nos regirá mientras vivamos.

La semilla fecunda la tierra, el hombre se fecunda a sí mismo, sin saberlo, sin esperarlo, sin quererlo. Somos productos de nosotros mismos, y el aceptarlo supone aceptar a todos los demás. Creer certeramente en cada parte de nuestro cuerpo es creer en cada parte de los demás. Pensar en nosotros sinceramente es sinónimo del amor futuro, de la confianza y seguridad de nuestra voluntad.

Ser lo que somos es la energía que precisamos, ser lo contrario es la muerte lenta de la espera, y de la máquina. La creación, que pertenece un poco a todos, es lo fundamental en la vida. Para la nuestra y para toda la naturaleza.


A Mari Carmen P., como recuerdo.

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